Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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Salió a la playa y marcó el 112. El teléfono sonó quince veces antes de que una voz de hombre contestara. Brunetti, muy cansado para comentar la tardanza, dio su nombre y rango y explicó dónde estaba. Hizo una breve descripción de la situación y pidió el envío inmediato de una lancha o un helicóptero.

– Esto son los carabinieri, comisario -explicó el joven agente-. Quizá fuera preferible que hiciera la petición a su propio comandante.

El frío que había penetrado en los huesos de Brunetti se comunicó ahora a su voz:

– Agente, ahora son las 6.37. Si en su registro de llamadas no consta que ha pedido una lancha o un helicóptero antes de dos minutos, lo lamentará. -Mientras hablaba, ya hacía planes terribles para averiguar cómo se llamaba aquel individuo, conseguir que el padre de Paola usara su influencia para hacer que el mando lo expulsara, decir a los otros pilotos quién era el que se había negado a ayudar a Bonsuan…

Antes de que Brunetti agotara las posibilidades de represalias, el hombre dijo:

– Sí, señor -y colgó.

De memoria, Brunetti marcó el número de Vianello.

– Vianello -respondió el sargento a la tercera señal.

– Soy yo, Lorenzo.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Bonsuan ha muerto. Estoy en Ca'Roman, en el fuerte. -Esperó la respuesta de Vianello, pero el sargento callaba, expectante-. Tengo al que lo ha matado. -El hombre estaba a sus pies, con la cara roja, forcejeando con las ligaduras que lo mantenían en aquella postura dolorosa. Brunetti lo miró y el hombre abrió la boca, para protestar o suplicar.

Brunetti le dio un puntapié. No apuntó a ninguna parte, ni a la cabeza, ni a la cara. Sólo extendió la pierna derecha, que fue a darle en el hombro, junto al nacimiento del cuello. El hombre gimió y calló.

– He pedido una lancha o un helicóptero -dijo entonces a Vianello.

– ¿A quién lo ha pedido?

– Al 112.

– Son unos inútiles -sentenció el sargento-. Avisaré a Massimo y en media hora estaremos ahí. ¿Dónde está exactamente?

– Al lado del fuerte -dijo Brunetti, sin preocuparse de averiguar quién era Massimo ni qué haría su sargento.

– Ahora mismo vamos -dijo Vianello.

Brunetti se guardó el telefonino en el bolsillo, olvidando desconectarlo. Sin una mirada para el hombre que estaba en el suelo, se sentó en una piedra, con la espalda apoyada en la pared del fuerte, de cara al oeste y al calor del último sol de la tarde. Sacó las manos de las axilas y expuso las palmas al sol, como el que se calienta al fuego de la chimenea. Pensó en quitarse la chaqueta, pero le pareció demasiado esfuerzo, aunque comprendía que librarse de aquella especie de emplasto pesado y frío lo ayudaría a entrar en calor.

Se quedó esperando acontecimientos. Éstos no se producían. El hombre gemía y se revolcaba, pero Brunetti no lo miraba más que de vez en cuando, y sólo para cerciorarse de que tenía los tobillos y las muñecas bien atados. Hubo un momento en que pensó que, si golpeaba al hombre en la cabeza con uno de los pedruscos que había por allí, podría decir que el hombre lo había atacado después de matar a Bonsuan y que había muerto durante la lucha. Lo alarmó haber tenido semejante idea, y lo alarmó más aún descubrir que, si no la ponía en práctica era porque comprendía que las marcas de las ligaduras en las muñecas y los tobillos del hombre delatarían lo que había sucedido realmente.

Poco a poco, el sol se escondió en la planicie gris de la costa llevándose consigo el calor de la tarde. Por el norte, huía la luz y se borraba el perfil anárquico, erizado de baluartes y espiras, del horror de Marghera. Brunetti oyó zumbar una mosca y, al escuchar atentamente, descubrió que el zumbido, agrio y agudo, no era de una mosca sino de un motor que se acercaba a gran velocidad. ¿Una lancha de la questura ? ¿Vianello y el heroico Massimo? Brunetti no sabía cuál de sus posibles salvadores sería. También podía tratarse de un barco-taxi o de algún viajero que volvía a casa ahora que la tormenta había pasado. Pensó en el alivio que sentiría al ver a Vianello, el imperturbable Vianello, robusto como un oso, y entonces recordó que Vianello era el mejor amigo que tenía Bonsuan en el cuerpo.

