Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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Roy fue a pedir whisky con soda pero se acordó de Ranatti y pidió una botella de cerveza. Hizo caso omiso del vaso, secó con la mano la boca de la botella y bebió directamente de la misma.

Roy vio varias mesas y reservados ocupados por lesbianas acariciándose unas a otras, besándose los hombros y los brazos. Las parejas de homosexuales varones llenaban buena parte del local y al disponerse una de ellas a bailar, una hombruna camarera les ordenó sentarse indicándoles el letrero de "No se baila". Había prostitutas de todas clases, algunas de las cuales eran claramente hombres disfrazados de mujer, sin embargo la negra que se encontraba a su lado era sin lugar a dudas una mujer, pensó él, al verla soltarse una de las tiras del hombro para que el calvo pudiera contemplar más a sus anchas los grandes globos morenos.

Roy vio a un grupo de chaquetas de cuero detrás de un enrejado que había atraído a un grupo de mirones y se abrió paso entre las personas que se agolpaban en los pasillos y que golpeaban contra las mesas con los vasos a los estridentes sones de un escandaloso jukebox. Al llegar al enrejado, miró y vio a dos jóvenes con largas patillas y cinturones de cadena, disputando un combate de fuerza de brazo sobre una tambaleante mesa con una vela encendida a cada lado para quemar el dorso de la mano del vencido. A la derecha de Roy, dos hombres contemplaban fascinados el espectáculo desde un reservado. Uno era rubio y parecía un universitario. El otro presentaba un aspecto no menos aseado y poseía espeso cabello negro. Parecían tan desplazados como Roy suponía que parecía él pero cuando el rizado vello de la mano de uno de los luchadores empezó a chamuscarse a la llama de la vela, el joven rubio le pellizcó el muslo a su acompañante que le correspondió con un jadeo de excitación y al quemar carne la vela, este último agarró la oreja de su amigo rubio y la retorció con violencia. Al parecer no lo observó nadie más que Roy mientras los mirones veneraban la llama chamuscadora de carne.

Roy regresó a la barra y pidió otra cerveza y una tercera. Ya era casi la una y media y empezaba a pensar que la información debía de haber sido falsa cuando de repente se desconectó el jukebox y el público guardó silencio.

– Cierren la puerta -gritó el barman, un velloso gigante que anunció al público -: Ahora empieza el espectáculo. Nadie podrá salir hasta que termine.

Roy observó a la camarera lesbiana encender el proyector cinematográfico que se encontraba colocado sobre una mesa junto al enrejado que dividía las dos partes de la sala. La pared blanca sería la pantalla de proyección y el público estalló en carcajadas al irrumpir en la pantalla un dibujo animado sin sonido del Pájaro Carpintero.

Roy estaba tratando de imaginarse el significado de todo aquello cuando el Pájaro Carpintero fue sustituido de repente por dos aceitosos hombres desnudos luchando sobre una pringosa estera de un ruinoso gimnasio. Los chaquetas de cuero del otro lado de la sala lanzaron vítores pero la escena cambió de pronto a dos mujeres desnudas, una joven y medianamente atractiva y la otra gorda y mayor. Se mordisqueaban, se besaban y acariciaban sobre una cama deshecha escuchándose susurros procedentes de las mesas de las lesbianas, pero la escena volvió a cambiar y esta vez apareció el patio posterior de una casa en el que una mujer en traje de baño fruncido copulaba oralmente con un hombre grueso vestido con shorts color kaki; la mayoría del público se rió sin lanzar vítores. Volvieron a aparecer los luchadores varones que provocaron más gruñidos y maullidos entre los chaquetas de cuero. Al producirse una avería y desenfocarse la imagen en el transcurso de una escena crucial del obsceno combate, a Roy le sorprendió ver al calvo, que previamente había mostrado interés por la prostituta negra, quitarse el zapato marrón y golpear frenéticamente la barra al tiempo que gritaba:

– ¡Arréglenlo! ¡Aprisa, arréglenlo, maldita sea!

Tras lo cual abandonó a la prostituta y se reunió con los chaquetas de cuero del otro lado.

Estaban todavía tratando de reparar la avería, cuando Roy se deslizó a lo largo de la barra en dirección al lavabo de hombres. Cruzó la puerta sin ser observado y se encontró en un corredor escasamente iluminado; vio un letrero que rezaba "Señoras" a la izquierda y otro que decía "Caballeros" a la derecha. Penetró en el lavabo de hombres, aspiró olor inconfundible a marihuana y encontró a un chaqueta de cuero saliendo del retrete junto a la ventana abierta.

