Donna Leon - Amigos en las altas esferas

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Cuando, recién casados, el comisario Brunetti y Paola encontraron piso, no se hicieron demasiadas preguntas: un apartamento con vistas sobre los tejados de Venecia era un estupendo hallazgo. Veinte años después, un inspector del catastro llama inesperadamente a su puerta para pedirles papeles y permisos que no tienen. Días más tarde, el funcionario llama a Brunetti a la comisaría completamente aterrorizado y con algo muy importante que revelarle. Nunca llegan a encontrarse porque un oportuno accidente va a costarle la vida al joven burócrata.
Así, con algo más que averiguar que la legalidad de su propio apartamento, comienza Brunetti una investigación que le arrastrará hasta desconocidas facetas de la ciudad de los canales -drogas, chantaje, corrupción y especulación- para demostrarle que en Venecia es indispensable tener amigos en las altas esferas.

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– Perdona, Luca. Ha sido un chiste malo.

– No tiene importancia, Guido. Créeme, el que tiene que tratar con el público tanto como yo, necesita toda la ayuda posible de la policía. Y a la policía también le viene bien mi ayuda.

Brunetti, pensando en los pequeños sobres que cambiaban de mano discretamente en las oficinas municipales, preguntó:

– ¿Qué clase de ayuda?

– Tengo guardas de seguridad en los aparcamientos de las discotecas.

– ¿Para qué? -preguntó Brunetti pensando en los atracadores y en la vulnerabilidad de los jóvenes que salían de las discotecas de madrugada con paso inseguro.

– Para quitarles las llaves del coche a los chicos.

– ¿Y nadie se queja?

– ¿Quién va a quejarse? ¿Los padres, porque impido a sus hijos agarrar el volante con una tajada o un colocón? ¿La policía, porque evito que se estrellen contra un árbol?

– No, claro. No se me había ocurrido.

– Así les ahorro que los saquen de la cama a las tres de la mañana para ver cómo se extraen cuerpos de entre un montón de chatarra. Créeme, la policía me ayuda de muy buen grado. -Calló y Brunetti oyó el crujido del fósforo con el que Luca encendía un cigarrillo-. ¿Qué quieres que haga? -preguntó después de una profunda calada-. ¿Que lo tape?

– ¿Podrías?

Aunque el gesto de encogerse de hombros no es sonoro, a Brunetti le pareció oírlo por el teléfono. Finalmente, Luca dijo:

– No te contestaré a eso hasta saber si tú lo quieres o no.

– Taparlo en el sentido de borrarlo, no. Pero me gustaría que no llegara a los periódicos, si es posible.

Luca tardó en contestar.

– Gasto mucho dinero en publicidad -dijo al fin.

– ¿Eso significa que sí?

Luca lanzó una carcajada que terminó en tos ronca. Cuando pudo hablar, dijo:

– A ti siempre te ha gustado remachar las cosas, Guido. No sé cómo Paola lo soporta.

– Tener las cosas claras me hace la vida más fácil.

– ¿Como policía?

– Como todo.

– De acuerdo. La respuesta es sí. Puedo evitar que llegue a los periódicos locales, y dudo que los grandes estén interesados.

– Es el vicequestore de Venecia -dijo Brunetti en un acceso de orgullo provinciano.

– Lo siento mucho, pero me parece que a los chicos de Roma eso les deja indiferentes -respondió Luca.

– Puede que tengas razón. -Antes de que Luca insistiera, Brunetti preguntó-: ¿Qué dicen del chico?

– Lo tienen bien agarrado. Sus huellas están en todos los sobres.

– ¿Se han presentado cargos?

– Todavía no. Por lo menos, que yo sepa.

– ¿A qué esperan?

– Quieren que les diga de dónde sacó la mercancía.

– ¿No lo saben?

– Claro que lo saben. Pero una cosa es saber y otra probar, como estoy seguro de que comprenderás perfectamente. -Esto, lo dijo no sin ironía. A veces, Brunetti pensaba que Italia era un país en el que todo el mundo lo sabía todo pero nadie estaba dispuesto a decir nada. En privado, todo el mundo comentaba con fruición y plena certidumbre las actividades secretas de los políticos, los jefes de la mafia y las estrellas de cine. Ahora bien, los ponías en una situación en la que sus observaciones pudieran tener consecuencias legales, e Italia se convertía en el reino de los mudos.

– ¿Tú sabes quién es? -preguntó Brunetti-. ¿Me darías el nombre?

– Mejor no. No serviría de nada. Habrá alguien por encima, y alguien más por encima de ese alguien. -Brunetti le oyó encender otro cigarrillo.

