Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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6

Brunetti comprendió que, mal que le pesara, Vianello estaba en lo cierto, que de nada serviría quedarse más tiempo en Pellestrina, y propuso regresar a Venecia, propuesta que Vianello recibió sin sorpresa. Bajaron la escalera del rompeolas, cruzaron la carretera, atravesaron el estrecho pueblo y salieron a la costa orientada a Venecia, donde los esperaba la lancha de la policía. Durante la travesía de la laguna, Vianello dio al comisario los nombres de las personas interrogadas e hizo un breve resumen de las banalidades que le habían contado. Había averiguado que Bottin tenía un hermano en Murano que trabajaba en una cristalería. Por lo demás, sus únicos allegados eran los parientes de su difunta esposa, que también vivían en aquella isla, aunque nadie parecía saber a qué se dedicaban.

No era que las personas interrogadas por Vianello se hubieran mostrado reacias a cooperar: respondían a todas las preguntas, pero sin dar más información que la que cabía en la respuesta más simple y directa. Nadie se extendía en detalles ni liberaba el caudal de chismorreo en el que nada la vida social de una comunidad. Desde luego, eran lo bastante listos como para no responder con escuetos monosílabos y hasta conseguían dar la impresión de que se esforzaban por recordar todo lo que pudiera ser de utilidad a la policía. Y, mientras tanto, Vianello veía lo que hacían y, probablemente, ellos veían que lo veía.

Cuando Vianello terminaba su informe, la lancha viró hacia la izquierda por el canal principal que conducía a San Marcos, y ante ellos apareció la vista que había saludado al viajero desde los siglos de esplendor de la Serenissima: campanarios, cúpulas y torres en tan prieto tropel que hasta parecía que se empujaban con el codo, como los niños, disputándose la atención del visitante. La única diferencia entre lo que veían los dos policías y lo que habrían visto los que navegaban por ese canal hacía quinientos años era el bosque de grúas de la construcción que había brotado de la ciudad y la multitud de antenas de televisión, de altura y forma diversas, que poblaban los tejados.

Mientras miraba el perfil anguloso y hosco de las grúas, Brunetti descubrió con sorpresa que casi nunca las veía moverse. Dos de ellas se erguían junto a la carcasa del teatro de la ópera, paralizadas como los planes para su reconstrucción. Cada vez que Brunetti recordaba el jactancioso titular que campeaba en primera plana de Il Gazzettino al día siguiente del incendio, de que, antes de dos años, el teatro se habría reconstruido en el mismo sitio y tal como era, no sabía si reír o llorar, a pesar de que había tenido ya más de dos años para decidirse. La voz popular, que sabía muy bien lo que se decía, afirmaba que aquellas grúas inmóviles costaban a la ciudad diez millones de liras al día, y la imaginación popular hacía tiempo que había renunciado a calcular el coste total de la restauración. Los años pasaban, el dinero se esfumaba, y las grúas seguían quietas, irguiéndose en silencio en medio de las interminables protestas y disputas legales acerca de quién tenía que encargarse de la reconstrucción.

Los dos hombres dejaron de hablar y contemplaron cómo la ciudad iba a su encuentro. No hay en el mundo ciudad más entregada a la autocontemplación que Venecia: en las paredes de muchas de sus calles se alinean los autorretratos burdos y canallas; en casi todos los quioscos se ofrecen gondolitas de plástico; bergantes que usan boina para disfrazarse de pintores venden sus horribles pasteles por las esquinas. A cada paso, Venecia halaga el mal gusto y exhibe chabacanería. A todo ello había que sumar en aquel momento los efectos de varias semanas de sequía: olor a orina, canina y humana, en las callejuelas, y una fina capa de polvo que cubría el suelo a todas horas, por mucho que se barriera. Y, pese a todo, la belleza de la ciudad permanecía incólume. Incólume y suprema.

