Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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Después Gus recordó que también tenía que enviarle un talón a su madre y a John, porque resultaba menos doloroso que acudir a visitarles y escucharles decir que no podían arreglárselas con los setenta y cinco al mes que les entregaba, incluso contando con el cheque de la beneficencia, porque todo está tan caro hoy en día y el pobre John no puede trabajar con el disco desplazado, lo cual Gus sabía que era una excusa para percibir la indemnización laboral y la ayuda de Gus. Se avergonzó del desagrado que experimentó al pensar en aquellos débiles y después pensó en Vickie. Se preguntó por qué su madre, su hermano y su mujer eran unos débiles que dependían completamente de él y la cólera le hizo sentirse mejor, le purificó como siempre. Vio a una rechoncha prostituta negra bajar por el boulevard Washington en dirección a Cloverdale. Se aproximó al bordillo cerca de ella y simuló la nerviosa sonrisa que siempre solía resultarle tan natural.

– Hola, nene -dijo la prostituta mirando hacia la ventanilla del coche mientras Gus ponía en práctica la comedia de mirar a su alrededor como temeroso de ver a la policía.

– Hola -dijo Gus -. ¿Quieres montar?

– No estoy aquí para dar paseos, nene -dijo la prostituta observándole de cerca-. Por lo menos no estoy aquí para montar en coche.

– Bueno, yo estoy dispuesto a lo que sea -dijo Gus cuidando de no usar ninguna de las palabras de engañar prohibidas, aunque Sal discutía a menudo con él al respecto diciéndole que resultaba evidentemente imposible engañar a una prostituta, y que del engaño sólo tenía que preocuparse más tarde, al redactar el informe, porque seguir las reglas del juego era una locura. Pero Gus contestaba que las reglas lo civilizaban todo un poco.

– Mira, oficial -le dijo la mujer de repente -, ¿por qué no te vas a la academia y juegas un bonito partido de balonmano?

– ¿Qué? -dijo Gus, débilmente, mientras ella le miraba a los ojos.

– Es una broma, nene -le dio ella finalmente -. Tenemos que tener cuidado con los policías de paisano.

– ¿Policías de paisano? ¿Dónde? -dijo Gus haciendo rugir el motor-. Será mejor que lo dejemos.

– No te pongas nervioso, cariño -dijo ella subiendo al coche y acercándose a él-. Te dedicaré una sesión a la francesa tan maravillosa que te alegrarás de haber bajado aquí esta noche y no te preocupes por los policías de paisano, los tengo a todos comprados. Nunca me molestan.

– ¿Hacia dónde vamos? -preguntó Gus.

– Bajando por La Brea. Al motel Notel. Tienen camas eléctricas que vibran y espejos en las paredes y el techo; tengo una habitación reservada y no te va a costar ningún dinero extra. Todo será para ti por quince dólares.

– Me parece bien -dijo Gus girando y saliendo rápidamente hacia el aparcamiento del cine al aire libre donde Bonelli esperaba y Sal sonrió entre sus poblados bigotes al ver a la prostituta.

– Hola, nena, ¿qué tal van los clientes? -dijo Bonelli abriéndole la portezuela.

– Los clientes iban bien, señor Bonelli, hasta que me tropecé con éste -dijo la chica mirando a Gus con incredulidad -. Hubiera jurado que era un cliente. ¿De veras es un policía?

Gus le mostró a la prostituta la placa y regresó al coche.

– Parece demasiado apacible para ser un policía -dijo la prostituta tristemente mientras Gus salía a probar suerte de nuevo antes del largo trayecto a la prisión de Lincoln Heights.

