Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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– Pero ¿qué hacía en Serbia su tío?

– Era serbio, comisario. Se llamaba Slavko Moldovan.

Justin venía corriendo hacia Adamsberg.

– Fuera hay un tipo que exige explicaciones. Hemos desmontado las banderolas, pero no quiere saber nada, tiene intención de entrar.

11

El teniente Noël y Voisenet estaban cara a cara, a cada lado de la puerta, cerrando el paso cada uno con un brazo, en doble barrera, a un hombre poco intimidante.

– Nada demuestra que son ustedes policías -repetía-. Nada demuestra que no son ustedes ladrones, asaltadores. Sobre todo usted -dijo señalando a Noël, que tenía la cabeza casi rapada-. Quiero ver al hombre con quien he quedado, habíamos quedado a las cinco y media, y quiero ser puntual.

– El hombre en cuestión no está visible -dijo Noël acentuando su sorna insolente.

– Enseñen sus carnets. Nada me lo demuestra.

– Ya se lo hemos explicado -dijo Voisenet-, los carnets están en nuestras chaquetas, las chaquetas están en la casa y, si soltamos esta puerta, usted entrará. Y todo el perímetro está prohibido.

– Por supuesto que entraré.

– Entonces no hay solución.

El hombre, consideró Adamsberg al aproximarse al grupo, era obtuso o valiente para su estatura media y su cuerpo grueso. Porque, si pensaba estar tratando con asaltadores, lo mejor habría sido abandonar inmediatamente toda discusión y largarse. Pero el tipo tenía cierto aspecto profesional, cierto aspecto digno y seguro de sí, con la cabeza alta y el ademán un tanto rígido del hombre de responsabilidad, en cualquier caso del hombre decidido a hacer su trabajo pase lo que pase, siempre que su traje no sufriera. ¿Vendedor de seguros? ¿Marchante de arte?

¿Jurista? ¿Banquero? También había, en su lucha contra los brazos de los dos policías, el indicio de un claro reflejo de clase. No era de los que uno podía echar, en todo caso no unos tipos como Noël y Voisenet. Parlamentar con ellos estaba por encima de su condición, y puede que fuera esa convicción social, ese fundamental desprecio de casta lo que hacía las veces de valentía al límite de la inconsciencia. No temía nada de sus inferiores. Aparte de esa postura, su rostro ingenioso y anticuado debía de resultar, cuando estaba en reposo, más bien simpático. Adamsberg puso las manos en la barrera de antebrazos plebeyos y lo saludó.

– Si son policías, no pienso irme de aquí sin haber visto a su superior -dijo el hombre.

– Soy el superior. Comisario Adamsberg.

Ese asombro, esa decepción, Adamsberg los había visto muchas veces en muchas caras. Así como, enseguida, la sumisión al grado fuese cual fuese su extraño titular.

– Encantado, comisario -contestó el hombre tendiéndole la mano por encima de los brazos-. Paul de Josselin. Soy el médico del señor Vaudel.

Demasiado tarde, pensó Adamsberg estrechándole la mano.

– Lo siento, doctor, el señor Vaudel no está visible.

– Eso he entendido. Pero como médico suyo tengo derecho a ser informado, ¿no es así? ¿Está enfermo? ¿Ha fallecido? ¿Está hospitalizado?

– Está muerto.

– En su domicilio entonces. Si no, no habría todo este despliegue policial.

– Exactamente, doctor.

– ¿Cuándo? ¿Cómo? Lo visité hace quince días, y tenía todos los pilotos en verde.

– La policía se ve obligada a reservar sus informaciones. Es lo que se hace en caso de asesinato.

El médico frunció el ceño y pareció mascullar la palabra «asesinato». Adamsberg se dio cuenta de que seguían hablando a cada lado de los brazos, como dos vecinos apoyados en una valla. Brazos mantenidos sin pestañear por los tenientes inmóviles, sin que a nadie se le ocurriera modificar esa disposición. Tocó con el dedo en el hombro de Voisenet y deshizo la barrera.

– Vamos fuera -dijo Adamsberg-. El suelo debe protegerse de la contaminación.

