Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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El tema de su discusión con Paola no estaba en su sitio cuando él llegó, y el comisario siguió hasta su propio despacho donde, rápidamente, repasó la prensa del día. Los periódicos nacionales, comprensiblemente, no se ocupaban de los Bottin, pero Il Gazzettino les dedicaba la mitad de la primera plana de la segunda sección. Con el estilo melodramático que el periódico local reservaba para los actos de violencia, el artículo empezaba con la pregunta de si los Bottin habrían tenido algún presentimiento y si, cuando se despertaron la mañana anterior, sospecharon que aquél sería el último día de su vida, preguntas que se habían convertido en la fórmula con la que el diario iniciaba todas y cada una de sus informaciones de cualquier muerte violenta, por lo que Brunetti murmuró entre dientes:

– Probablemente, no.

La crónica relataba los hechos que Brunetti ya conocía: el padre había muerto de un golpe en la cabeza y el hijo, de una herida de arma blanca. Los dos estaban muertos cuando el barco fue incendiado y hundido. El relato periodístico no le revelaba nada nuevo, aunque contenía dos pequeñas fotos de las víctimas. Bottin tenía las facciones rudas y curtidas del hombre que ha pasado mucho tiempo a la intemperie, y la expresión taciturna y hostil que suele verse en las fotos de documentos oficiales. Marco, por el contrario, mostraba una sonrisa que le marcaba dos hoyuelos junto a las comisuras de los labios. Si el padre era moreno, de cuello corto y ancho, Marco parecía hecho de un material más fino y ligero. Probablemente, sus facciones se hubieran endurecido al cabo de dos décadas de trabajo en el mar, pero había una elegancia natural en el gesto de la cabeza que despertó la curiosidad de Brunetti por la madre y por las circunstancias que habían hecho que Marco corriera la misma trágica suerte que su padre.

8

La signorina Elettra no entró en el despacho hasta más de dos horas después. Al verla, Brunetti no pudo resistir el impulso de acercarse a ella, y se levantó, pero el decoro lo retuvo en su sitio.

– Buenos días -la saludó con naturalidad, confiando en que el tono de voz volviera a situarlos en los términos de su relación habitual, la de antes de que a ella se le ocurriera la idea… no, tenía que ser justo, antes de que él le sugiriera la idea de ir a Pellestrina.

– Buenos días, comisario -dijo ella con total normalidad. Él vio que traía papeles en la mano.

– ¿Los Bottin? -preguntó.

Ella levantó las hojas.

– Sí, señor. Pero muy poca cosa -dijo en tono de disculpa-. Aún estoy trabajando en los otros.

– Vamos a ver -dijo él, procurando mantener una voz neutra, y sentándose.

Ella dejó los papeles en la mesa, dio media vuelta y fue hacia la puerta. Brunetti la vio salir. El jersey azul celeste con finas listas verticales acentuaba la esbeltez del talle. Él recordó entonces que, hacía un par de años, cuando le preguntó por sus expectativas para el nuevo milenio, ella le respondió que sus expectativas eran ver cómo le sentaba el azul celeste, color cuyo predominio se anunciaba para la nueva década. Presionada, reconoció que había un par de pequeñas cosas que le gustarían, pero que no valía la pena hablar de ellas porque eran insignificantes, y ahí terminó la conversación. Bien, el azul celeste le sentaba de maravilla, y Brunetti deseó que también las otras pequeñas cosas le hubieran sido otorgadas.

Los Bottin, a juzgar por aquellos datos, eran personas corrientes, copropietarios de la casa de Pellestrina y del Squallus, aunque con cuentas bancarias individuales. Los dos tenían coche, y Marco era, además, único propietario de una casa en Murano, heredada de su madre.

Pero, fuera del terreno puramente económico, Giulio tenía sus particularidades: los carabinieri del Lido lo conocían, porque había sido objeto de varias denuncias, tres de ellas, a consecuencia de riñas de bar y una, de un incidente ocurrido entre dos barcos en la laguna, aunque el otro barco no era el de Scarpa. De todos modos, por lo que a sus relaciones con la policía se refería, Bottin había tenido suerte, porque nunca llegó a ser acusado formalmente, ya fuera por falta de pruebas, ya por resistencia de los testigos a declarar. Marco nunca había sido denunciado a la policía.

