Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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Brunetti pidió vongole y Vianello all'Amatriciana.

Para plato fuerte, sólo se podía elegir entre pavo asado y fritura de pescado. Vianello optó por el pavo y Brunetti, por la fritura. Encargaron medio litro de vino blanco y un litro de agua mineral. El camarero les llevó un cesto de bussolai, las gruesas rosquillas ovaladas predilectas de Brunetti.

Cuando el hombre se fue, Brunetti tomó una, la partió por la mitad y mordió. Siempre le sorprendía que los bussolai se mantuvieran tan crujientes en aquel clima. El camarero les puso el vino y el agua en la mesa y fue rápidamente a retirar los platos de la pareja.

– Venimos a Pellestrina, y usted no come pescado -dijo Brunetti dando tono de afirmación a lo que en realidad era pregunta.

Vianello sirvió vino en las copas y tomó un sorbo.

– Muy bueno -dijo-. Es como el que mi tío traía de Istria en su barco.

– ¿No toma pescado? -preguntó Brunetti, porfiando.

– Ya no -dijo Vianello-. A no ser que tenga la seguridad de que es del Atlántico.

La locura tiene síntomas diversos, eso lo sabía Brunetti, y también que conviene detectarlos en la fase inicial.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Como usted sabe, comisario, me he unido a Greenpeace -dijo Vianello por toda respuesta.

– ¿Y Greenpeace no le deja comer pescado? -preguntó Brunetti, tratando de bromear.

Vianello fue a decir algo, desistió, tomó otro sorbo de vino y dijo:

– No es eso, comisario.

Callaron durante un buen rato. El camarero llevó a Brunetti su antipasto, una pequeña pirámide de colitas de gamba sobre un lecho de rodajas de espárragos crudos. Brunetti tomó un bocado: estaban rociados con vinagre balsámico. La combinación de dulce, ácido, dulce y salado era exquisita. Desentendiéndose momentáneamente de Vianello, Brunetti saboreaba la ensalada despacio, deleitándose con el contraste de aromas y texturas.

Apoyó el tenedor en el borde del plato y tomó un sorbo de vino.

– ¿Teme estropearme la comida si me revela las toxinas que impregnan las gambas? -preguntó sonriendo.

– Peor están las almejas -dijo Vianello sonriendo a su vez, pero resistiéndose a dar más explicaciones.

Antes de que Brunetti pudiera pedir al sargento la lista de los venenos que acechaban en las gambas y las almejas, el camarero se llevó el plato y volvió rápidamente con las dos fuentes de pasta.

El resto de la comida transcurrió en amigable charla acerca de los conocidos de ambos que solían pescar en aguas de Pellestrina y de un famoso futbolista de Chioggia al que ninguno de los dos había visto jugar. Cuando llegaron los segundos platos, Vianello no pudo por menos de lanzar una mirada recelosa al de Brunetti, pese a haber dejado pasar la ocasión de extenderse en comentarios acerca de las almejas. Brunetti, por su parte, por el aprecio que le merecía su sargento, se abstuvo de revelarle el texto de un artículo que había leído el mes anterior sobre los sistemas de alimentación utilizados en las granjas de cría de pavos, y de enumerar las enfermedades transmisibles a los humanos, a las que tales aves son propensas.

5

Después del café, Brunetti pidió la cuenta. El camarero titubeó, como por la fuerza de la costumbre y Brunetti agregó:

– No hace falta factura.

El camarero abrió mucho los ojos, al percatarse de la situación: un hombre, que seguramente era policía, dispuesto a ayudar al dueño del restaurante a evadir el impuesto que gravaba la facturación. Brunetti comprendió que había planteado un dilema a aquel hombre, que entonces se escabulló con un:

– Preguntaré al dueño.

A los pocos minutos, el camarero volvió con un vasito de grappa en cada mano. Dejándolos en la mesa, dijo:

– Son cincuenta y dos mil.

Brunetti sacó el billetero. Era la tercera parte de lo que un almuerzo como aquél le hubiera costado en Venecia, y el pescado era fresco y las gambas, exquisitas.

