Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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Brunetti no estaba ahora mucho mejor informado que cuando hizo subir al piloto. Comprendía que había pecado de optimista al pretender que el celo profesional o la conciencia cívica prevalecieran sobre la lealtad a la tribu o, lo que era más, a la familia. Concedía que esa facultad de pensar en la tribu o en la familia antes que en uno mismo podía considerarse un paso adelante hacia la civilización, aunque era un paso muy pequeño, desde luego. Como siempre que se ponía a generalizar sobre la conducta humana, lo que solía ocurrir cuando necesitaba una justificación para criticar el comportamiento de una persona conocida, Brunetti acababa preguntándose si, en iguales circunstancias, él actuaría de otro modo. Habitualmente, la conclusión era que no, y eso ponía fin a sus elucubraciones y lo dejaba sintiéndose ligeramente incómodo con su yo más íntegro. Al fin y al cabo, eran pocas las pruebas de que las instituciones públicas o el Gobierno se preocuparan ni lo más mínimo por el bien común.

Repasando su breve conversación con Bonsuan, Brunetti recordó que, efectivamente, ya hacía años que leía noticias de hechos violentos ocurridos en aquellas aguas: barcos que embarrancaban o chocaban, hombres que caían o eran arrojados al agua y que luego eran pescados, o ahogados, disparos que partían de embarcaciones que nadie había visto, hechos por hombres cuya identidad nunca llegaba a descubrirse. No obstante, en general, la laguna se percibía como una presencia benigna por las gentes que vivían rodeadas por sus aguas, a las que muchos debían vida y fortuna.

Su curiosidad creciente le hizo abandonar la supersticiosa idea de que con su actitud podía influir de algún modo en la decisión de la signorina Elettra, y la llamó por teléfono para pedirle que buscara en los archivos de Il Gazzettino de los tres últimos años todas las noticias relacionadas con la laguna, los pescadores y los vongolari, concretamente, incidentes violentos entre los pescadores y entre éstos y la policía. Sabía que había leído más de un artículo que hablaba de ello, pero como los partes de los hechos violentos ocurridos en el agua solían pasarse a la policía portuaria o a los carabinieri, no les había prestado atención.

Brunetti, que había nacido a orillas de la laguna, aún la idealizaba y la consideraba un entorno apacible. Se preguntaba si así verían las gentes de la India a la madre Ganges, fuente de toda vida, dispensadora de alimento y guardiana de la paz. Recientemente, había leído en una de las revistas inglesas de Paola un artículo sobre la contaminación del Ganges, muchos de cuyos tramos estaban irremisiblemente envenenados, de modo que causarían la enfermedad y hasta la muerte de quienes bebieran sus aguas o se bañaran en ellas, mientras un Gobierno letárgico no pasaba de hacer gestos puramente simbólicos y pronunciar frases huecas. Pero, antes de poder empezar a consolarse con una supuesta superioridad europea, recordó la negativa de Vianello a comer moluscos y la revelación de Bonsuan acerca de los turbios manejos que hacían posible su extracción del fondo de la laguna.

Brunetti sacó la guía telefónica del cajón de abajo de la mesa. Sintiéndose bastante estúpido, lo abrió por la «P» y pasó las hojas rápidamente hasta encontrar «Policía». Los subepígrafes de San Polo, Ferrocarriles y Fronteras no parecían muy prometedoras. Tampoco la Policía Postal ni la de Autopistas serían de gran ayuda. Cerró la guía, marcó el número de la centralita de la planta baja y preguntó al operador a quién se pasaban las llamadas sobre incidentes en la laguna. El agente de servicio le explicó que dependía del tipo de incidente: los accidentes se pasaban a la Capitaneria di Porto mientras que de los delitos se ocupaban los carabinieri o bien -y aquí la voz del telefonista se hizo un poco tensa- ellos mismos.

– Comprendo -dijo Brunetti-. Pero ¿quién va a investigar?

