– Es demasiado viejo. Roy le susurró incrédulamente a Ranatti: -¡Es un hombre mayor! ¡Dios mío, es un hombre mayor! -Y qué creías -murmuró secamente Ranatti -, los afeminados también se hacen viejos.
El hombre mayor se marchó tras ser rechazado por segunda vez. Se detuvo junto a la puerta pero al final se marchó abatido.
– En realidad, no ha cometido ningún acto inmoral -le susurró Simeone a Roy-. Se ha limitado a permanecer de pie junto a él en el urinario. Ni siquiera se ha movido. No se le puede detener.
Roy pensó "al diablo con ello"; ya había visto bastante y decidió reunirse con Gant sobre la fresca y saludable hierba, al aire libre, cuando escuchó voces y pies arrastrándose y decidió ver quién entraba. Escuchó a un hombre decir algo en rápido español y a un niño contestar. Lo único que Roy entendió fue "sí, papá". Después Roy escuchó al hombre alejarse de la puerta y escuchó otras voces de niños hablando en español. Un niño de unos seis años entró en los retretes sin mirar al hombre alto, corrió hacia un inodoro, se volvió de espaldas a los observadores, se bajó los pantalones cortos hasta el suelo dejando al descubierto su moreno y regordete trasero y orinó en el inodoro al tiempo que canturreaba una canción infantil. Roy sonrió por unos momentos pero después recordó al hombre alto. Vio la mano del hombre alto moverse frenéticamente junto a la entrepierna y después vio al hombre salir del urinario y masturbarse mirando al niño, pero regresó inmediatamente al urinario al escuchar la aguda risa de un niño atravesar el silencio desde el exterior. El niño se subió los pantalones y salió corriendo de los retretes sin dejar de canturrear y Roy le escuchó gritar: "¡Carlos! ¡Carlos!" a otro niño que le contestó desde la distancia al otro lado del parque. El niño no había visto al hombre alto que ahora refunfuñaba en su sitio al tiempo que su mano se movía más frenéticamente que antes.
– ¿Lo ves? Nuestro trabajo vale la pena -dijo Simeone sonriendo maliciosamente-. Atrapemos a este bastardo.
Al trasponer los tres la puerta del cobertizo, Simeone silbó y Gant se acercó corriendo desde el bosquccillo de ondulantes olmos. Roy vio a un hombre y tres niños cruzar la extensión de oscuridad a través de la hierba portando bolsas de compra. Casi habían salido clel parque.
Simeone entró el primero en los retretes con la placa en la mano. El hombre miró a los cuatro oficiales secretos y quiso subirse desmañadamente la cremallera de los pantalones.
– ¿Le gustan los niños? -le dijo Simeone sonriendo -. Apuesto a que tiene usted también algunos mascadores cíe chicle. ¿Qué te apuestas, Rosso? -dijo volviéndose a Ranatti.
– ¿Qué es eso? -preguntó el hombre, pálido como la cera y temblándole la mandíbula.
– ¡Contésteme! -le ordenó Simeone -. ¿Tiene hijos? ¿Y mujer?
– Ya me iba -dijo el hombre dirigiéndose hacia Simeone que volvió a empujarle contra la pared del retrete.
– No es necesario -dijo Gant que observaba desde la puerta.
– No quiero hacerle daño -dijo Simeone -. Sólo quiero saber si tiene mujer e hijos. Casi siempre tienen. ¿Verdad, hombre?
– Sí, claro. ¿Pero por qué me detienen? Dios mío, yo no he hecho nada -dijo mientras Simeone le esposaba las manos a la espalda.
– Siempre hay que esposar a los afeminados -le dijo Simeone a Roy sonriendo -. Siempre. Sin ninguna excepción.
Mientras abandonaban el parque, Roy caminó al lado de Gant.
– ¿Qué te parece trabajar afeminados, muchacho? -preguntó Gant.
– No me gusta demasiado -contestó Roy.
– Mira allí -le dijo Gant señalándole el estanque donde un joven delgado con ajustados pantalones color café y una camisa de encaje anaranjada avanzaba junto al borde del agua.
– Así es como creía yo que eran todos los afeminados -dijo Roy.
El joven se paraba a cada nueve metros más o menos, se arrodillaba, se persignaba y rezaba en silencio. Roy contó seis genuflexiones antes de verle alcanzar la calle y desaparecer entre los peatones.