Brunetti buscó el informe de lo ocurrido entre los barcos en la laguna, pero no se daban detalles. Descolgó el teléfono, con la intención de llamar a la signorina Elettra para preguntarle quién podría facilitarle la información, pero desistió, con la esperanza de que, si no volvía a hablarle del asunto, quizá ella se olvidara de sus planes.

El número que marcó era el de la oficina de los agentes, para pedir que subiera Bonsuan.

A los pocos minutos, el piloto llamaba a la puerta, entraba y, sin un saludo ni otra muestra de deferencia, se sentaba en el sillón que Brunetti le señalaba. Bonsuan mantenía los pies bien asentados en el suelo y asía con las manos los brazos del sillón, como si, después de tantas horas de navegación, esperase sentir de un momento a otro el flujo de la corriente o de la marea.

– Bonsuan, ¿tiene usted algún amigo pescador? -preguntó Brunetti a modo de preámbulo, mirando el muñón del dedo meñique del piloto, al que faltaban dos falanges, a causa de un accidente náutico olvidado.

Bonsuan no mostró curiosidad.

– Amigos pescadores tengo, sí. Vongolari, no.

La vehemencia de la respuesta sorprendió a Brunetti tanto como la distinción que hacía el piloto.

– ¿Qué tienen de malo los vongolari ? -preguntó.

– Que todos son unos figli di puttane.

Similar opinión acerca de los pescadores de almejas se la había oído Brunetti a Vianello, entre otros, pero nunca expresada con tanto encono.

– ¿Por qué?

– Son hienas -respondió Bonsuan-. Buitres. Se lo llevan todo con sus malditos aspiradores de cuchara, arrancan los viveros, destruyen colonias enteras. -Bonsuan se interrumpió, se inclinó hacia adelante y prosiguió-: No piensan en el futuro. Los viveros de almejas nos han alimentado durante siglos y podrían seguir alimentándonos siempre. Pero ellos escarban y escarban como animales salvajes, destrozándolo todo.

Brunetti recordó el almuerzo de Pellestrina.

– Vianello ya se niega a comer almejas.

– Ah, Vianello -dijo Bonsuan despectivamente-. Él no las come por motivos de salud. -En labios de Bonsuan eso sonaba casi como una obscenidad.

Brunetti, sin saber cómo debía reaccionar, preguntó:

– ¿Quiere decir que se pueden comer con tranquilidad?

Bonsuan se encogió de hombros.

– A mi edad, ya se puede comer de todo con tranquilidad. -Reflexionó un momento-. No, supongo que habrá variedades peligrosas. Los muy cerdos las pescan mismamente delante de Porto Marghera, y sabe Dios lo que allí se echa al agua. Yo he visto a esos sinvergüenzas anclados allí de noche, sin luces, faenando a menos de cincuenta metros del letrero que dice que las aguas están contaminadas y está prohibido pescar.

– Pero, ¿quién se las come? -preguntó Brunetti, pensando otra vez en las almejas que había tomado en Pellestrina.

– Nadie que sepa eso -respondió el piloto-. Pero, ¿quién lo sabe? ¿Quién sabe ya de dónde viene lo que se vende en el mercado? Una cesta de almejas es una cesta de almejas. -Bonsuan levantó la mirada a la cara del comisario, sonrió y agregó-: Ni pasaporte ni tarjeta sanitaria.

– ¿Y no hay controles? ¿Nadie las analiza?

Bonsuan sonrió ante semejante prueba de inocencia en una persona de sus años, pero no se dignó contestar.

– No, dígame, Bonsuan -insistió Brunetti-. ¿No hay inspectores de sanidad? -Antes de terminar, Brunetti advirtió lo poco que él sabía del tema. Había pescado en la laguna desde niño, pero no sabía absolutamente nada de pesca.

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