– ¿Había algo más en la cartera?
– Dinero y tarjetas. Lo traje aquí y lo puse en una bolsa de pruebas. Creo que en el informe hay una lista.
Brunetti volvió la hoja del informe y vio que se mencionaba la cartera.
Levantó la mirada y preguntó a Franchi:
– ¿Observó usted algo más en aquel lugar?
– ¿Qué había de observar, señor?
– Algo que le pareciera extraño o fuera de lugar.
– No, señor. Nada.
– Ya -dijo Brunetti-. Muchas gracias, agente Franchi. -Y agregó, antes de que alguien más pudiera hablar-: ¿Podría traerme esa cartera?
Franchi miró al teniente, que asintió.
– Sí, señor -dijo Franchi, que dio una rápida media vuelta y salió del despacho.
– Parece un joven capaz -dijo Brunetti.
– Sí -respondió el teniente-, es uno de mis mejores hombres. -Hizo un breve resumen del excelente rendimiento de Franchi durante el período de instrucción pero, antes de que pudiera terminar, el joven agente había vuelto con la bolsa de plástico. Dentro había una cartera de piel marrón.
Franchi se paró en la puerta, indeciso, sin saber a quién entregar la bolsa.
– Désela al comisario -dijo el teniente Turcati, y Franchi no pudo disimular la sorpresa al enterarse del rango del hombre que le había interrogado. Fue hacia Brunetti, le entregó la bolsa y saludó.
– Gracias, agente -dijo Brunetti tomando la bolsa de una punta. Sacó el pañuelo y envolvió en él la bolsa cuidadosamente. Luego se volvió hacia el teniente:
– Si lo desea, le firmaré un recibo.
El teniente le acercó una hoja de papel y Brunetti escribió la fecha, su nombre y una descripción de la cartera. Puso su firma al pie, devolvió la hoja a Turcati y abandonó el despacho con Vianello.
Cuando salieron a la calle, había empezado a llover.
La lluvia arreciaba mientras volvían a la lancha, felicitándose de que Bonsuan hubiera insistido en esperarlos. Cuando subieron a bordo, Brunetti miró el reloj y vio que eran mucho más de las cinco, lo que significaba que llegaría tarde a la cita con su superior. Salieron al Gran Canal. Bonsuan viró a la derecha y entró en la gran «S» que, por delante de la Basílica y el Campanile, los llevaría hacia el Ponte della Pietà y la questura.
En la cabina, Brunetti sacó la cartera envuelta en el pañuelo y la entregó a Vianello.
– En cuanto lleguemos, haga el favor de llevarla al laboratorio para que saquen las huellas. -Mientras Vianello se hacía cargo del envoltorio, Brunetti agregó-: Las de la bolsa de plástico serán de Franchi, y ésas pueden descartarlas. Y envíe a alguien al hospital para que tome las de Rossi.
– ¿Algo más, comisario?
– Después envíeme la cartera. Me gustaría echar un vistazo al contenido. Y diga que es urgente.
Vianello lo miró:
– ¿Y cuándo no lo es, comisario?
– Bien, puede decir a Bocchese que hay una persona muerta. Eso quizá le haga apresurarse.
– Bocchese es de los que dirían que en tal caso ya no es necesario correr -observó Vianello.
Brunetti optó por hacer caso omiso del comentario.
Vianello guardó el pañuelo en el bolsillo interior de la chaqueta del uniforme y preguntó:
– ¿Algo más, comisario?
– Que la signorina Elettra mire si en el archivo tenemos algo sobre Rossi. -No era probable, ya que no podía imaginar a Rossi involucrado en alguna actividad delictiva, pero la vida le había dado sorpresas mayores que ésa, por lo que no estaría de más asegurarse.
Vianello levantó los dedos de una mano.
– Perdón, comisario, si lo interrumpo, pero, ¿significa eso que vamos a tratar el caso como una investigación de asesinato?
