Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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Tras trasladar al hombre herido a un coche radio, los doce oficiales regresaron al cruce en el que se había desviado todo el tráfico de automóviles. Los oficiales y la muchedumbre se miraron mutuamente entre gritos y burlas y risas y sonidos de radios. Roy no supo quién disparó el primer tiro pero estallaron los tiroteos. Cayó replegado sobre el estómago y empezó a temblar y se acurrucó en la entrada de una casa de empeños con ambas manos sobre el estómago. Entonces pensó en la conveniencia de quitarse el casco blanco y de sostenerlo delante del estómago pero comprendió que sería absurdo. Vio tres o cuatro coches-radio más rugiendo en el caótico cruce mientras cundía el pánico entre la gente que se apartó de los confundidos policías que se gritaban órdenes contradictorias el uno al otro. Nadie sabía de dónde procedían los disparos.

Roy permaneció en aquella entrada protegiéndose el estómago al correr rumores de que los disparos procedían de francotiradores situados en todos los tejados y también de la muchedumbre y entonces varios policías empezaron a disparar hacia una casa de una calle residencial que se encontraba justo al Sur de la Manchester. Pronto la casa fue acribillada por los disparos de escopeta y revólver pero Roy no vio el resultado porque un frenético policía les hizo señales de que se trasladaran más al Norte y, tras correr unos cien metros, vio a un negro muerto que bloqueaba la acera, con una herida de disparo en el cuello, y a otro muerto en medio de la calle. "No puede ser verdad", pensó Roy. Estamos en plena luz del día. Estamos en América. Los Ángeles. Y después volvió a replegarse sobre el estómago porque vio que le arrojaban un ladrillo que fue a estrellarse contra la luna de un escaparate que tenía a su espalda. Unos treinta negros que hicieron su aparición procedentes de la calleja de la izquierda empezaron a lanzar vítores y un joven policía corrió hacia Roy mientras éste se estaba levantando. El joven policía dijo:

– El de la camisa roja es el que ha arrojado el ladrillo -y apuntó fríamente contra los negros que corrían y disparó el arma. La descarga abatió a dos hombres. El de la camisa roja se sostuvo la pierna gritando y otro que lucía una camisa marrón se levantó cojeando y se confundió entre un grupo de saqueadores que maldecían, desapareciendo entre ellos mientras se apartaban del joven policía armado de fusil. Después Roy escuchó dos pequeñas detonaciones y vio un menudo resplandor entre la turba en retirada al tiempo que se hacía añicos la ventanilla de un coche junto al que Roy se encontraba.

– Déjate ver, bastardo -le gritó el joven policía al invisible francotirador y después les volvió la espalda y se alejó lentamente -. Esto no parece real -le murmuró a Roy-, ¿verdad?

Después Roy vio algo extraordinario: un joven negro de poblada barba y con gorra negra y camiseta de seda, un joven de arrogante aspecto militar, se adelantó ante una multitud de unas cincuenta personas y Ies dijo que se fueran a casa y que los policías no eran sus enemigos y otras cosas igualmente provocadoras. Tuvo que ser alejado de allí en un coche bajo custodia cuando el grupo se le echó encima propinándole ciegamente puntapiés durante casi un minuto hasta que los policías consiguieron rechazarles.

Chillaron las sirenas y se acercaron dos ambulancias y un coche de la policía con seis policías dentro. Roy vio que entre ellos había un sargento. Era joven y casi nadie le hizo caso al intentar en vano establecer el orden por lo menos entre el escuadrón de la policía; se tardó casi una hora en trasladar a los muertos y los heridos al hospital y al depósito de cadáveres temporal. Los disturbios de Watts habían empezado en serio aquel viernes por la tarde.