El piloto viró hacia la derecha y paró delante de la questura. Brunetti agitó la mano en señal de agradecimiento y saltó al muelle, seguido de Vianello.

– ¿Y ahora, comisario? -preguntó el sargento cuando entraban por las altas puertas vidrieras.

– Llame al hospital y pregúnteles cuándo harán las autopsias. Yo pediré a la signorina Elettra que busque información sobre los Bottin. -Sin dar a Vianello tiempo de preguntar, añadió-: Y también sobre Sandro Scarpa y, ya puestos, sobre la signora Follini.

En el primer piso, Brunetti torció hacia el despacho de Parta, y Vianello se dirigió a la oficina de los agentes de uniforme.

– ¿Sigue con Veblen? -preguntó Brunetti al entrar en el despachito de la signorina Elettra.

Ella marcó la página con un sobre y cerró el libro.

– No es fácil de leer, pero no pude encontrarlo traducido.

– Yo hubiera podido prestárselo -ofreció Brunetti.

– Gracias, comisario. De haber sabido que lo tenía… -empezó a decir ella, y dejó la frase sin terminar. No estaría bien, pensó, pedir a un superior un libro para leerlo en la oficina.

– ¿Ha llegado el vicequestor e ?

– Después del almuerzo, ha estado aquí media hora y se ha marchado. Ha dicho que tenía una reunión.

Una de las cosas que a Brunetti le gustaban de la signorina Elettra era la precisión de sus expresiones. No «tenía una reunión» sino, más concretamente: «ha dicho que tenía una reunión».

– ¿Entonces está usted libre?

– Libre como el aire -dijo ella con las manos juntas sobre la mesa y la espalda erguida, como una alumna aplicada.

– Las víctimas son Giulio Bottin y su hijo Marco. Los dos, de Pellestrina y pescadores. Le agradeceré que vea lo que encuentra sobre ellos.

– ¿He de mirar en todas partes, comisario?

Suponiendo que se refería a todos los lugares a los que podía acceder tanto con el ordenador como con su red de amigos y conocidos, él asintió:

– Y sobre Sandro Scarpa, también de Pellestrina y, probablemente, pescador. Vea si, asociado a ellos, aparece un tal Giacomini, no tengo el nombre de pila. Y la signora Follini, la dueña de la tienda del pueblo.

Al oír el nombre, la signorina Elettra alzó las cejas con gesto de vivo interés.

– ¿La conoce?

– En realidad, no. Lo justo para saludarnos.

Brunetti se quedó esperando que ella dijera algo más, pero, en vista de que no era así, prosiguió:

– No sé si es su nombre de casada. -La signorina Elettra movió la cabeza para indicar que ella también lo ignoraba-. Debe de rondar los cincuenta -informó Brunetti, y no pudo menos que agregar-: Pero tendría que meterle palitos de bambú debajo de las uñas para hacérselo confesar.

Ella lo miró, sorprendida.

– Eso es un poco cruel.

– ¿Y no será menos cruel por ser cierto? -preguntó él.

Ella pensó un momento antes de responder:

– Probablemente, más.

En defensa de su comentario, él dijo:

– Ha coqueteado conmigo -poniendo irónico énfasis en la última palabra, para hacer resaltar lo absurdo de la conducta de la mujer.

La signorina Elettra le lanzó una mirada rápida.

– Ah -fue la única reacción que se permitió, antes de preguntar con igual rapidez-: ¿Algún otro nombre, comisario?

– No; pero vea si el barco era totalmente suyo y estaba libre de cargas. -Pensó un momento, explorando posibilidades-. Y si se ha hecho alguna reclamación al seguro.

Ella iba asintiendo a medida que él hablaba, pero no tomaba notas.

– ¿Conoce a alguien allí? -preguntó él de pronto.

– Una prima mía tiene una casa en el pueblo -respondió ella modestamente, disimulando el placer que pudiera producirle que le preguntara por fin.

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