Dejó sesenta mil liras en la mesa y, cuando el camarero buscaba el cambio en el bolsillo, el comisario atajó el gesto agitando una mano y murmurando:

Grazie. -Levantó el vasito de grappa y bebió un sorbo-. Muy buena -dijo-. Dé las gracias al dueño de nuestra parte.

El camarero asintió, tomó el dinero y dio media vuelta para marcharse.

– ¿Usted es de aquí? -preguntó Brunetti, sin intentar que la pregunta pareciera casual.

– Sí, señor.

– Hemos venido por lo del accidente -dijo Brunetti, señalando vagamente en dirección al agua-. No parece que haya sido una sorpresa -agregó sonriendo.

– No lo ha sido para la gente de aquí -dijo el camarero.

– ¿Usted los conocía? -preguntó Brunetti. Apartó otra silla y con un ademán invitó al camarero a sentarse. Hacía rato que los otros clientes se habían marchado y las mesas de la cena de aniversario estaban preparadas, de modo que poco trabajo tenía ya el camarero, que se sentó, volviendo la silla ligeramente hacia Brunetti.

– Conocía a Marco -dijo-. Íbamos al mismo colegio, él un par de clases más atrás, pero nos conocíamos, porque volvíamos del Lido en el mismo autobús.

– ¿Cómo era? -preguntó Brunetti.

– Listo -dijo el camarero, muy serio-. Muy listo y muy simpático. No se parecía en nada a su padre. Absolutamente en nada. Giulio no te dirigía la palabra si podía evitarlo, pero Marco era amable con todo el mundo. A mí me ayudaba con los deberes de mates, a pesar de ser más joven. -El camarero puso encima de la mesa los billetes que aún tenía en la mano, el de cincuenta mil al lado del de diez mil-. Casi lo único que yo sabía hacer era sumar esto. -Entonces, con una súbita sonrisa que reveló unos dientes mates y grises, dijo-: Y unas veces me daba cincuenta y otras setenta. -Guardó los billetes en el bolsillo y volvió la cabeza hacia la cocina de la que llegó el siseo repentino de una fritura y el golpe de una olla en el fogón-. Pero aquí no me hacen falta las matemáticas. Sólo hay que sumar, y eso lo hace el dueño.

– ¿Marco aún iba a la escuela?

– No. Terminó el año pasado.

– ¿Y desde entonces?

– Trabajaba con su padre -dijo el camarero, como si ésa hubiera sido la única opción que tenía Marco, o que podía concebir un pellestrinotto -. Todos los Bottin han sido pescadores.

– ¿Marco quería ser pescador?

El camarero miró a Brunetti con evidente sorpresa.

– ¿Qué otra cosa podía hacer? Su padre tenía la barca y Marco sabía todo lo que hay que saber de pesca.

– Desde luego -convino Brunetti-. Ha dicho usted que Bottin no hablaba con la gente. ¿Había algo más? -Brunetti no quiso dar lugar a que el camarero se hiciera el tonto y puntualizó-: ¿Tenía aquí muchos enemigos?

El hombre se encogió de hombros, con un gesto que traducía su resistencia a responder; pero, antes de que pudiera decir algo, Vianello terció en la conversación, dirigiéndose a Brunetti en un tono de leve complicidad bien ensayado:

– No puede contestar a eso, señor. -El sargento lanzó al camarero una mirada protectora-. Es un pueblo pequeño; todos sabrán que ha estado hablando con nosotros.

Brunetti, siguiéndole el juego, dijo:

– Pero usted, sargento, ya tiene un par de nombres, ¿no? -Notó que aumentaba el interés del camarero, por la forma en que ponía los pies debajo de la silla y se esforzaba por no adelantar el cuerpo-. Él no haría sino confirmar lo que le han dicho.

Vianello miraba fijamente a Brunetti, como si el camarero no estuviera:

– Si no quiere hablar, que no hable, señor. Ya tenemos varios nombres.

– ¿Qué nombres? -inquirió el camarero.

Vianello se volvió hacia el joven y movió mínimamente la cabeza, como tratando de que Brunetti no viera el gesto.

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