Bonsuan tenía tres hijas: una médica, una arquitecta y una abogada, y todo, con un sueldo de piloto de la policía. Y Bonsuan siempre era el primero en invitar a una ronda de cafés o de copas. En la policía se decía que su mujer ayudaba a una bosnia, compañera de estudios de su hija pequeña, que aún tenía que aprobar dos exámenes para licenciarse. Brunetti no sabía si eso era verdad y probablemente ya nunca lo sabría. Tampoco importaba.

El zumbido se acercó, cesó y entonces oyó una voz de hombre que gritaba su nombre.

26

Brunetti se levantó y, por primera vez en su vida, oyó el disparo de aviso que le hacían desde el territorio de la vejez. Así pues, sería eso: la cadera dolorida, los músculos de los muslos que tardan en responder, el suelo que parece hundirse bajo tus pies y la sensación de que, sencillamente, todo empieza ya a pesarte demasiado. Echó a andar hacia la playa, en la dirección de la voz. Tropezó con una planta rastrera y dio un brinco cuando un pájaro aleteó casi debajo de sus pies, seguramente, para ahuyentar de su nido al intruso.

El ave protegía a sus crías. Todos los padres protegen a sus hijos, ¿quién protegería ahora a las hijas de Bonsuan, aunque ya no fueran niñas? Brunetti oyó un ruido que llegaba de la dirección opuesta y se volvió, esperando ver a Vianello, pero era la signorina Elettra. O, por lo menos, una mujer desastrada que se parecía a la signorina Elettra. Había perdido una manga de la chaqueta y por un desgarro del pantalón se le veía la pantorrilla. Tenía un pie descalzo y una herida en la planta. Pero lo más curioso era el pelo, que en el lado derecho de la cabeza tenía cortado casi a ras de la oreja, y le formaba mechoncitos hirsutos como los que asoman de las orejas de las crías de jaguar.

– ¿Está bien? -preguntó él.

Ella levantó una mano hacia Brunetti.

– Venga, por favor. Búsquelo.

Sin esperar respuesta, dio media vuelta y retrocedió por donde debía de haber venido. Él observó que cojeaba del pie izquierdo, el descalzo.

Signore -oyó gritar a Vianello a su espalda.

Brunetti se volvió y lo vio, vestido con pantalón vaquero y un grueso jersey. Colgado del brazo traía otro jersey. Detrás venía otro hombre, con un rifle de caza en una mano: seguramente, el Massimo que Vianello había dicho que lo traería tan pronto.

– Al lado del fuerte, en el suelo, hay un hombre. Vigílelo -gritó Brunetti al hombre del rifle, hizo una seña a Vianello y se fue tras la signorina Elettra.

La playa estaba sembrada de desechos de todas clases, los cientos de cosas que cada tormenta saca del fondo de la laguna y que quedan esparcidas, pudriéndose a la intemperie, hasta que la marea o la tormenta siguiente las devuelve al vertedero submarino. Trozos de salvavidas, infinidad de botellas de plástico, algunas, con el tapón bien roscado, grandes trozos de redes de pescar, zapatos, y cubiertos de plástico para un regimiento. Cada vez que Brunetti veía un trozo de madera, la astilla de un remo o de una rama, apartaba la mirada, y buscaba las botellas y los vasos de plástico.

Cuando llegaron a su lado, ella se había arrodillado en la arena, al borde del agua. Encallado en el bajío había un barco de pesca, con el costado izquierdo hundido, en medio de una negra mancha de fuel que iba expandiéndose.

Al oírlos acercarse, ella levantó la cabeza.

– No sé qué ha pasado, pero ha desaparecido.

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