– Depende, señor -dijo el agente, con una voz que era todo un compendio de discreción-. Si no tenemos lancha disponible, avisamos a los carabinieri y van ellos.

Brunetti sabía perfectamente por qué los buzos de los carabinieri no estaban disponibles para examinar los restos del Squallus, por lo que se limitó a tomar nota mentalmente, reservándose cualquier comentario.

– Y durante los últimos años… -empezó a decir Brunetti, pero se interrumpió y rectificó-. No, déjelo. Esperaré a la signorina Elettra.

En el momento de colgar, le pareció oír la voz del agente, adelgazada por la distancia, que decía: «Somos varios los que la esperamos», pero no estaba seguro.

Al igual que todos los italianos, Brunetti había crecido oyendo chistes de carabinieri. ¿Por qué siempre van a investigar dos carabinieri ? Porque uno lee y el otro escribe. Él sabía que los norteamericanos contaban esa clase de chistes sobre los polacos, y los ingleses, sobre los irlandeses. Durante su carrera, Brunetti había visto muchas cosas que abonaban esa muestra de sabiduría popular, pero hasta hacía pocos años no habían empezado a ocurrir cosas que habían debilitado su convicción de que, por estúpidos y cortos que pudieran ser, los carabinieri eran honrados a carta cabal.

En su desánimo, Brunetti se sentía incapaz de buscar una actividad constructiva, y atrajo hacia sí un fajo de papeles e informes sin leer que empezó a recorrer rápidamente con la mirada, buscando el lugar en el que debía poner la inicial antes de pasarlos al siguiente lector. Cuando los niños eran pequeños, alguien le dijo que la escuela estaba obligada a guardar todos los ejercicios de los alumnos durante diez años. Había olvidado dónde había oído aquello, pero recordaba que entonces imaginó un archivo enorme, tan grande como toda la ciudad, repleto de papeles oficiales. Los historiadores romanos que tanto amaba él describían la península italiana cubierta de espesos, y hasta impenetrables, bosques de robles, hayas y castaños. Bosques ya desaparecidos, desde luego, talados para la agricultura y para la construcción de navíos. Y también, pensaba él con amargura, para papel que, si alguien no lo remediaba, un día volvería a cubrir toda la península. También él habría hecho su aportación a tan colosal archivo, pensó mientras estampaba sus iniciales en otra hoja y la dejaba a un lado. Miró el reloj y, no queriendo que pareciera que atosigaba a la signorina Elettra, renunció a reclamarle la información solicitada y decidió irse a casa a almorzar.

9

Brunetti encontró a Paola sentada a la mesa de la cocina, con la cabeza inclinada sobre un ejemplar de Panorama o Espresso, los dos semanarios a los que estaba suscrita. Paola tenía la costumbre de guardar las revistas durante seis meses por lo menos antes de leerlas; decía que era el tiempo necesario para situar las cosas en perspectiva, dejar que la pop star que hacía furor muriera de sobredosis y cayera en un merecido olvido, que Gina Lollobrigida iniciara y abandonara otra carrera y que se hiciera borrón y cuenta nueva de todos los planes y debates de riforma política.

Brunetti vio en las páginas de la revista la foto de dos hombres con chaqueta blanca de chef y el gorro rojo de Papá Noel y, a su izquierda, una mesa adornada con brezo y velas rojas que indicaban que, en sus lecturas, Paola había llegado ya al final del año anterior.

– Ah, magnífico -dijo él inclinándose para darle un beso en la coronilla-. ¿Hoy tenemos pavo para almorzar? -Como ella no respondiera, agregó-: Hace mucho calor para pavo, ¿verdad? Pero lo que sea huele a gloria.

Ella lo miró sonriendo:

– Si por lo menos fuera pavo lo que éstos proponen para la cena de Navidad -dijo golpeando la página con un índice furioso-. Es inconcebible.

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