– Hijo de perra, estamos perdidos -dijo Silverson y se alejó de la solitaria figura que prosiguió su avance inexorable a través de la oscuridad.
Durante toda otra hora estuvieron haciendo lo mismo: acudiendo velozmente a los lugares de las llamadas y llegando únicamente a tiempo de perseguir a huidizas sombras a través de la oscuridad mientras las locutoras de Comunicaciones seguían soltando el fuego concentrado de llamadas de ayuda y auxilio y de llamadas de saqueos hasta que todas las llamadas se convirtieron en algo rutinario y ellos decidieron prudentemente que el principal objetivo de la misión sería el de protegerse el uno al otro y conseguir sobrevivir a aquella noche sin daño.
Pero a las once, mientras dispersaban a un grupo que se disponía a prender fuego a un gran comercio de alimentación de la avenida Santa Bárbara, Silverson dijo:
– Vamos a detener a un par de cerdos de esos. ¿Puedes correr, Plebesly?
– Puedo correr -dijo Gus con el ceño fruncido y supo, supo sin saber por qué, que podía correr. En realidad, tenía que correr y esta vez, cuando Silverson detuvo el vehículo que produjo un sonido chirriante junto al bordillo de la acera y las veloces sombras se desvanecieron entre sombras más oscuras, hubo otra sombra que las persiguió, más veloz que ellas. El último saqueador no se había alejado trescientos metros de la tienda cuando Gus le alcanzó y le golpeó la parte posterior de la cabeza con el canto de la mano. Le escuchó caer y restregarse por la acera y, por los gritos, comprendió que Silverson y Clancy le habían agarrado. Gus persiguió a la siguiente sombra y, al cabo de un minuto, se encontró bajando por la calle Cuarenta y Siete a través de la oscuridad residencial persiguiendo a una segunda sombra y a una tercera que corrían a una manzana de distancia. A pesar del Sam Browne y de la extrañeza del casco y de la porra golpeándole el metal del cinturón, no se sintió estorbado y corrió libre y velozmente. Corrió como corría en la academia, como seguía corriendo por lo menos dos veces por semana durante los ejercicios de entrenamiento y estaba haciendo lo que mejor sabía hacer. De repente comprendió que ninguno de los demás podría seguirle. Y aunque sintió miedo, supo que sabría soportarlo y su espíritu se encendió y el sudor le hizo hervir y el cálido viento alimentó el fuego mientras corría y corría.
Agarró a la segunda sombra junto a Avalon y vio que se trataba de un hombre corpulento con un cuello triangular que bajaba en pendiente desde la oreja al hombro pero fue fácil de esquivar al arremeter dos o tres veces contra Gus y después cayó jadeando sin necesidad de ser golpeado con la porra que Gus tenía preparada. Esposó al saqueador en el parachoques de un coche recién destruido abandonado junto al bordillo en el que el hombre se desplomó.
Gus levantó los ojos y vio que la tercera sombra no había recorrido otros novecientos metros sino que avanzaba penosamente por el boulevard Avalon volviendo a menudo la cabeza y de nuevo Gus echó a correr con soltura, dejando que el cuerpo corriera mientras la mente descansaba lo cual era la única manera de correr con eficacia. La sombra se iba agrandando progresivamente y Gus la alcanzó a la luz azulada de un farol Los ojos del saqueador parpadearon asombrados ante el policía que se acercaba. Gus estaba jadeando pero corría todavía con fuerza cuando el agotado hombre se volvió y tropezó con un montón de basura junto a un edificio en el que acababa de extinguirse un incendio y se levantó con una tabla de sesenta centímetros por metro y medio. La sostenía con ambas manos como un palo de baseball.
Debía tener quizás veinte años, metro ochenta y cinco y de aspecto violento. Gus tuvo miedo y a pesar de que el cerebro le decía que utilizara el revólver porque era lo único sensato que podía hacer, tomó la porra y rodeó al hombre que golpeó con la tabla contra el aire y Gus estuvo seguro de que le alcanzaría. Pero el hombre siguió sosteniendo la tabla de sesenta por metro y medio mientras Gus le rodeaba. Las gotas de sudor cayeron sobre el cemento de la acera y la camisa blanca aparecía ahora completamente transparente y pegada al cuerpo.
