Donna Leon - Amigos en las altas esferas

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Cuando, recién casados, el comisario Brunetti y Paola encontraron piso, no se hicieron demasiadas preguntas: un apartamento con vistas sobre los tejados de Venecia era un estupendo hallazgo. Veinte años después, un inspector del catastro llama inesperadamente a su puerta para pedirles papeles y permisos que no tienen. Días más tarde, el funcionario llama a Brunetti a la comisaría completamente aterrorizado y con algo muy importante que revelarle. Nunca llegan a encontrarse porque un oportuno accidente va a costarle la vida al joven burócrata.
Así, con algo más que averiguar que la legalidad de su propio apartamento, comienza Brunetti una investigación que le arrastrará hasta desconocidas facetas de la ciudad de los canales -drogas, chantaje, corrupción y especulación- para demostrarle que en Venecia es indispensable tener amigos en las altas esferas.

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– Que dentro de la bolsa había cuarenta y siete sobrecitos, con una pastilla de éxtasis cada uno.

Brunetti trataba de calcular el peso y valor de la droga, para determinar la severidad con que un juez podía castigar su posesión. No parecía mucha cantidad y, si Roberto mantenía su declaración de que se la habían puesto en el bolsillo, el peligro no podía ser muy grave.

– Sus huellas estaban también en los sobrecitos -dejó caer Patta en el silencio-. En todos.

Brunetti reprimió el impulso de alargar la mano para ponerla en el brazo de Patta. Lo que hizo fue esperar unos momentos y decir:

– Lo siento, señor.

Todavía sin mirarlo, Patta asintió, dándose por enterado o, quizá, agradeciendo sus palabras.

Transcurrido un minuto completo, Brunetti preguntó:

– ¿Fue en el mismo Jesolo o, en las afueras, en el Lido?

Patta miró a Brunetti y agitó la cabeza como el boxeador que recibe un golpe no muy fuerte.

– ¿Cómo?

– ¿Dónde ocurrió, en Jesolo o en Jesolo Lido?

– En el Lido.

– ¿Y dónde estaba él cuando fue…? -Brunetti iba a decir «arrestado», pero rectificó en el último momento-: Detenido.

– Ya se lo he dicho -respondió Patta secamente, con una voz que denotaba lo cerca que estaba de perder los estribos-. Lido di Jesolo.

– Sí, señor, pero ¿en qué lugar? ¿Un bar? ¿Una discoteca?

Patta cerró los ojos, y Brunetti se preguntó cuánto tiempo habría pasado su superior pensando en todo esto, recordando hechos de la vida de su hijo.

– En un local llamado Luxor, una discoteca -dijo finalmente.

De la garganta de Brunetti escapó un «¡Ah!» muy leve, pero fue suficiente para hacer que Patta abriera los ojos.

– ¿Qué?

Brunetti rehuyó la respuesta.

– Un conocido solía ir.

Al esfumarse el atisbo de esperanza, Patta desvió su atención.

– ¿Ha llamado a un abogado, señor? -preguntó Brunetti.

– Sí, a Donatini.

Brunetti disimuló la sorpresa con un leve gesto de asentimiento, como si el abogado más solicitado para defender a los acusados de asociación con la mafia fuera la elección más natural que podía hacer Patta.

– Yo agradecería, comisario… -empezó a decir Patta y se detuvo, buscando la manera de articular lo que iba a decir.

– Lo pensaré detenidamente, señor -cortó Brunetti-. Y no diré nada a nadie, por supuesto. -Por más que despreciara muchas de las cosas que hacía Patta, no quería que su superior sufriera el bochorno de tener que pedirle discreción.

Patta respondió al tono terminante de la voz de Brunetti y se puso en pie apoyándose en los brazos del sillón. Fue con Brunetti hasta la puerta y la abrió. No le tendió la mano pero sí musitó un seco «gracias» antes de volver a entrar y cerrar la puerta.

Brunetti vio que la signorina Elettra estaba en su sitio, aunque las carpetas y demás papeles habían sido sustituidos por un cuaderno de un grosor sospechoso y unas páginas tan relucientes como las que pudiera tener el número de moda de primavera de Vogue.

– ¿El hijo? -preguntó ella levantando la mirada de la revista.

La respuesta escapó de los labios de Brunetti antes de que él pudiera hacer algo por evitarlo.

– ¿Le ha puesto micrófonos en el despacho? -La intención era hacer que sonara a broma, pero al oírse a sí mismo, ya no estuvo tan seguro.