El sargento le ordenó a Roy que arrestara a un hombre herido que llevaba camisa roja y le ordenó formar equipo con otros dos policías. Trasladaron al hombre a la sección de la prisión del Hospital del Condado en un coche-radio con un parabrisas y la ventanilla posterior completamente destruidos por las pedradas. La pintura de la puerta blanca había sido chamuscada por una bomba incendiaria y a Roy le alegró poder efectuar aquel largo trayecto hacia el hospital. Esperaba que sus nuevos compañeros no se mostraran excesivamente deseosos de regresar a las calles.

Ya había oscurecido cuando emprendieron de nuevo el regreso a la comisaría de la calle Setenta y Siete y, para entonces, Roy y sus compañeros, ya habían trabado mutuamente conocimiento. Cada uno de ellos había empezado la tarde con compañeros distintos hasta que se produjo el caos del cruce de Manchester con Broadway, pero qué más daba, dijeron, trabajar con uno o con otro. Concertaron el pacto de permanecer juntos y de protegerse mutuamente, de no separarse el uno del otro porque sólo disponían de un fusil, el de Roy, y no es que ello les tranquilizara, sobre todo en una noche como aquella, pero ya era algo por lo menos.

– Todavía no son las nueve -dijo Barkley, un policía de la División de Harbor con diez años de servicio y una cara como un tomate majado que, durante las dos horas que pasaron juntos, no cesó de murmurar una y otra vez que "era increíble, completamente increíble" hasta que le rogó que se callara, por favor, un tal Winslow, un policía de la División de Los Ángeles Oeste con quince años de servicio que era el conductor y que conducía con mucha lentitud y prudencia, pensó Roy. A Roy le agradó que el conductor fuera un veterano.

Roy se encontraba solo sentado en el asiento de atrás acunando el fusil y con una caja de cápsulas de fusil en el asiento de al lado. Todavía no había tenido ocasión de disparar pero decidió que dispararía contra cualquiera que les arrojara una piedra o una bomba incendiara y contra cualquiera que les disparara o apuntara con un arma o diera la sensación de que les estuviera apuntando con un arma. Se trataba de saqueadores que disparaban. Todo el mundo lo sabía. Después decidió, sin embargo, que no dispararía contra los saqueadores pero se alegró de que algunos de los otros lo estuvieran haciendo. Se había observado una apariencia de orden al iniciarse los primeros disparos. Sólo la fuerza mortífera era capaz de destruir aquello y se alegró de que fueran saqueadores que dispararan pero decidió que él no iba a disparar contra los saqueadores. Y procuraría no disparar contra nadie. Y no le dispararía a nadie en el estómago.

En uno de mis insólitos alardes de humanidad, "les volaré la cabeza", pensó. Pero "bajo ningún pretexto le dispararé a un hombre en el estómago".

– ¿Dónde quieres ir Fehler? -preguntó Winslow pasándose un puro de uno a otro extremo de su ancha boca-. Tú conoces mejor la zona.

– Parece que los mayores alborotos se están produciendo en la avenida Central y Broadway y en la Cien y la Tercera -dijo Barkley.

– Probemos la avenida Central -dijo Roy y a las nueve y diez, cuando sólo se encontraban a dos manzanas de distancia de la avenida Central, el departamento de incendios solicitó ayuda porque estaban siendo blanco de disparos a lo largo de todo un trecho de seis manzanas de la avenida Central.

Roy empezó a advertir el calor cuando todavía se encontraban a media manzana de distancia de la Central y Winslow aparcó lo más cerca que pudo del infierno. Roy sudaba profusamente y, cuando cubrieron la distancia de ciento cincuenta metros que le separaba de la primera auto-bomba asediada, todos estaban ya sudando y el aire de la noche le quemaba a Roy los pulmones y el pop-pop-pop de los disparos se escuchaba en todas direcciones. Roy empezó a experimentar un violento dolor de estómago, uno de aquellos que no se alivian con un movimiento de intestinos, y un fuego de rebote rozó la acera de hormigón. Los tres policías se ocultaron detrás de la autobomba y se agacharon al lado de un tiznado bombero con casco amarillo y ojos enormemente abiertos.

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