Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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Como la lectura de aquellas revistas provocaba habitualmente ese tipo de reacciones en su esposa, Brunetti concentró su atención en sacar de la nevera una botella de Pinot Grigio y, del armario situado encima, dos copas que llenó hasta la mitad. Acercó una a Paola al tiempo que hacía un sonido interrogativo con la garganta.

Ella decidió tomarlo por una señal de auténtico interés y respondió:

– Dicen que hemos de abandonar las ideas nuevas en materia culinaria y resucitar las tradiciones de nuestros padres y abuelos. -Brunetti, que estaba saturado de nouvelle cuisine, se sentía plenamente de acuerdo, pero, como sabía que Paola tenía ideas más audaces y disentía de él en este tema, se reservó la opinión-. Mira lo que proponen para empezar una cena de Navidad al estilo de nuestros abuelos. -Levantó la revista y la agitó nerviosamente, como para meterla en vereda-. «Hígado de pavo con tartaletas de pera al Taurasi » , que vete tú a saber qué es o quién, y «pifia al aroma de limoncello » . -Levantó la cara hacia Brunetti, que tuvo el sano reflejo de mover la cabeza con un gesto que él esperaba que fuera de condena. Reconfortada, ella prosiguió-: Y escucha esto: « Sart ú» otro que tal, «arroz con rodajas de berenjena, huevos y albondiguillas di annechia con salsa de tomates de San Marsano». -Indignada por ese exceso que colmaba toda medida, arrojó la revista sobre la mesa, donde se cerró, ofreciendo a Brunetti la visión de un exuberante busto femenino distintivo de portada obligatorio de ambas publicaciones-. ¿Dónde se han creído que vivían nuestros abuelos? ¿En la corte de Luis XIV? -preguntó.

Brunetti, que sabía que por lo menos uno de los bisabuelos de Paola había servido en la corte del primer rey de Italia, nuevamente optó por el silencio.

Apartando aún más la revista, ella preguntó:

– ¿Por qué les resulta tan difícil recordar lo pobre que era Italia? Tampoco hace tanto.

Eso parecía más que una pregunta meramente retórica, y Brunetti respondió:

– Supongo que la gente prefiere recordar tiempos felices, es decir, tiempos más felices y, si no pueden recordarlos, procuran hacer que lo parezcan.

– Eso lo hacen los viejos -convino Paola-. Por ejemplo, en Rialto, si escuchas a las viejas, no oyes más que lo bien que se vivía antes, mucho mejor que ahora, y con menos.

– O será, quizá, que la mayoría de los periodistas son jóvenes y no tienen esos recuerdos.

Ella asintió.

– Además, nos falta el sentido de la memoria histórica, por lo menos, a escala de país. La semana pasada, estuve hojeando el libro de Historia de Chiara, y me asusté. En los capítulos del siglo xx, se habla de la Segunda Guerra Mundial muy por encima. Mussolini hace un papelito de comparsa en los años veinte, antes de ser pervertido por los malvados alemanes, pero aquello acaba pronto y Roma vuelve a ser libre: aunque no sin que nuestros valientes soldados lucharan como leones y murieran como héroes.

– En el colegio no nos contaban nada de aquello, por lo menos, que yo recuerde -dijo Brunetti sirviéndose otra media copa de vino.

– Es que, cuando nosotros íbamos al colegio -dijo Paola después de tomar un sorbo de su copa-, estaba en el poder la derecha, que no iba a fomentar un análisis ecuánime del fascismo. Por lo mismo que, cuando formó alianza con la izquierda, tampoco era conveniente hablar del comunismo. -Otro sorbo-. Y como durante la guerra cambiamos de bando, tenían que ser muy cautos al repartir los papeles del malo y el bueno.

– ¿Quiénes tenían que ser cautos? -preguntó Brunetti.

– Los que escriben los libros de Historia. Mejor dicho, los políticos que deciden quiénes escriben los libros de Historia, por lo menos, los que se usan en los colegios.