– No. Esta mañana le ha llamado el chico, que parecía muy nervioso. Después le ha llamado la policía de Jesolo. Nada más colgar, me ha pedido que lo pusiera con Donatini.

Brunetti se preguntó si no debería pedir a la signorina Elettra que cambiara sus funciones de secretaria por las de agente del cuerpo, pero comprendió que, antes que ponerse el uniforme, ella preferiría morirse.

– ¿Usted lo conoce?

– ¿A quién, a Donatini o al chico?

– A uno y a otro. A los dos.

– Los conozco a ambos -dijo ella, y agregó con naturalidad-: Los dos son unos mierdas, aunque Donatini viste mejor.

– ¿Le ha dicho de qué se trata? -preguntó él señalando el despacho de Patta con un movimiento de la cabeza.

– No -respondió ella sin asomo de decepción-. Si fuera violación, habría salido en el periódico. De modo que debe de ser droga. Supongo que Donatini podrá librarlo.

– ¿Lo cree capaz de una violación?

– ¿A quién? ¿A Roberto?

– Sí.

Ella pensó un momento y dijo:

– No. No lo creo. Es arrogante y presumido, pero no malo del todo.

Algo impulsó a Brunetti a preguntar:

– ¿Y a Donatini?

– Ése es capaz de cualquier cosa -respondió ella sin vacilar.

– No sabía que lo conociera.

Ella miraba la revista y volvió una página, haciendo que el gesto pareciera casual.

– Sí. -Volvió otra página.

– Me ha pedido que lo ayude.

– ¿El vicequestore ? -preguntó ella levantando la cabeza con aire de sorpresa.

– Sí.

– ¿Y usted lo ayudará?

– Si puedo… -respondió Brunetti.

Ella lo miró largamente y después volvió a fijar la atención en la página que tenía delante.

– Me parece que el gris no tiene mucho futuro -dijo-. Estamos hartas de gris.

La signorina Elettra llevaba una blusa de crespón color albaricoque y chaqueta con cuello Mao de seda negra, al parecer, natural.

– Probablemente, tiene razón -dijo él, le deseó buenas tardes y subió a su despacho.

10

Brunetti tuvo que llamar a Información para conseguir el número de la discoteca Luxor. La persona que contestó al teléfono le dijo que el signor Bertocco no estaba y no quiso darle el número de su casa. Él no dijo que fuera de la policía sino que volvió a llamar a Información y consiguió el número particular de Luca sin dificultad.

– Estúpido antipático -rezongaba Brunetti mientras marcaba.

A la tercera señal, una voz grave y un poco áspera contestó:

– Bertocco.

Ciao, Luca, soy Guido Brunetti. ¿Cómo estás?

La voz perdió el tono formal y adquirió sincera cordialidad.

– Muy bien, Guido. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Cómo estás, y Paola, y los chicos?

– Todos bien.

– ¿Por fin te has decidido a aceptar mi oferta y venir a bailar hasta caer reventado?

Brunetti se rió de la broma, que tenía ya más de diez años.

– Lo siento, pero otra vez voy a tener que defraudarte. No sabes cómo me gustaría estar bailando hasta el amanecer entre una multitud que tiene la edad de mis hijos, pero Paola no me deja.

– ¿Es por el humo? -preguntó Luca-. ¿Cree que sería malo para tu salud?

– No. Me parece que es por la música, pero la razón es la misma.

Se hizo una breve pausa y Luca dijo:

– Probablemente, tiene razón. -Como Brunetti no decía nada, preguntó-: ¿Por qué llamas entonces? ¿Por ese chico al que arrestaron?

– Sí -contestó Brunetti sin tratar siquiera de mostrar sorpresa porque Luca ya estuviera enterado.

– Es hijo de tu jefe, ¿verdad?

– Tú lo sabes todo.

– Cuando diriges cinco discotecas, tres hoteles y seis bares tienes que saberlo todo, especialmente, de las personas que arrestan en alguno de esos sitios.

– ¿Qué sabes del chico?

– Sólo lo que me ha dicho la policía.

– ¿Qué policía? ¿La que lo arrestó o la que trabaja para ti?

El silencio que siguió a la pregunta indicó a Brunetti no sólo que había ido demasiado lejos sino también que, por muy amigos que fueran, Luca siempre vería en Brunetti al policía.

– No sé qué decir a eso, Guido -dijo Luca al fin. Su voz se quebró en el explosivo ladrido del gran fumador.

Cuando cesó la tos, Brunetti dijo:

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