– Suéltela -dijo Gus -. No quiero golpearle.
El saqueador siguió retrocediendo y la pesada tabla de madera volvió a oscilar al tiempo que se distinguía más blanco de ojo que momentos antes.
– Suelte eso o le golpeo -dijo Gus -. Soy más fuerte que usted.
La tabla se deslizó de las manos del saqueador y cayó ruidosamente al suelo y el hombre se desplomó jadeando mientras Gus se preguntaba qué iba a hacer con él. Pensaba que ojalá hubiera tomado las esposas de Silverson pero todo había sucedido tan rápido. El cuerpo había iniciado la caza y había dejado el cerebro a sus espaldas pero ahora el cerebro había alcanzado al cuerpo y ya volverían a estar juntos.
Entonces vio a un blanco y negro bajar rugiendo por AvaIon. Bajó a la calzada y le hizo una señal y en pocos segundos se reunió, en la calle Santa Bárbara, con Silverson y Clancy que estaban asombrados de su hazaña. Acompañaron a los tres saqueadores a la comisaría donde Silverson le contó al carcelero cómo su "pequeño compañero" había atrapado a los tres saqueadores, pero Gus siguió comprobando que su estómago rechazaba el café y sólo aceptaba agua y al cabo de cuarenta y cinco minutos, de vuelta a la calle, estaba todavía temblando y sudando y se dijo que, ¿qué otra cosa podía esperar? ¿Que todo se desvaneciera como en una película de guerra? ¿Que el que ha tenido miedo toda la vida podría ahora dramáticamente no conocer el miedo? Terminó la noche tal como la había empezado, estremeciéndose en los momentos de pánico, pero había una diferencia: sabía que el cuerpo no le fallaría aunque el cerebro se resistiera y huyera con graciosos saltos de antílope hasta desvanecerse. El cuerpo se quedaría y funcionaría. Su destino era soportar y, sabiéndolo, jamás podría sufrir verdadero pánico. Y esto, pensó, sería un descubrimiento espléndido en la vida de un cobarde.
"¿Qué demonios sucede?", pensó Roy de pie en el centro del cruce de la Manchcster y Broadway mirando boquiabierto la multitud de unas doscientas personas que se encontraba en la esquina Nordeste y preguntándose si iban a poder forzar las puertas. El sol brillaba todavía y calentaba mucho. Entonces escuchó un estruendo y vio que el grupo de unos cien de la esquina Noroeste había conseguido romper los escaparates frontales de la tienda y estaban empezando a saquear. "¿Qué demonios sucede?", pensó Roy y le divirtió un poco contemplar las caras de los policías que se encontraban cerca y que parecían tan asombrados como él. Después rompieron los cristales de los escaparates de la esquina Suroeste y Roy pensó: "Dios mío, ¡se han reunido otros cien y yo ni siquiera me había dado cuenta!" De repente, sólo apareció despejada la esquina Suroeste del cruce y la mayoría de los policías se retiraron a esta zona de la calle exceptuando a un fornido policía que cargó contra un grupo de seis u ocho negros con los brazos cargados de prendas de vestir masculinas y que se dirigían hacia un Buick mal aparcado. El policía golpeó al primer hombre en la espalda con el extremo de la porra e hizo caer al segundo de rodillas golpeándole habilidosamente la pierna pero entonces recibió en pleno rostro un recipiente de leche de. cartón y empezó a ser atacado a puntapiés por un grupo de dieciocho hombres y mujeres. Roy se reunió con un grupo de seis policías que acudieron en su ayuda cruzando la Manchester. Consiguieron arrastrarle fuera pero recibieron una lluvia de piedras y botellas, una de las cuales fue a darle a Roy en el codo obligándole a lanzar un grito.
– ¿De dónde proceden las piedras? -preguntó un policía canoso que llevaba rota la camisa del uniforme -. ¿Cómo demonios encuentran tantas piedras en una calle de la ciudad?
Читать дальше