Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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– No, señor. Es decir, nadie ha hecho una identificación formal, pero el hombre que ha avisado a los carabinieri ha dicho que eran los dueños de la barca, Giulio Bottin y su hijo, y suponemos que son ellos.

– Procure confirmarlo.

– Sí, señor. ¿Algo más?

– Lo de siempre. Pregunte por ahí, a ver qué tiene que decir la gente sobre ellos. -Antes de que Vianello pudiera preguntar, Brunetti agregó-: Haga como si se tratara de un simple accidente. Y avise a los buzos. Que no digan nada.

– ¿Cuánto tiempo cree que podremos mantener esa impresión? -preguntó Vianello mirando a la cubierta del otro barco, en el que los buzos ya se habían quitado sus trajes de inmersión y estaban poniéndose el uniforme.

– Unos diez minutos, calculo -dijo Brunetti con un ligero resoplido que, en otras circunstancias, hubiera podido ser humorístico.

– Los enviaré de vuelta al Lido -dijo Vianello-. A ver si así por lo menos lo retrasamos un poco. -Adelantándose al comentario de Brunetti, el sargento preguntó-: ¿Qué quiere hacer, comisario?

– Quiero retrasar todo lo posible que se sepa que los han matado. Pregunte, pero con discreción. Ahora voy para allá. Si hay barco disponible, llegaré antes de una hora.

Vianello sintió alivio.

– Está bien, comisario. ¿Quiere que Bonsuan los lleve al hospital?

– Sí, en cuanto los hayan identificado. Llamaré al hospital para avisarlos. -Como no había nada más que decir ni que ordenar, Brunetti repitió que llegaría lo antes posible y colgó.

El comisario miró el reloj y vio que eran más de las once: sin duda, su superior, el vicequestore Giuseppe Patta, ya habría llegado. Sin entretenerse en llamar por teléfono, bajó directamente al pequeño antedespacho por el que se accedía al espacioso despacho del vicequestore.

La signorina Elettra Zorzi, secretaria de Patta, estaba en su sitio, con un libro abierto ante sí. Sorprendió a Brunetti encontrarla leyendo un libro en el despacho, acostumbrado como estaba a verla con revistas y periódicos. Como ella tenía la barbilla apoyada en las palmas de las manos y los dedos sobre los oídos, hasta que levantó la cabeza al notar su presencia, no vio Brunetti que se había cortado el pelo. Lo llevaba más corto de lo habitual y, si los rasgos de la cara y el rojo de los labios no hubieran pregonado feminidad, el estilo hubiera resultado muy austero, casi masculino.

A Brunetti no se le ocurría ningún comentario sobre el nuevo peinado y como, al igual que el resto de los habitantes de aquella ciudad en la que hacía más de tres meses que no caía ni una gota, ya estaba cansado de preguntar cuándo llovería, dijo, señalando el libro con la barbilla:

– ¿Es algo más serio de lo habitual?

– Veblen -contestó ella-. Teor í a de las clases ociosas. -Lo halagó que ella no creyera necesario preguntar si lo conocía.

– ¿No es un poco árido?

Ella asintió.

– Antes, aquí, no podía concentrarme en lecturas serias, había demasiadas interrupciones. -Frunció los labios y sus ojos recorrieron la oficina en un arco que abarcó el teléfono, el ordenador y la puerta del despacho de Patta-. Pero ahora las cosas han mejorado bastante y puedo aprovechar el tiempo.

– Me alegro -dijo Brunetti, Y, mirando el libro, agregó-: Su opinión sobre el césped me fascinó.

– Sí, y sobre el deporte -sonrió ella.

Él no pudo evitar la pregunta:

– ¿Y qué piensa leer después?

– Aún no lo he decidido. -En su cara floreció una sonrisa-. Quizá pida consejo al vicequestore.

– A propósito, venía a hablar con él. ¿Está?

– Aún no ha llegado. Llamó hace una hora para avisar de que está en una reunión y seguramente no vendrá hasta después del almuerzo.

