Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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Hacía diez años, el padre de la chica, Aurelio Costantini, había sido dado de baja discretamente del servicio en la Guardia di Finanza, después de haber sido absuelto de los cargos de asociación con la Mafia. Los cargos estaban fundados, pero las pruebas resultaron insuficientes, por lo que se dio el retiro al general, con toda la pensión, en recompensa por sus muchos años de servicio diligente, a dos bandos.

Brunetti lo llamó a su casa y le expuso la situación. Con prudencia y sencillez, señaló que el asunto no tenía nada que ver con la Mafia. El general, recordando quizá que su hija optaba a un puesto docente en Ca'Foscari, no hubiera podido mostrarse más deseoso de ayudar, y dijo a Brunetti que lo llamaría antes del almuerzo.

Hombre de palabra, el general llamó bastante antes de mediodía. Dijo que iba a ver a un amigo que aún trabajaba en la Finanza y que, si Brunetti quería reunirse con él dentro de una hora para tomar una copa, le daría una copia del dossier completo de Targhetta.

Brunetti marcó el número de su casa y, congratulándose de poder hablar al contestador, dejó el mensaje de que no iría a almorzar pero que por la tarde volvería a la hora de siempre. El general era un hombre distinguido, con el pelo blanco y el porte erguido de un oficial de caballería, que se comía las erres al hablar, con ese acento común a las clases altas y a los que aspiran a entrar en ellas. El general tomó un prosecco, mientras Brunetti, al ver el tamaño de la carpeta que el general puso en el mostrador entre los dos, consumió rápidamente dos emparedados a modo de almuerzo. Al igual que venían haciendo el resto de los venecianos durante los tres últimos meses, los dos hombres hablaron del tiempo e hicieron votos por una pronta llegada de la lluvia que limpiara los establos de Augias en que se habían convertido las calles más estrechas.

Mientras volvía a la questura, Brunetti pensaba en lo incoherente de su actitud respecto a los dos hombres que le habían proporcionado las pruebas que ahora llevaba debajo del brazo. Galardi no había hecho nada más que lo que suelen hacer los borrachos, y Brunetti no quería ni dirigirle la palabra, mientras que el general Costantini era un individuo venal que había vendido secretos de Estado a la Mafia, y Brunetti se dejaba ver con él en público, le sonreía, le pedía favores y ni se le ocurría interrogarle acerca de la relación que aún pudiera tener con la Guardia di Finanza.

Cuando llegó a su despacho y abrió la carpeta, esos jesuíticos pensamientos se borraron de su mente, que se centró en el examen del expediente personal de Carlo Targhetta. A los treinta y dos años, Targhetta llevaba diez de servicio en la Finanza cuando «renunció voluntariamente», según se leía en el dossier. Veneciano de nacimiento, prestó servicio en Catania, Bari y Génova antes de ser destinado a Venecia hacía tres años, uno antes de su renuncia. El expediente contenía los elogios de todos sus superiores, por su «sentido del deber» y «firme lealtad».

Por lo que Brunetti pudo deducir de los eufemismos del dossier, en el momento de su dimisión, Targhetta estaba encargado de recibir las llamadas anónimas que denunciaban casos de evasión de impuestos y, a raíz de una de esas llamadas, había incurrido en un error que la Finanza calificaba de falta, en tanto que Targhetta insistía en que había sido simple omisión. La Guardia di Finanza ofreció a Targhetta la oportunidad de renunciar, a cambio de dejar en suspenso el fallo, ofrecimiento que él aceptó, y fue dado de baja, aunque sin derecho a pensión.

Se incluía una cinta de audio, marcada con la fecha que, supuso Brunetti, era la del día en que se produjo la llamada que dio lugar a los hechos. Grapados a la carpeta por la parte interior había varios papeles fechados el mismo día. Brunetti bajó con la cinta a una de las cabinas en las que se grababan los interrogatorios. Introdujo la cinta, pulsó « Play » y abrió la carpeta.

