Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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Cuando dejó atrás el amparo de los edificios que bordeaban la carretera por la parte de la laguna, el viento lo embistió como si quisiera derribarlo. Había oscurecido de repente y, para ir hacia la lancha, Brunetti tuvo que guiarse por la luz débil de la hilera de farolas que recorrían el muelle. Gracias a que caminaba lentamente, no se cayó cuando su pie tropezó con el amarradero metálico al que estaba atada la lancha.

Asiéndose con las dos manos a la parte superior en forma de hongo del amarradero, se inclinó hacia la vaga silueta que supuso que era la lancha y llamó a Bonsuan. Al no recibir respuesta, extendió el brazo buscando el cabo, y cuando lo encontró lo notó flojo, ya que el viento empujaba la lancha contra el costado del muelle. Brunetti subió a bordo y, cegado por la lluvia que le lanzó a la cara una ráfaga de viento, cayó contra la puerta de la cabina de mando.

Bonsuan abrió, asomó la cabeza y tiró de Brunetti. Una vez dentro, Brunetti se dio cuenta de que el estruendo que producía la lluvia al caer en el asfalto y en el agua, ahogaba cualquier otro sonido, y tardó unos instantes en habituarse al relativo silencio de la cabina.

– ¿Puede moverse con esto? -gritó a Bonsuan alzando la voz más de lo necesario.

– ¿Cómo «moverme»? -preguntó el piloto, resistiéndose a comprender lo evidente.

– Hasta Ca'Roman.

– Qué disparate. No podemos salir con esto. -Como para darle la razón, la lluvia azotó con fuerza las ventanas de estribor de la cabina, ahogando voces y pensamientos-. Hay que esperar a que pase para regresar. -El viento arreciaba y Bonsuan tenía que gritar para hacerse oír.

– Yo no hablo de volver.

Bonsuan, temiendo no haber comprendido, preguntó:

– ¿Cómo?

– Elettra está con ellos. En el barco de Spadini. Alguien ha dicho que habían salido a pescar.

Las facciones de Bonsuan se crisparon de asombro o de miedo.

– Los he visto. Por lo menos, he visto un barco de pesca. Ha pasado hace unos veinte minutos. Iban dos hombres y alguien más que se había asomado a un costado y sacaba una cuerda del agua. ¿Cree que era ella?

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo. Era más fácil que hablar.

– Hay que estar loco para salir con este tiempo -dijo Bonsuan.

– Me han dicho que seguramente irán a Ca'Roman y tratarán de encallar.

– Otro disparate -gritó Bonsuan. Y luego-: ¿Quién se lo ha dicho?

– Un pescador.

– ¿De aquí?

– Sí.

Bonsuan cerró los ojos, como si estudiara el mapa de la península y la situación de los canales que la cruzaban. Más abajo, la lengua de tierra quedaba cortada por el Porto di Chioggia, de un kilómetro de ancho, pero lo bastante estrecho aún como para estar expuesto a violentas corrientes con el reflujo, sobre todo, si las empujaba un viento huracanado. Con ese temporal, sería un suicidio tratar de cruzarlo en una embarcación tan ligera como la lancha de la policía. Incluso un barco de pesca tan grande como el que había visto tendría dificultades. Pero antes del Porto estaba el cabo que albergaba un santuario de aves y las ruinas de un pequeño fuerte. De todos modos, quien tratara de encallar allí se exponía a que el oleaje lo arrastrara y lo lanzara a mar abierto por el canal.

Bonsuan abrió los ojos y miró a Brunetti.

– ¿Está seguro?

Ahora era el Bonsuan rudo e irascible el que preguntaba.

– ¿De qué? ¿De si ella va a bordo? No estoy seguro. En el bar un hombre ha dicho que estaba con ellos en el muelle.

– No puede ser otra persona -dijo Bonsuan casi como si hablara consigo mismo. Empujando a Brunetti hacia un lado, abrió la puerta de la cabina. Salió y se quedó un momento con los ojos cerrados y las manos extendidas con las palmas hacia arriba, como un indio que escuchara la voz de sus dioses. Sin abrir los ojos, volvió la cabeza hacia uno y otro lado, buscando algo que Brunetti no podía oír.

