Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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Carlo apartó a su tío y se puso de pie. Sintió un dolor agudo en el costado izquierdo, pero él no pensaba más que en seguir a Elettra. Al caminar, el dolor se acentuó, pero él, sin detenerse, empujó las puertas de la cabina. Fuera, encontró los estampidos del trueno y el bramido de la lluvia y el viento. A la luz de la cabina, vio a Elettra que se ponía de pie. Una ola rompió contra la popa y barrió la cubierta derribando a la mujer y arrastrándola hasta hacerla chocar con las piernas de Carlo. Él se inclinó para ayudarla, pero el dolor lo paralizó, y entonces tuvo miedo por sí mismo y, en consecuencia, también por ella.

Mientras la miraba, sin poder hacer nada, el tiempo se detuvo. Elettra se alzó sobre una rodilla y levantó la cara hacia él. Con la mano izquierda, trató de apartar el pelo que le caía sobre los ojos. Pero, empapado como estaba por la lluvia y el agua de mar, se había hecho una maraña y ella no pudo sino echarlo hacia un lado. Él recordó la vez que había estado contemplándola mientras dormía, con la cara medio cubierta por el pelo, como ahora… y entonces las puertas de la cabina chocaron contra su espalda y Vittorio salió hecho una furia.

Fue todo tan rápido que Carlo no hubiera podido detenerlo aunque no hubiera estado paralizado por el dolor del costado y el miedo a un mayor dolor que sabía que cualquier movimiento había de causar. Vittorio se lanzó sobre Elettra gritando, gritando palabras que nadie podía oír. La agarró del pelo con la mano izquierda arrastrándola hacia un lado sin dejar de gritarle. Su mano derecha se deslizó al interior de la chaqueta y salió empuñando el cuchillo de destripar. Echó el brazo hacia atrás y lo bajó apuntando a la cara o el cuello de la mujer.

Carlo actuó sin pensar. Sujetándose con una mano a la barandilla, levantó el pie, apuntando por puro instinto. La bota golpeó el antebrazo de su tío en el momento en que pasaba por delante de su cara, desviándolo hacia arriba. La hoja del cuchillo desgarró la manga y abrió el otro brazo de Vittorio hasta la muñeca después de sólo rozar la cabeza de Elettra. El viento se llevó el grito del hombre y el cuchillo, que salió despedido de su mano. En su otra mano, quedaron los cabellos de Elettra.

Vittorio abrió los dedos y los cabellos volaron. Sujetándose el brazo contra el estómago, se revolvió hacia su sobrino, como si fuera a golpearlo, pero lo que vio detrás de Carlo le hizo dar media vuelta y correr hacia la proa. Sin vacilar, saltó al agua protegiéndose el brazo como podía. La ola rompió sobre ellos lanzando a Carlo contra la cubierta y, de rebote, contra el costado del barco. Al retirarse, el agua lo arrastró hacia la popa, pero el cuerpo de Elettra le cerraba el paso, y quedaron entrelazados, en la puerta de la cabina, en trágica parodia de pasados abrazos.

Nuevamente, prevaleció el instinto, y Carlo trató de ponerse en pie, pero sólo lo consiguió cuando Elettra se arrodilló a su lado y lo ayudó. Sin hablar, porque el estruendo de la tormenta hacía inútil la voz, él la agarró del brazo y, agarrotado por el dolor, señaló a la proa. Empujándose y tirando el uno del otro, subieron a la punta de la proa. Él la lanzó al agua sin pensarlo ni un instante. A la luz de los faros, la vio hundirse y reaparecer a poca distancia. Entonces saltó y sintió cómo el agua se cerraba sobre su cabeza. Cuando salió a flote, gritó su nombre… y notó que unos dedos lo agarraban del pelo y tiraban de él, que estaba insensible, aturdido, desorientado. Sus brazos flotaban relajados, y entonces descubrió que las piernas no le obedecían, que no tenía fuerzas, que no podía hacer más que dejarse llevar por aquella mano. Sus pies chocaron con algo, y la sensación lo irritó. Él prefería la ingravidez, que le quitaba el dolor del costado; no quería tener que nadar, ni ponerse de pie, si flotar era tan fácil, e indoloro.