Gus pasó dos veces frente a la manzana, después describió un arco más amplio y decidió finalmente pasar por La Brea en dirección a Venice donde había visto prostitutas las últimas noches, pero entonces vio tres Cadillacs aparcados el uno al lado del otro en el aparcamiento del motel. Reconoció a una prostituta de píe junto al Cadillac color púrpura hablando con Eddie Parsons y Big Dog Hanley y otro alcahuete negro que no reconoció. Gus recordó la vez que habían detenido a Big Dog justo cuando acababa de llegar a la División de Wilshire el año pasado y todavía trabajaba de uniforme en la patrulla. Habían mandado pararse a Big Dog por realizar un cambio imprudente de zona de tráfico y, mientras Gus escribía la nota, su compañero Drew Watson, un agresivo y perspicaz policía descubrió la culata plateada de un revólver 22 sobresaliendo de debajo del asiento. Lo sacó y detuvo a Big Dog entregándole a los investigadores quienes, siendo Big Dog un alcahuete con un historial de cinco páginas, decidieron arrestarle por hurto, quitarle el coche y retener como prueba el dinero que llevaba encima. Cuando contaron el dinero que ascendía a ochocientos dólares y le dijeron a Big Dog que se lo iban a retener, éste rompió a llorar rogando a los investigadores que no le retuvieran el dinero porque ya se lo habían hecho una vez y le llevaba meses volver a ganarlo y, además, el dinero era suyo, "por favor no me lo retengan". Le sorprendió a Gus comprobar que siendo Big Dog el más insolente y arrogante de todos los rufianes, estuviera allí suplicando el dinero y llorando. Entonces Gus comprendió que sin el dinero y el Cadillac no era nada y Big Dog lo sabía y comprendía que los demás rufianes y prostitutas lo sabían y él iba a perderlo todo. Todo se lo quitarían los rufianes con billetes que son los que infunden respeto.

Entonces Gus vio a una prostituta blanca en la esquina de Venice y La Brea. Aceleró pero ella ya había alcanzado un Cadillac rojo y estaba sola a punto de acomodarse en el asiento del conductor cuando Gus aminoró y se detuvo a su lado. Sonrió con su sonrisa cuidadosamente ensayada que hasta entonces no le había fallado.

– ¿Me buscas a mí, cariño? -le preguntó la chica y de cerca no le pareció tan bonita a pesar de que los ajustados pantalones plateados y el jersey negro le sentaban bien. Gus pudo ver incluso a la escasa luz que el ondulado cabello rubio era una peluca y que el maquillaje resultaba vulgar.

– Creo que eres la que estaba buscando -dijo Gus sonriendo.

– Adelántate un poco y aparca delante de mí -dijo la chica-. Después vuelve aquí y hablaremos.

Cus se acercó al bordillo y apagó los faros, deslizó la Smith & Wesson enfundada debajo del asiento, salió y se acercó al Cadillac por el lado del conductor.

– ¿Buscas un poco de acción, cariño? -le preguntó la chica con una sonrisa que a Gus se le antojó tan ensayada como la suya propia.

– Claro -le contestó él con su propia versión de una sonrisa.

– ¿Cuánto estás dispuesto a gastar? -le dijo ella, mimosa, extendiendo un dedo de larga uña y recorriéndole el torso con el mismo en busca de un arma, mientras él sonreía satisfecho por haberla dejado en su coche.

Pareció que la chica se conformaba al no encontrar un arma ni ninguna otra prueba de que fuera un policía y debió considerar inútil perder más el tiempo.

– ¿Qué te parece acostarte conmigo por diez dólares? -dijo.

– No escatimas las palabras -le dijo Gus extrayendo la placa que llevaba en el bolsillo posterior del pantalón -. Estás bajo arresto.

– Maldita sea -gimió la chica -. Acabo de salir de la cárcel, hombre. Por favor -se lamentó.

– Vamos -dijo Gus abriendo la portezuela del Cadillac.

– Muy bien, déjame coger el bolso-de contestó ella pero en su lugar giró la llave y sujetó fuertemente el volante mientras el Cadillac se ponía en marcha y Gus, sin saber por qué, saltaba al costado del coche y en pocos segundos se sorprendía agarrado al respaldo del asiento sin apoyarse en nada mientras el poderoso vehículo avanzaba velozmente por Venice. Extendió desesperadamente una mano para alcanzar las llaves pero ella le estrelló su pequeño puño contra la cara y él se echó hacia atrás notando en la boca sabor de sangre de la nariz. Advirtió que el taquímetro marcaba noventa y cinco y después rápidamente ciento diez mientras la parte inferior de su cuerpo era lanzada hacia atrás por la acometida del viento y él seguía agarrado al asiento al tiempo que la prostituta lanzando imprecaciones desviaba el Cadillac a tres pistas de tráfico distintas en un intento de provocarle una caída mortal y, por primera vez en su vida, él fue exactamente consciente de lo que estaba haciendo y rezó a Dios para que el cuerpo no le fallara y pudiera seguir agarrado -nada más -; le bastaba con poder seguir agarrado.

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