– ¿Y la noción de la simple verdad histórica? -preguntó Brunetti.

– Tú, Guido, que pasas la mayor parte del tiempo leyendo Historia, deberías saber que esa noción no existe.

Él no tuvo más que recordar la diferencia entre las versiones católica y protestante de la historia del papado para dar la razón a su mujer. Pero aquello era la religión, una materia en la que te parece que lo normal es que todos mientan, y eso era memoria viva: las personas que habían tomado parte en aquellos hechos aún vivían; los padres de la mayoría de sus amigos habían luchado en la guerra.

– Quizá en la propia experiencia sea más difícil distinguir la verdad -propuso él y, al ver que ella lo miraba desconcertada, aclaró-: Cuando relatas los actos de unas personas que vivieron hace cientos de años, puedes ser imparcial o, por lo menos, tienes la posibilidad de serlo.

– ¿Te refieres a cómo la Iglesia relata la Inquisición? -preguntó ella.

Él se dio por vencido con una sonrisa y preguntó:

– Si no es pavo, ¿qué es?

Ella, magnánima en la victoria, dijo:

– He pensado que podríamos comer los platos de nuestros antepasados.

– ¿Concretamente?

– Esos involtini que tanto te gustan, con prosciutto y corazones de alcachofa.

– Dudo mucho que un antepasado mío comiera eso -confesó él.

– También hay polenta. Para darle un toque de verismo histórico.

Los chicos almorzaron en casa, pero estaban insólitamente apagados, inmersos como se hallaban, en esas últimas semanas de escuela, en los preparativos de los exámenes de fin de curso. Raffi, que esperaba ir a la universidad al año siguiente, se había convertido durante los últimos meses en una especie de fantasma, que sólo salía de su habitación para comer o para pedir a su madre que le ayudara a salvar algún escollo de una traducción de griego. El noviazgo con Sara Paganuzzi subsistía, al parecer, a base de conversaciones telefónicas nocturnas y esporádicos encuentros en campo San Bartolo antes del almuerzo. Chiara que, a cada mes que pasaba, iba entrando en posesión de su herencia de la belleza materna, vivía absorta en los misterios de las matemáticas y la navegación por los astros, ignorante del poder que un día le daría su hermosura.

Después del almuerzo, Paola se llevó el café a la terraza, instando a su marido a seguirla. El sol de primera hora de la tarde calentaba tanto que, antes de salir, Brunetti se quitó la corbata, primera e inequívoca señal de que el verano estaba cerca.

Se quedaron en plácido silencio. De una terraza de la izquierda, llegaban voces; de vez en cuando una de las sábanas tendidas en una ventana del piso de abajo, restallaba por un viento fresco que, por desgracia, no traía promesa de lluvia.

– Seguramente, tendré que ir bastante a Pellestrina -dijo Brunetti.

– ¿Cuándo?

– Esta misma semana. Quizá a partir de mañana.

– ¿Para tenerla vigilada? -preguntó Paola, sin insistir en sus objeciones a la decisión de la signorina Elettra.

– En parte, aunque no sé cuándo piensa ir.

– ¿Y para algo más?

– Para hablar con la gente, ver lo que dicen.

– ¿Querrán hablar contigo, sabiendo que eres policía?

– No pueden negarse a hablar conmigo. Otra cosa es que digan la verdad, o que insistan en que no recuerdan nada de los Bottin. Es la táctica habitual.

– Entonces, ¿por qué molestarse en hablar con ellos?

– Por lo que callen y por lo que mientan. -Brunetti cerró los ojos, y se recostó en el respaldo del sillón, dejando que el sol le diera de lleno en la cara por primera vez aquel año. Al cabo de un rato, dijo-: Yo diría que eso me convierte en algo así como uno de esos historiadores de que hablábamos antes, y me obliga a hacer lo mismo que ellos. -Se quedó esperando a que Paola le pidiera aclaración y, en vista de que ella no decía nada, la miró para ver si se había dormido. Pero no dormía sino que lo miraba atentamente, esperando a que continuara.

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