– Ah -dijo Brunetti, sorprendido, más que por el aviso en sí, porque Patta se hubiera dignado llamar para darlo-. Cuando llegue, haga el favor de decirle que he ido a Pellestrina.

– ¿Para reunirse con Vianello? -preguntó ella con su instantánea omnisciencia habitual.

Él asintió.

– Al parecer, uno de los hombres que estaban en la barca ha sido asesinado. -Él no dio más detalles, preguntándose si ella ya estaría al corriente.

– Pellestrina, ¿eh? -dijo entonces la signorina Elettra en el tono del enterado.

– Sí. Un lugar conflictivo, ¿verdad?

– Chioggia es peor. -Ella tuvo un estremecimiento que no denotaba remilgo ni afectación.

Chioggia, ciudad del continente que las guías turísticas no se cansaban de llamar «fiel hija de Venecia», hizo honor a la definición durante la época de esplendor de la Serenissima; pero ahora alimentaba una hostilidad violenta y persistente hacia la «madre», porque los pescadores de una y otra ciudad se disputaban unas capturas que eran cada vez más escasas, a consecuencia de las disposiciones del Magistrato alle Acque, que estaba cerrando a la pesca extensas zonas de la laguna.

Pensaba Brunetti, como hubiera pensado cualquier veneciano en su lugar, que aquellas muertes podían deberse a esa rivalidad. Ya había habido peleas, incluso disparos, se habían robado e incendiado barcos, y hasta habían muerto hombres en colisiones en el agua. De todos modos, era la primera vez que se asesinaba a sangre fría.

Una brutta razza -dijo la signorina Elettra con el desdén que las personas cuya familia ha sido veneciana desde las Cruzadas reservan para los no venecianos, cualquiera que sea su origen.

Brunetti, optando por la prudencia y la discreción, se abstuvo de mostrar su aprobación y la dejó con Veblen y sus análisis de los problemas y de las ineludibles corrupciones de la riqueza. En la oficina de los agentes, Brunetti encontró únicamente a un piloto, Rocca, al que dijo que necesitaba que lo llevara a Pellestrina. La cara del piloto se iluminó al oírlo: era una travesía larga y hacía un día espléndido, con viento fresquito del oeste.

Brunetti se quedó en cubierta durante todo el viaje, viendo desfilar las islas: Santa Maria della Grazia, San Clemente, Santo Spirito, la pequeña Poveglia, hasta que, a su izquierda, aparecieron los edificios de Malamocco. Aunque de joven Brunetti solía pasear por la laguna, no había llegado a dominar por completo el arte de la navegación ni tenía grabado en la memoria el mapa de las rutas más directas entre los distintos puertos. Sabía que Pellestrina se encontraba delante de ellos, en el centro de aquella estrecha lengua de tierra, y sabía que la lancha tenía que mantenerse entre las hileras de postes inclinados, pero le avergonzaba tener que reconocer que, si se hubieran desviado hacia la extensión de agua que tenía a la derecha, a él le hubiera resultado difícil regresar a Venecia.

Rocca, con su joven cara radiante por el placer de estar al aire libre y en acción en un día tan espléndido, gritó por encima del hombro a su superior:

– ¿Adónde, señor?

– Al puerto. Allí están Vianello y Bonsuan. Ya deberíamos verlos.

A su izquierda había árboles, entre los que se veía circular algún que otro coche. Enfrente, Brunetti empezó a divisar el contorno de unos barcos alineados de cara a un muelle protegido por una pared de cemento. Recorrió con la mirada las anchas popas sin ver la lancha de la policía. Llegaron a un hueco en la hilera de barcos, por el que, a pocos metros de la orilla, vio a Vianello, de pie al sol, con una mano levantada a modo de visera.

Brunetti agitó una mano y Vianello empezó a andar hacia la derecha, indicándoles por señas que lo siguieran hacia el extremo de la línea de embarcaciones. Cuando al fin llegaron al espacio libre, Rocca hizo la maniobra de aproximación a la riva y Brunetti saltó de la lancha. Sus pies reaccionaron con momentánea sorpresa al posarse en tierra firme.

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