– Entiendo, entiendo. Y tampoco podrá decirme nada, ¿verdad?

– Puedo decirle lo que saben los vecinos. El suceso se produjo en la noche del sábado al domingo. Descubrieron el cuerpo ayer por la mañana. El jardinero, que volvió hacia las cinco, dio la alerta.

– ¿Por qué la alerta? ¿Gritaba?

– Según el jardinero, Vaudel dejaba las luces encendidas por la noche. Al regresar el jardinero, todo estaba apagado, cuando su patrón tenía un miedo fóbico a la oscuridad.

– Lo sé, se remontaba a su infancia.

– ¿Era usted su médico o su psiquiatra?

– Su médico de cabecera y, al mismo tiempo, su osteópata somatópata.

– Bien -dijo Adamsberg sin entender-. ¿Le hablaba de él?

– En absoluto, le horrorizaba la psiquiatría. Pero lo que sentía yo en sus huesos me daba mucha información. A título médico, le tenía muchísimo aprecio. Vaudel era un caso excepcional.

El médico se calló ostensiblemente.

– Ya veo -dijo Adamsberg-. No me dirá más si no le digo más. El secreto profesional bloquea las maniobras por ambas partes.

– Perfectamente.

– Comprenderá que debo saber qué hizo usted en la noche del sábado al domingo, entre las once y las cinco de la mañana.

– Ningún problema, lo acepto muy bien. Teniendo en cuenta que la gente duerme a esas horas y que no tengo mujer ni hijos, ¿qué quiere que le diga? Por las noches estoy en la cama, salvo que haya una urgencia. Usted ya conoce esas cosas.

El médico vaciló, sacó su agenda del bolsillo interior y se estiró la chaqueta para colocarla bien.

– Francisco -dijo-, el portero del edificio, que está paralítico y a quien trato gratuitamente, me llamó hacia la una. Se había caído entre la silla de ruedas y la cama, tenía la tibia como una escuadra. Le enderecé la pierna y lo metí en la cama. Al cabo de dos horas, volvió a llamar: se le había hinchado la rodilla. Lo mandé a paseo y volví a visitarlo por la mañana.

– Gracias, doctor. ¿Conocía usted al hombre de faena, Émile?

– ¿El de las cinco en raya? Apasionante. Lo tuve de paciente. Reacio, claro, pero Vaudel se interesaba por él y lo obligaba a visitarme. De tres años a esta parte le disminuí mucho la violencia.

– Eso dice. Él atribuía la mejora a la edad.

– En absoluto -dijo el médico divertido, y Adamsberg se fijó en el rostro pícaro, risueño, disponible, que había adivinado bajo la pose despectiva-. La edad suele aumentar las neurosis. Pero estoy tratando a Émile y, poco a poco, llego a las zonas agarrotadas, las relajo, mientras el animal astuto va cerrando las puertas detrás de mí. Pero lo conseguiré. Su madre le pegaba cuando era pequeño, pero él nunca lo reconocerá. La idolatra.

– Entonces ¿cómo lo sabe?

– Aquí -dijo el médico poniendo el índice en la base de la cabeza de Adamsberg, ligeramente a la derecha de la nuca.

Lo cual le hizo sentir un leve pinchazo, como si el índice del médico hubiera estado dotado de un dardo.

– Caso interesante también -observó a media voz-, si me permite.

– ¿Émile?

– Usted.

– A mí no me pegaban, doctor.

– No he dicho eso.

Adamsberg dio un paso a un lado, apartando su cabeza de la curiosidad del médico.

– ¿Tenía Vaudel, y no le pido ningún secreto profesional, enemigos?

– Muchos. Ése era el núcleo del problema. Enemigos amenazadores, incluso mortíferos.

Adamsberg se detuvo en el camino.

– No puedo darle nombres -adelantó el médico-. Y sería inútil. Eso está fuera del alcance de su investigación.

El móvil de Adamsberg vibró, y el comisario se excusó antes de contestar.

– Lucio -gruñó-, sabes que estoy trabajando.

– Si no te llamo nunca, hombre, es la primera vez. Uno de los gatitos no consigue mamar, se está debilitando. He pensado que igual podías rascarle la frente.

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