– Muchos de ellos son muy devotos. Éste trataba de resistir la tentación -dijo Gant encogiéndose de hombros y ofreciéndole a Roy un cigarrillo que éste aceptó -. Son los sujetos más promiscuos que puedas imaginarte. Están tan descontentos que siempre andan en busca de algo. Ahora ya comprendes por qué preferimos trabajar prostitutas, jugadores y bares. Y, recuerda, puedes pasarlas moradas trabajando afeminados. Por si fuera poco toda la comedia que hay que hacer, es el trabajo más peligroso que existe.
La mente de Roy retrocedió en el tiempo, a la universidad. Se acordó de alguien. ¡Claro!, pensó de repente, al recordar los modales amanerados del profesor Raymond. ¡Jamás se le había ocurrido! ¡El profesor Raymond era afeminado!
– ¿Podemos trabajar prostitutas mañana por la noche? -preguntó Roy.
– Claro, muchacho -dijo Gant riéndose.
Hacia la medianoche, Roy ya empezaba a cansarse de permanecer sentado en el despacho observando a Gant escribir mientras hablaba de base-ball con Phillips y el sargento Jacovitch. Ranatti y Simeone no habían regresado de acompañar al homosexual a la cárcel pero Roy escuchó a Jacovitch mencionar sus nombres en el transcurso de una conversación telefónica, maldecir al colgar y murmurarle algo a Gant mientras Roy examinaba informes secretos en la otra habitación.
Ranatti y Simeone llegaron precipitadamente pasada la medianoche.
– ¿Dispuestos a invadir La Cueva? -dijo Ranatti sonriendo.
– He recibido una llamada, Rosso -dijo Jacovitch pausadamente-. Una prostituta ha llamado preguntando por el sargento. Ha dicho que se llamaba Rosie Redfield y que vosotros le habéis arrancado la instalación eléctrica del coche y le habéis deshinchado los neumáticos.
– ¿Nosotros? -dijo Ranatti.
– Os ha nombrado a vosotros -dijo Jacovitch serenamente a los dos jóvenes que no parecían haberse sorprendido demasiado.
– Es la prostituta que se cree la dueña de la Sexta y Alvarado -dijo Simeone-. Ya te hablamos de ella, Jake. La detuvimos tres veces el mes pasado, se le consolidaron las tres causas y obtuvo libertad condicional inmediata. Hemos hecho todo lo posible para intentar lograr que actúe en otra zona. Pero si hasta hemos recibido dos demandas contra su presencia en esta esquina.
– ¿Sabíais dónde aparcaba el coche? -preguntó Jacovitch.
– Sí, lo sabemos -admitió Ranatti -. ¿Ha dicho que nos vio manipular el coche?
– No, de lo contrario, tendría que aceptar una demanda contra vosotros. ¿Lo comprendéis, verdad? Se llevaría a cabo una investigación. Ella sospecha que habéis sido vosotros.
– No estábamos jugando -dijo Simeone -. Hemos hecho todo lo posible para librarnos de esta perra. No es una simple prostituta, es una estafadora, una vividora y lo que quieras. Es una cochina perra que trabaja para Silver Shapiro y éste es un cochino alcahuete, un opresor y sabe Dios qué otras cosas.
– Ni siquiera voy a preguntaros si lo habéis hecho -dijo Jacovitch-, pero os advierto por última vez contra esta clase de procedimientos. Debéis manteneros estrictamente dentro de los límites señalados por la ley y las reglamentaciones del Departamento.
– ¿Sabes una cosa, Jake? -preguntó Ranatti dejándose caer pesadamente sobre una silla y colocando su píe con zapato de suela de goma sobre una mesa de máquina de escribir-. Si nos atuviéramos a eso, no detendríamos ni a un solo sinvergüenza a la semana. Las malditas calles no resultarían seguras ni siquiera para nosotros.
Faltaban cinco minutos para la una cuando Roy aparcó su coche particular en la esquina de la Cuarta con Broadway caminando a pie hacia la Mayor en dirección a La Cueva. Era una noche templada pero experimentó un estremecimiento al detenerse a esperar el semáforo verde. Sabía que el resto del equipo estaba preparado y que ya había tomado posiciones y sabía que no le acechaba ningún peligro, pero iba desarmado y se sentía terriblemente solo y vulnerable. Franqueó temerosamente la puerta ovalada de La Cueva y permaneció parado unos momentos acomodando los ojos a la oscuridad, golpeándose la cabeza contra una estalactita de yeso que colgaba junto a la segunda entrada. El espacioso interior aparecía abarrotado de gente y él se abrió camino hacia el bar empezando a sudar; encontró sitio libre entre un homosexual pelirrojo y de mirada lasciva y una prostituta negra que le miró y, al parecer, no debió encontrarle tan interesante como el hombre calvo que tenía a su izquierda y que restregaba nerviosamente el hombro contra su voluminoso pecho.
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