Roy fingió lavarse las manos mientras el joven, con botas adornadas y chaqueta de cuero, se ajustaba la cadena que le rodeaba la cintura. Tenía una cabeza enorme con el cabello despeinado y unos enmarañados bigotes castaño claros.

Roy se demoró unos momentos con la toalla de papel pero no pudo acercarse a la ventana para hacer la señal.

Finalmente, el chaqueta de cuero le miró.

– En estos momentos no me interesa, rubito -le dijo con una mirada lasciva -. Búscame más tarde. Dame tu número de teléfono.

– Vete al diablo -le dijo Roy enfurecido olvidándose de la ventana por unos momentos.

– ¿Estás un poco enfadado? Eso me gusta -dijo el chaqueta de cuero apoyándose los puños a las caderas y dando la sensación de ser más vigoroso -. Puede que me intereses -le dijo sonriendo obscenamente.

– Quédate donde estás -le advirtió Roy al sádico que avanzaba soltándose la cadena de la cintura.

En aquel momento y por primera vez en su vida, Roy supo lo que era el miedo auténtico, el miedo desesperado que le debilitaba, le abrumaba, le arrollaba y le paralizaba. El pánico se apoderó de él y jamás comprendió claramente cómo o había hecho, pero supo más tarde que había propinado un puntapié a su asaltante justo en el momento en que la cadena se retorció y le pasó cerca del puño. El chaqueta de cuero lanzó un grito y cayó al suelo tocándose la ingle con una mano, con la otra, sin embargo, agarró la pierna de Roy y mientras éste trataba frenéticamente de librarse de la presa, la cara con bigotes se acercó a su pierna y él notó unos dientes; pudo librarse cuando los dientes se cerraron en su pantorrilla. Escuchó rumor de tela rasgada y vio un fragmento de tela de sus pantalones colgando de la boca del bigotudo, después le saltó por encima para alcanzar la zona del retrete y pensó que los demás chaquetas de cuero debían haber escuchado el grito. Arrojó una papelera metálica contra los cristales de la ventana y saltó por ésta yendo a caer a un camino de hormigón metro y medio más abajo y siendo alcanzado allí por la luz de la linterna de un policía uniformado.

– ¿Es usted el oficial de la secreta que estamos esperando? -le susurró.

– Sí, vámonos -dijo Roy corriendo hacia la fachada de La Cueva donde ya vio acercarse a una docena de uniformes azules. El coche de la secreta se detuvo zumbando frente al bar y Gant y Ranatti se apearon del mismo con "la llave" y la introdujeron en la puerta de dos hojas de La Cueva mientras Roy cruzaba la acera y se sentaba en el guardabarros del coche de la secreta sintiendo deseos de vomitar.

Roy se apartó pensando que se encontraba demasiado indispuesto para volver a penetrar en aquel nauseabundo lugar; observó finalmente cómo la puerta se soltaba de los goznes y acercarse una furgoneta. Ahora había por lo menos como quince trajes azules formando una V perfecta y Roy estaba jadeando y pensaba que ahora iba a vomitar mientras contemplaba la sólida cuña de cuerpos insertarse en la entrada de La Cueva. La línea azul desapareció muy pronto en el interior y se acercaron otros policías corriendo y abriéndose paso hacia el interior. Los borrachos fueron arrojados expertamente al interior de la furgoneta por parte de dos fornidos policías provistos de guantes negros. Los otros fueron empujados en distintas direcciones y Roy, sosteniéndose un pañuelo contra la boca les observó desparramarse por la calle, todos grises y morenos y sin rostro ahora que se habían apagado las luces de la entrada y que los colores chillones y la frivolidad se habían extinguido. Roy se preguntó cuándo dejarían de salir pero al cabo de cinco minutos aún seguían fluyendo hacia la calle, rumorosos y sudorosos. Roy pensó que podía aspirar el olor que despedían mientras los que no habían sido detenidos alcanzaban la acera y se alejaban rápidamente calle arriba y calle abajo. Pronto vio Roy a dos policías ayudar a salir al oso de la chaqueta de cuero comprimiéndose todavía la ingle. Roy estuvo a punto de decirles que le detuvieran pero observó que le metían en la furgoneta y guardó silencio mientras seguía observando la escena con desagradable fascinación hasta que la calle quedó tranquila y la catártica cuña azul de los policías se apartó de la entrada de La Cueva. La furgoneta se puso en marcha en el momento en que Ranatti, Simeone y Gant custodiaban al propietario y a dos camareras y cerraban con candado la puerta rota.

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