– ¿Quieres traer a los niños? -dijo Serge sonriendo.
– Me gustaría.
– Tráelos -dijo Serge -. A Mariana le encantan los niños. Quiere tener seis u ocho.
– Gracias -dijo Gus-. Mis niños estarán muy contentos. Tiene un nombre muy bonito tu novia. Mariana.
– Mariana Paloma -elijo Serge.
– ¿Es español, verdad? -preguntó Gus.
– Es mexicana -dijo Serge -. De Guadalajara.
– Pensándolo bien, ¿Durán no es un apellido español?
– Yo también soy mexicano-dijo Serge.
– Quién lo hubiera dicho. Jamás se me había ocurrido -dijo Roy buscando en Serge algún rasgo mexicano y sin encontrar ninguno, exceptuando quizá la forma de los ojos.
– ¿Eres de ascendencia mexicana por parte de padre y madre? -preguntó Gus -. No lo pareces.
– Cien por cien -dijo Serge riéndose -. Creo que soy probablemente más mexicano que ninguno de los que conozco.
– ¿Entonces hablas español?
– Apenas -contestó Serge -. De niño sí, pero lo he olvidado. De todos modos, creo que volveré a aprenderlo. El domingo por la tarde fui a casa de Mariana y, tras recibir la bendición del señor Rosales que es su padrino, me dirigí a ella y procuré pedirla en matrimonio en español. Creo que al final terminé hablando más en inglés que en español. Debió ser todo un espectáculo, un enorme payaso tartamudo con los brazos cargados de rosas blancas.
– Debías estar extraordinario -dijo Roy sonriendo y preguntándose si presentaría él un aspecto tan satisfecho como Serge.
– Mariana está informada de que en casa hablaremos exclusivamente en español hasta que mi español sea tan bueno por lo menos como su inglés.
– Es estupendo -dijo Gus y Roy se preguntó si ella le habría exigido cortejarla según las antiguas costumbres mexicanas. Se preguntó si Serge debía llevar conociéndola mucho tiempo antes de besarla por primera vez. "Me estoy volviendo cursi", pensó Roy sonriendo.
– Normalmente, los hombres mexicanos dominan a sus mujeres -dijo Serge -hasta que se hacen viejos y entonces mamá es el jefe y el viejo paga su tiranía. Pero me temo que Mariana y yo estamos empezando justo al revés.
– No hay nada malo en una mujer fuerte -dijo Roy -. A un policía le hace falta.
– Sí -dijo Gus mirando el encendido ocaso-. Hay pocos hombres que puedan hacer este trabajo solos.
– Bueno, ahora ya somos veteranos -dijo Serge -. Cinco años. Podemos cosernos en la manga una marca; creía que íbamos a tener una reunión de clase al cabo de cinco años.
– Hubiera sido bonito -dijo Gus -. Mañana por la tarde podríamos celebrar una pequeña fiesta de reunión. Si nos vuelven a llevar a todos al puesto de mando, es posible que podamos volver a trabajar juntos mañana por la noche.
– Yo creo que mañana regresaremos a nuestras divisiones -dijo Serge -. Los disturbios han terminado.
– No sé cuánto tiempo les llevará a los expertos elaborar las teorías de las causas -dijo Roy.
– Esto no es más que el principio -dijo Serge -. Empezarán a nombrar comisiones y los intelectuales que conocen a dos o tres negros demostrarán su pericia en relaciones raciales y no será más que el principio. Los negros no son ni mejores ni peores que los blancos. Creo que liarán todo lo que puedan y lo que se espere de ellos y de ahora en adelante habrá muchos negros que acomodarán su vida a las noticias de prensa referentes al negro encolerizado.
– ¿Crees que los negros son igual que los blancos? -le preguntó Serge a Gus que seguía contemplando el ocaso.