El piloto entró en la cabina y ordenó:

– Salga a buscar dos chalecos salvavidas. -Brunetti obedeció inmediatamente y a los pocos momentos había vuelto, no más mojado de lo que ya estaba. Observó cómo Bonsuan se ataba el chaleco y lo imitó.

– Muy bien -dijo Bonsuan-. El viento remitirá y después arreciará y será peor que antes. -Brunetti no se explicaba cómo podía saber eso Bonsuan, pero ni se le ocurrió ponerlo en duda. Con voz potente, Bonsuan prosiguió-: Iremos hasta allí. Si encallamos en el canal, quizá pueda dar marcha atrás, por lo menos, antes de que el viento arrecie. Cuando lleguemos a Ca'Roman, tendrá usted que buscarlos, a ellos o al barco, con el faro. Si han encallado, procuraré situarme a su lado.

– ¿Y si no están? -preguntó Brunetti.

– Veré si puedo dar la vuelta y regresar.

Recordando a Elio Magrini, Brunetti estuvo tentado de preguntar al piloto si no sería muy arriesgado, pero se contuvo y se limitó a pasarse las manos por la cara y el pelo para escurrir el agua que le entraba en los ojos.

Bonsuan puso en marcha el motor, encendió las luces y conectó el limpiaparabrisas, que no parecía surtir efecto, con aquella oscuridad que iba en aumento y aquella lluvia torrencial. Brunetti recordó a tiempo que tenía que salir a soltar el amarre, que enrolló alrededor de un candelero del costado de la lancha. Volvió a entrar en la cabina y se situó detrás de Bonsuan. Para hacer algo, limpiaba con la manga de su empapada chaqueta el vaho de los cristales de la cabina, que enseguida volvían a empañarse.

Bonsuan accionó otro interruptor y un chorro de aire lamió el cristal, eliminando la película de humedad. Lentamente, el piloto apartó la embarcación del muelle. La lancha dio un bandazo hacia la izquierda, como si una mano gigante la hubiera golpeado, y Brunetti se vio lanzado contra la pared de la cabina. Bonsuan apretó el timón haciendo oscilar el peso del cuerpo hacia la derecha, para contrarrestar la fuerza del viento.

Una sucia espuma gris bañó el cristal. La puerta de la cabina se abrió y volvió a cerrarse bruscamente. El viento los empujaba hacia la izquierda. Bonsuan movió otro interruptor y el potente foco de proa hizo un débil intento por taladrar la caótica oscuridad que se cerraba ante ellos. Si en algún momento la luz abría un hueco y podían ver hasta una distancia de varios metros, otra cortina de espuma les tapaba la vista.

Una hoja de la puerta de la cabina se abrió y golpeó a Brunetti en la espalda, pero el chaleco salvavidas amortiguó el impacto y apenas lo notó. Tampoco sentía la temperatura, que seguía bajando mientras la bora rugía sobre ellos. La lancha volvió a dar un salto hacia la izquierda, y Bonsuan volvió a llevarla hacia lo que debía de ser el centro del canal. A su espalda, en la cubierta de popa, sonó un fuerte golpe, y un objeto rompió el cristal de la ventana de estribor y pasó rozando la mano de Brunetti antes de caer a sus pies.

Éste tuvo que acercar la boca al oído de Bonsuan para hacerse oír al preguntar:

– ¿Qué ha sido eso?

– No lo sé. Algo que estaría en el agua.

Brunetti miró el objeto, que no era sino un trozo de madera podrida, del tamaño de una botella. Lo apartó de un puntapié impaciente, pero una ráfaga de viento se lo devolvió inmediatamente. Por el cristal roto entraba la lluvia a raudales, mojando a Bonsuan y haciendo bajar aún más la temperatura de la cabina.

Oh Dio, oh Dio -Brunetti oyó murmurar a Bonsuan, El piloto hizo girar rápidamente el timón, primero, hacia la izquierda y, después, hacia la derecha, pero no sin que los dos sintieran un golpe sordo en el costado de babor.

Brunetti se quedó inmóvil, atento a si la lancha empezaba a zozobrar. Comprendiendo que Bonsuan no lo sabría mejor que él, se abstuvo de incordiar con la pregunta. Hubo otros dos golpes más leves, pero la lancha siguió avanzando, pese a que el viento parecía aún más fuerte y seguía atacando por la derecha.

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