La primera llamada, transcrita en la primera página, era larga. Una mujer decía que quería denunciar a su marido, carnicero, por no declarar todos sus ingresos. Su acento era puro Giudecca, y su manera de hablar del marido sugería décadas de resentimiento. Cualquier duda que pudiera haber acerca de sus motivos se desvaneció cuando la mujer perdió los estribos y se puso a gritar que así aprenderían él y « quella puttana di Lucia Mazotti » . Algunas de sus más floridas expresiones habían sido sustituidas en la transcripción por una discreta línea de asteriscos.

Las dos llamadas siguientes eran de ancianas que decían que el vendedor de periódicos no les había dado ricevute fiscali, a lo que Targhetta, con gran paciencia, y así tuvo que reconocerlo Brunetti, respondió que los vendedores de periódicos no estaban obligados a facilitar recibo. Targhetta no omitió dar a ambas mujeres las gracias por cumplir con su deber cívico, aunque en su voz había una nota de hastío, o eso pareció a Brunetti.

– Guardia di Finanza -oyó decir Brunetti a la voz, ya familiar, de Targhetta.

– ¿Es ése el número al que hay que llamar? -preguntó una voz de hombre en cerrado veneciano.

Brunetti había observado, en las llamadas anteriores, que Targhetta siempre contestaba en italiano y, si el comunicante hablaba en veneciano, utilizaba el dialecto, para hacerles sentirse más cómodos. Así lo hizo ahora al preguntar:

– ¿Cuál es el motivo de su llamada?

– Una persona que no paga impuestos.

– Sí, señor; es este número.

– Bien. Pues tome nota de su nombre.

– Dígame -instó Targhetta, esperando la respuesta.

– Spadini, Vittorio Spadini, de Burano.

Hubo una pausa más larga, y Targhetta dijo, ahora sin asomo de acento veneciano, en un tono mucho más oficial:

– ¿Podría darme más detalles?

– Ese hijo de puta de Spadini pesca millones cada día-dijo el hombre con voz tensa de encono o furor-. Y no paga ni una lira de impuestos. Todo, negro. Todo lo que gana es negro, no lo declara.

En las otras llamadas, Targhetta pedía más información acerca de la persona denunciada: dónde vivía, qué clase de empresa tenía. Pero esta vez preguntó:

– ¿Me da su nombre, por favor?

Algo que no había hecho nunca.

– Oiga, ¿ésta no es una línea anónima? -preguntó el hombre, receloso.

– En general, sí, señor, pero en un caso como éste… Ha dicho usted millones, ¿no? Preferimos saber quién hace la denuncia.

– Pues mi nombre no pienso dárselo -dijo el hombre ásperamente-. Pero tomen buena nota del nombre de ese sinvergüenza. No tienen más que ir a la lonja de pescado de Chioggia a la hora en que él descarga, verán lo que trae y verán quién lo compra.

– Lo siento, pero no podemos hacer eso, a menos que nos dé usted su nombre.

– ¿Y a usted qué le importa mi nombre, gilipollas? Es Spadini al que tienen que perseguir. -Con estas palabras, el hombre colgó bruscamente.

Hubo un corto silencio y Brunetti oyó decir a Targhetta:

– Guardia di Finanza.

Brunetti paró el magnetófono y miró la transcripción. Allí, pulcramente mecanografiadas en forma de diálogo de teatro, estaban todas las llamadas. Los nombres asignados a los personajes eran: finanziere Targhetta y Cittadino.

Brunetti pasó las hojas que quedaban y vio que había otras tres llamadas. Volvió a conectar el magnetófono y las escuchó todas, hasta el final de la transcripción y de la cinta.

El comisario volvió a leer la última hoja y le dio la vuelta, esperando encontrar la cara interior de la carpeta en blanco. Pero encontró varios impresos, sujetos con un clip. En cada uno había, en la parte superior, casillas para la fecha, hora, nombre del denunciado y, al pie, para la contraseña del funcionario que había recibido la llamada. Las contó: había seis. Leyó los nombres del carnicero, los dos vendedores de periódicos y los de los acusados en las tres últimas llamadas, pero no figuraba la nota correspondiente a la llamada relacionada con Spadini. Siete llamadas en la cinta y siete llamadas en la transcripción, pero sólo seis llamadas en los formularios, cada uno de ellos, con las iniciales «CT» estampadas al pie.

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