– Sí -dijo Gus con aire ausente-. Lo aprendí hace cinco años al lado de mi primer compañero que era el mejor policía que jamás he conocido. Kilvinsky decía que la mayoría de las personas son como el plancton que no puede luchar contra las corrientes y se ve arrastrado por las olas y las mareas y que algunas son como la fauna del fondo del mar que puede hacerlo pero, para ello, tiene que arrastrarse por el cenagoso fondo del océano. Y otras son como el necton que puede luchar contra las corrientes pero no necesita arrastrase por el fondo; sin embargo el necton resulta tan difícil que hay que ser muy fuertes. Creo que se imaginaba que los mejores de entre nosotros eran como el necton. En cualquier caso, siempre decía que en la gran oscuridad del mar ni la forma ni el color de los pobres seres dolientes contaban para nada.
– Parece que era un filósofo -dijo Roy sonriendo.
– A veces creo que cometí un error al hacerme policía -dijo Serge-. Miro estos cinco años pasados y veo que las frustraciones han sido graves pero no creo que prefiera hacer otra cosa.
– Hoy he visto un editorial que decía que era deplorable que hubieran recibido disparos y se hubieran muerto tantas personas en los disturbios -dijo Gus-. El individuo decía: "Hay que suponer que la policía dispara para herir. Por consiguiente, se deduce de ello que la policía ha matado intencionadamente a toda esta gente".
– Es un silogismo retorcido -dijo Serge -. Pero no podemos reprochárselo a estos pobres bastardos ignorantes. Han visto miles de películas en las que se demuestra que se puede inmovilizar a un individuo o quitarle el arma de las manos de un disparo.
– ¿Un montón de plancton vertido en un mar de cemento, verdad, Gus? -dijo Roy.
– Creo que no me arrepiento de este trabajo -dijo Gus-. Creo que sé algo que la mayoría de la gente no sabe.
– Lo único que podemos hacer es procurar protegerlos -dijo Roy -. Desde luego, no podemos cambiarlos.
– Y tampoco podemos salvarlos -dijo Gus -. Ni a nosotros tampoco. Pobres bastardos.
– Oye, me parece que esta conversación se está haciendo muy deprimente -dijo Roy repentinamente-. Los disturbios han terminado. Vendrán días mejores. Mañana nos reuniremos para nadar. Alegrémonos.
– Muy bien, a ver si podemos pillar a algún sinvergüenza -dijo Serge -. Una buena detención siempre me produce optimismo. ¿Tú trabajabas por esta zona, verdad Gus?
– Claro -dijo Gus enderezándose y sonriendo-. Conduce en dirección Oeste hacia Crenshaw. Sé lugares donde pueden localizarse coches robados. Quizá podamos atrapar a un ladrón de coches.
Roy fue el primero que vio a la mujer haciéndoles señales desde un coche aparcado junto a la cabina telefónica de la calle Rodeo.
– Creo que tenemos una llamada de una ciudadana- dijo Roy.
– Estupendo, empezaba a cansarme de conducir por ahí -dijo Serge -. A lo mejor tiene un problema insuperable que nosotros podemos superar.
– Ha oscurecido muy pronto esta noche -observó Gus -. Hace un par de minutos estaba contemplando la puesta de sol y ahora, zás, ya ha oscurecido.
Serge aparcó al lado de la mujer que descendió torpemente del Volkswagen y corrió hasta su coche en zapatillas y una bata que a duras penas podía contener su expansiva gordura.
– Iba a la cabina para llamar a la policía -dijo ella jadeando y, antes de descender del coche, Roy notó su aliento de alcohólica y examinó su cara enrojecida y su cabello pelirrojo teñido.
– ¿Qué sucede, señora? -preguntó Gus.
– Mi marido está loco. Últimamente ha estado bebiendo y no trabajaba, no me mantenía ni a mí ni a los niños y me pegaba cuando le venía en gana y esta noche parece que está completamente loco y me ha dado un puntapié en el costado. El bastardo. Creo que me ha roto una costilla.
La mujer se estremeció dentro de la bata y se tocó las costillas.
– ¿Vive lejos de aquí? -preguntó Serge.
– Al fondo de la calle, en Coliseum -dijo la mujer -. ¿Qué les parecería si me acompañaran a casa y lo echaran?
– ¿Es su marido legal? -preguntó Serge.
– Sí, pero está loco.
– Muy bien, la acompañaremos a casa y hablaremos con él.
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