Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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Comprendió que iba a dormir mejor que en las últimas semanas a pesar de que había visto el principio del final de las cosas, porque ahora que habían saboreado la anarquía y que habían visto lo fácil que resultaba derrotar a la autoridad civil, habría más, y serían los revolucionarios blancos quienes se encargarían de ello. Era el principio y los anglosajones no eran ni lo suficientemente fuertes ni lo suficientemente realistas como para detenerlo. Dudaban de todo, especialmente de sí mismos. Tal vez habían perdido la capacidad de creer. Jamás podrían creer en el milagro de un pote de menudo.

Al mirar por el espejo retrovisor, ya se había perdido de vista la cola de los mexicanos con sus potes de menudo pero dentro de poco se sentirán en la gloria, pensó, porque el menudo Ies pondrá bien.

– No son buenos católicos -había dicho el padre McCarthy -pero son muy respetuosos y tienen tanta fe.

" Ándale, pues -pensó Serge-. A la cama."

20 La caza

– Menos mal que son tan estúpidos que no saben fabricar bombas con botellas de vino -dijo Silverson y Gus se estremeció al advertir que una piedra golpeaba la ya maltrecha capota e iba a estrellarse contra la ventanilla posterior ya astillada. Un fragmento de vidrio rozó al policía negro cuyo nombre había olvidado Gus o quizás hubiera enterrado entre las ruinas de su mente racional aniquilada por el terror.

– Dispara contra este hijo de perra que… -le gritó Silverson a Gus pero después aceleró la marcha alejándose de la turba antes de terminar la frase.

– Sí, estas botellas de Coca no van a romperse -dijo el policía negro-. Si la última se hubiera roto, en este momento estaríamos rodeados de gasolina en llamas.

Sólo hacía treinta minutos que habían salido, pensó Gus. Sabía que sólo hacía treinta porque ahora eran las ocho menos cinco y todavía no había oscurecido y eran las siete y veinticinco cuando habían salido del aparcamiento de la comisaría de la calle Setenta y Siete porque aparecía escrito en el cuaderno de notas. Podía verlo. Sólo hacía treinta minutos. ¿Cómo podrían sobrevivir a doce horas así? Les habían dicho que les relevarían al cabo de doce horas pero desde luego ya se habrían muerto.

– Viernes trece -murmuró Silverson aminorando la marcha ahora que habían conseguido salvar el desafío de la calle Ochenta y Seis donde una turba de unos cincuenta negros había aparecido como por ensalmo y un cóctel golpeó la portezuela sin hacer explosión. Ello sucedió tras haber arrojado alguien una piedra contra la ventanilla lateral. Ahora Gus contempló otra piedra que yacía sobre el suelo del coche junto a sus pies y pensó: sólo hace treinta minutos. Parece mentira.

– Menuda organización tenemos -dijo Silverson, girando al Este en dirección hacia Watts desde donde parecía que procedían todas las llamadas de la radio en aquel momento-. Jamás había trabajado en esta maldita división.

– Yo tampoco había trabajado aquí -dijo el policía negro -. ¿Y tú, Plebesly? ¿Te llamas Plebesly, verdad?

– No, no conozco las calles -dijo Gus sosteniendo fuertemente la escopeta contra el estómago y preguntándose si cedería la parálisis porque estaba seguro de que no podía salir del coche, pero entonces pensó que si estallaba dentro una bomba, el instinto le haría levantarse. Después se imaginó a sí mismo ardiendo.

– Se limitan a decirte que aquí está una caja de treinta y ocho y una escopeta y te dicen que cojas un coche y salgas. Es ridículo -dijo Silverson -. Ninguno de nosotros había trabajado aquí. Pero, hombre, si yo llevo trabajando doce años en Highland Park. Aquí no conozco nada.

– A algunos hombres Ies convocaron aquí anoche -dijo el policía negro de hablar suave -. Yo trabajo en Wilshire pero anoche no me convocaron aquí.