Los dos sabían las dificultades que eso acarreaba. Hasta que se asignara magistrado, ninguno de ellos podía iniciar una investigación oficial, pero, para que un magistrado pudiera hacerse cargo y tratarlo como caso de asesinato, tenía que haber pruebas convincentes de que se había cometido un crimen. Brunetti dudaba de que su impresión de que Rossi sufría de vértigo pudiera considerarse prueba convincente de crimen y, menos, de asesinato.
– Tendré que convencer al vicequestore -dijo Brunetti.
– Sí, señor -suspiró Vianello.
– Parece usted escéptico.
Vianello levantó una ceja. Fue suficiente.
– Esto no va a gustarle, ¿verdad? -insinuó Brunetti. Nuevamente, Vianello declinó responder. Patta sólo permitía a la policía admitir que había delito cuando, por así decir, se lo metían por los ojos y no había forma de negarlo. No parecía probable que autorizara la investigación de algo que tenía todas las trazas de un accidente. Mientras fuera posible eludirlo, mientras no pudieran presentarse pruebas que convencieran hasta al más escéptico de que Rossi no se había matado al caerse, a los ojos de las autoridades, el caso seguiría siendo un accidente.
Brunetti tenía la facultad, o quizá el inconveniente, de poder ver cualquier situación desde dos ángulos distintos por lo menos, y comprendía lo absurdas que debían de parecer sus sospechas a quien no las compartiera. El sentido común aconsejaba abandonar todo aquello y aceptar lo evidente: Franco Rossi había muerto al caer accidentalmente de un andamio.
– Mañana por la mañana, vaya a buscar las llaves al hospital y eche una ojeada al apartamento.
– ¿Qué he de buscar?
– Ni idea -respondió Brunetti-. A ver si encuentra una libreta de direcciones, cartas, nombres de amigos o parientes.
Tan absorto estaba Brunetti en sus especulaciones que no se dio cuenta de que entraban en el canal, y sólo el ligero choque de la lancha contra el embarcadero de la questura le indicó que ya habían llegado.
Subieron juntos a cubierta. Brunetti, con un ademán, dio las gracias a Bonsuan, que estaba ocupado en tensar los amarres. Él y Vianello cruzaron bajo la lluvia hacia la puerta principal de la questura, que un agente de uniforme se adelantó a abrir. Antes de que Brunetti pudiera agradecerle el gesto, el joven dijo:
– El vicequestore quiere verlo, comisario.
– ¿Aún está aquí? -se sorprendió Brunetti.
– Sí, señor. Me ha pedido que se lo dijera en cuanto llegara.
– Muchas gracias. -Y le dijo a Vianello-: Vale más que vaya ahora.
Los dos hombres subieron juntos el primer tramo de escaleras, reacios ambos a especular sobre qué podía querer Patta. En el primer piso, Vianello se alejó por el pasillo que conducía a la escalera posterior y al laboratorio, donde Bocchese, el técnico, reinaba de modo indiscutible, sin premuras ni deferencias por el rango.
Brunetti se encaminó al despacho de Patta. La signorina Elettra estaba sentada a su mesa y levantó la mirada al entrar él. Lo llamó con un ademán al tiempo que descolgaba el teléfono y oprimía un botón. Al cabo de un momento, dijo:
– Está aquí el comisario Brunetti, dottore. -Escuchó a Patta, respondió-: Entendido, dottore. -Y colgó el auricular-. Debe de querer pedirle un favor, o hubiera estado toda la tarde pidiendo su cabeza a grito pelado. -Aún tuvo tiempo de decir antes de que se abriera la puerta y apareciera Patta.
Brunetti observó que el traje gris de su superior debía de ser de cachemir y la corbata, lo que en Italia pasaba por «club inglés». Aunque la primavera había sido fresca y lluviosa, la hermosa y tersa cara de Patta estaba bronceada. Llevaba unas gafas ovaladas de montura fina. Eran las quintas gafas que Brunetti le había conocido desde que estaba en la questura, y el diseño, como siempre, sería el que llevaría todo el mundo dentro de varios meses. Una vez en que Brunetti no llevaba encima sus gafas de leer y tomó las de Patta que estaban sobre la mesa para examinar una fotografía, descubrió que los cristales no eran graduados.
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