Pero la mano tiraba, y él no podía resistírsele. Cuando sus pies tocaron fondo un momento, el dolor lo tomó como la señal de que podía volver al ataque. Le punzaba, mordía, cortaba el costado, haciéndole doblar el cuerpo de tal manera que los pies salieron a flote y la cara se hundió. Y la mano, implacable, volvió a agarrarlo del pelo, arrastrándolo hacia un lado y hacia adelante, obligándolo a dejar la grata seguridad del agua profunda, el alivio de la ingravidez. Se dejó arrastrar un metro y luego otro hasta que, de pronto, no pudo seguir. Y entonces hizo lo que le pareció más sensato, y puso la mano derecha sobre los dedos que seguían tratando de arrastrarlo, les dio unas palmadas y, en su tono de voz más razonable, dijo:

– Gracias, pero ya basta.

Sus palabras se perdieron, ignoradas como el árbol en el bosque deshabitado, y entonces el bucle de una ola enorme lo envolvió.

25

Brunetti estaba tendido en la arena como una ballena varada, sin poder moverse. Había tragado mucha agua, y una tos violenta lo había dejado exhausto. Yacía bajo la lluvia mientras las olas le tanteaban pies y piernas, como instándolo a levantarse y entrar en el agua para bañarse como es debido. Invitación que era rehusada. De vez en cuando, y de forma puramente maquinal, Brunetti clavaba los dedos en la arena y se arrastraba unos centímetros playa arriba, para alejarse de aquellas olas juguetonas.

Mientras permanecía allí echado, el pánico que sentía fue disminuyendo hasta desaparecer. El aullido del viento no era menos fiero, ni el azote de la lluvia menos duro, pero la firmeza del suelo que sentía bajo el cuerpo, la solidez de la playa, el tacto de la arena, de la madre tierra, le infundían una sensación de amparo y sosiego. Empezó a coordinar ideas, y pensó que habría que llevar a la tintorería aquella chaqueta, que quizá ya no tuviera arreglo, y lo sentía, porque era la mejor que tenía. Se la había comprado hacía un año, cuando lo enviaron a Milán para declarar por fin en el juicio de un asesinato cometido hacía doce años. Se le ocurrió que ésos eran unos pensamientos extraños en sus circunstancias, y entonces se puso a reflexionar sobre el sano criterio que le hacía encontrar extraños tales pensamientos. Qué orgullosa estaría Paola, que siempre lo tildaba de simplista, cuando le contara cuan intrincadas habían sido sus reflexiones en aquella playa situada en algún lugar al sur de Pellestrina. También ella lamentaría lo de la chaqueta, seguro; solía decir que era la que mejor le sentaba.

Tendido boca abajo en la arena, Brunetti pensaba en su mujer y, al cabo de un tiempo, ese pensamiento lo animó a flexionar una rodilla, después la otra y, finalmente, a ponerse de pie. Miraba en derredor y no veía nada, ni sus oídos captaban más que el fragor del viento y la lluvia. Miró en la dirección de la que tenía que haber venido, buscando alguna señal de la lancha o del faro que aún estaba encendido cuando él saltó al agua, pero todo era oscuridad. Alzó la cabeza y vociferó en la tempestad:

– ¡Bonsuan! ¡Bonsuan! -Únicamente el viento respondió, y él gritó entonces-: ¡Danilo! ¡Danilo! -sin mejor resultado. Dio unos pasos, con los brazos extendidos, como un ciego, llamando al piloto. Al cabo de unos momentos, su mano izquierda tropezó con algo, una superficie plana que se levantaba ante él. Debía de ser la pared del viejo fuerte de Ca'Roman, que él sólo conocía como una marca y un nombre en un mapa.

Se acercó hasta tocar la pared con el pecho y extendió los brazos para explorar a uno y otro lado. Lentamente, fue hacia la izquierda, pegado a la pared, andando de lado para poder tantear con las dos manos.

Oyó ruido a su espalda y se detuvo, sorprendido, no tanto por el ruido como por haber podido oírlo. Trató de vaciar la mente y tendió el oído a la tormenta; al cabo de un rato, advirtió que el ruido disminuía. Entonces oyó claramente lo que debía de ser una ola que rompía, agua que retumbaba en arena dura. Mientras escuchaba, le pareció que el vendaval amainaba; pero, a medida que disminuía la intensidad del viento, él sentía más el frío, aunque quizá se debía a que estaba saliendo del entumecimiento del trauma. Se desató el chaleco salvavidas y lo dejó caer al suelo.

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