– Esta noche está aquí todo el maldito Departamento -dijo Silverson -. ¿Dónde demonios está la avenida Central? Había una llamada de ayuda de la avenida Central.

– No te preocupes -dijo el policía negro -. Habrá otra dentro de un minuto.

– ¡Mirad eso! -dijo Silverson y bajó con el coche-radio por la dirección prohibida de la calle San Pedro mientras aceleraba hacia un mercado del que un grupo de ocho o diez hombres estaba sacando sistemáticamente cajas de comestibles.

– Estos cerdos asquerosos -dijo el policía negro descendiendo inmediatamente y saliendo en persecución de los alborotadores que habían salido huyendo en cuanto Silverson había aparcado. Para asombro suyo, el cuerpo de Gus funcionó y el brazo abrió la portezuela y las piernas le llevaron, vacilantes, pero le llevaron, hacia la entrada del mercado. El policía negro había agarrado por la camisa a un hombre muy negro de elevada estatura y le abofeteaba con la mano enguantada, probablemente con guantes de castigo, porque el hombre retrocedió y cayó por el boquete abierto de la luna del escaparate, gritando al cortarse el brazo con los ángulos mellados de la misma y empezando a sangrar.

Los demás huyeron por las puertas laterales y posteriores y al cabo de pocos segundos se quedaron solos en el saqueado mercado los tres policías y el alborotador sangrante.

– Suéltame -le dijo el alborotador al policía negro -. Los dos somos negros. Eres como yo.

– Yo no me parezco en nada a ti, bastardo -dijo el policía negro revelando gran fortaleza al levantar al alborotador con una sola mano-. No tengo nada en común contigo.

Pasaron una hora tranquila al acompañar al alborotador a la comisaría y seguir los trámites de lo que tenía que parecer una detención pero que, en realidad, no precisaba más que del esqueleto de un informe de arresto sin hoja de detención siquiera. La hora pasó con excesiva rapidez para Gus que advirtió que el café caliente le producía mayores contracciones de estómago si cabe. Antes de que pudiera creerlo, se encontraron de nuevo en las calles y ahora ya había caído la noche. El fuego de las armas resonaba en la oscuridad. Les había engañado durante cinco años, pensó Gus. Casi se había engañado a sí mismo pero esta noche lo descubrirían y él también lo descubriría. Se preguntó si sería tal como siempre se había imaginado, él temblando como un conejo ante el ojo mortífero en el último momento. Así es como siempre había pensado que iba a suceder en el momento en que se produjera el gran temor, el temor que fuera, que irrevocablemente paralizaría su disciplinado cuerpo y provocaría el motín final del cuerpo contra el cerebro.

– Escuchad este disparo -dijo Silverson de regreso a Broadway bajo el cielo iluminado por docenas de incendios.

Tuvo que efectuar varias vueltas innecesarias porque los vehículos de los bomberos bloqueaban las calles.

– Qué barbaridad -dijo el policía negro que ahora ya sabía Gus que se llamaba Clancy.

Es la tendencia natural de las cosas hacia el caos, pensó Gus. Es una ley natural básica que Kilvinsky siempre mencionaba; y los mantenedores del orden podrían detener temporalmente su avance pero después habría oscuridad y caos, había dicho Kilvinsky.

– Mirad este cerdo -dijo Clancy iluminando con la linterna a un saqueador solitario que se había metido en el escaparate de una licorería para alcanzar una botella de litro de una bebida alcohólica clara que estaba allí milagrosamente entera entre todos los cristales rotos -. Tendríamos que practicarle a este bastardo una operación quirúrgica de acera. ¿Os parece que le gustaría una lobotomía a cargo del doctor Smith y del doctor Wesson?

Clancy era ahora el encargado de la escopeta y al detener Silverson el coche, Clancy disparó un tiro al aire detrás del hombre que no se volvió sino que siguió tratando de alcanzar la botella y, al conseguirlo, dirigió su rostro moreno y ceñudo hacia la luz de la linterna y se alejó lentamente de la tienda con su trofeo.

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