– ¿El chico hablará?

– No, si en algo valora su vida -dijo Luca, pero agregó inmediatamente-: No. Exagero. Si quiere ahorrarse una paliza.

– ¿Incluso en Jesolo? -preguntó Brunetti. Así que el crimen de las grandes ciudades había llegado a la tranquila ciudad adriática.

– Sobre todo, en Jesolo, Guido -dijo Luca, sin más explicaciones.

– Así pues, ¿qué le pasará? -preguntó Brunetti.

– A eso deberías de poder responder tú mejor que yo -dijo Luca-. Si es su primer delito, le echarán un rapapolvo y lo enviarán a su casa.

– Ya está en su casa.

– Lo sé. Hablaba en sentido figurado. Y el que su padre sea policía tampoco perjudica.

– Siempre que no se enteren los periódicos.

– Ya te he dicho que sobre eso puedes estar tranquilo.

– Así lo espero -dijo Brunetti.

Luca no quiso responder a eso y el silencio se prolongó hasta que Brunetti dijo:

– ¿Y tú qué cuentas? ¿Cómo estás, Luca?

Luca carraspeó. Fue un sonido húmedo, ingrato al oído.

– Lo mismo que siempre -dijo al fin, y volvió a toser.

– ¿Y Maria?

– Hecha una vaca -dijo Luca, con encono-. Lo único que le interesa es mi dinero. Tiene suerte de que la deje vivir en mi casa.

– Es la madre de tus hijos, Luca.

Brunetti notó cómo Luca reprimía una respuesta agria a este comentario sobre su vida privada.

– Prefiero no hablar de eso contigo, Guido.

– Está bien, Luca. Ya sabes que si lo he dicho es porque hace mucho tiempo que te conozco. -Y, al cabo de un momento, agregó-: Que os conozco a los dos.

– Ya lo sé, pero las cosas cambian. -Otro silencio, y Luca repitió, ahora en tono distante-: No hablemos de eso, Guido.

– De acuerdo -dijo Brunetti-. Siento haber tardado tanto en llamar.

Con la pronta condescendencia del viejo amigo, Luca dijo:

– Tampoco he llamado yo.

– No importa.

– No, desde luego -rió Luca, recuperando su antigua voz y su antigua tos.

Brunetti se aventuró entonces a pedir:

– Si te enteras de algo más, ¿me lo dirás?

– Descuida.

Antes de que su amigo colgara, Brunetti preguntó:

– ¿Sabes algo de los que se la vendieron y de dónde la sacaron?

Volvía a haber cautela en la voz de Luca:

– ¿A qué te refieres en particular?

– A si… -Brunetti no sabía cómo definir la actividad-. A si operan en Venecia.

– Ah -exclamó Luca-. Que yo sepa, ahí no tienen mucho mercado. La población es vieja, y para los jóvenes es fácil venir a proveerse al continente.

Brunetti comprendió que era puro egoísmo lo que hacía que él se alegrara de oír eso: cualquiera que tuviera dos hijos adolescentes, por seguro que pudiera estar de su carácter e inclinaciones, se sentiría aliviado de saber que no había mucho tráfico de droga en la ciudad en que vivían.

El instinto decía a Brunetti que ya nada más podría sacar a Luca. De todos modos, saber el nombre de los hombres que vendían la droga tampoco le hubiera servido de algo.

– Muchas gracias, Luca. Cuídate.

– Tú también, Guido.

Aquella noche, hablando con Paola después de que los chicos se fueran a la cama, le contó su conversación con Luca y el estallido de furor de su amigo a la mención del nombre de su esposa.

– Tú nunca lo apreciaste tanto como yo -dijo Brunetti, como si eso pudiera explicar o disculpar la actitud de Luca.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Paola, pero sin beligerancia.

Estaban sentados uno a cada extremo del sofá y habían dejado entre los dos sus lecturas respectivas cuando empezaron a hablar. Brunetti meditó un rato antes de responder.

– Supongo que es natural que tú simpatices más con Maria que con él.

– Pues mira, me parece que Luca tiene razón -dijo Paola volviendo hacia él primero la cara y después el cuerpo-. Maria es una vaca.

– Creí que te caía bien.

– Y me cae bien -reconoció Paola-. No obstante, Luca tiene razón al decir que es una vaca. Pero lo es por culpa de él. Cuando se casaron, Maria era dentista y él le pidió que dejara de trabajar. Luego nació Paolo, y Luca dijo que no hacía falta que volviera a abrir la consulta, que con los clubes él ganaba lo suficiente para mantenerlos a todos. Y ella se quedó en casa.

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