Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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– Alumbra la cabina -gritó a su primo y se sumergió con la agilidad de una foca.

Los tres haces luminosos recorrían el casco del Squallus. De vez en cuando, captaban la mancha blanca de la planta del pie de Luciano, la única parte de su cuerpo que no estaba tostada por el sol. Lo perdieron de vista un momento, pero al poco cabeza y hombros rompían el agua. Volvió a desaparecer. Otras dos veces emergió, se llenó de aire los pulmones y bajó de nuevo a la barca hundida. Al fin salió a la superficie y se quedó flotando boca arriba aspirando el aire ansiosamente, con un jadeo ronco. Al verlo así, los que sostenían las linternas apartaron de él los haces de luz, para dejar que se recuperara, iluminado sólo por la claridad que empezaba a llegar del cielo y seguido por la curiosidad de la gente.

De pronto, Luciano dio media vuelta y empezó a bracear torpemente, como nadan los perros, con un movimiento insólito en un nadador tan vigoroso, hacia la escala clavada a las tablas del embarcadero.

Cuando Luciano subía, la multitud se abrió delante de la escala y, en aquel instante, de las aguas del Adriático emergió el sol. Sus primeros rayos atravesaron la estrecha península por encima del muro del rompeolas e iluminaron a Luciano en lo alto de la escala, transformando a ese hijo de pescador en un rutilante dios pagano surgido de las aguas. Hubo una exclamación contenida, como ante una aparición.

Luciano agitó la cabeza y las gotas de agua volaron hacia uno y otro lado. Después miró a su padre y dijo:

– Los dos están en la cabina.

3

Las palabras del muchacho no sorprendieron a los que estaban en el muelle. Un forastero hubiera podido reaccionar de forma diferente a la revelación de que había dos hombres muertos bajo las aguas que tenían a sus pies, pero la gente de Pellestrina conocía a Giulio Bottin desde hacía cincuenta y tres años; muchos habían conocido a su padre y alguno, hasta a su abuelo. Todos los hombres de la familia Bottin tenían el genio bronco, forjado o, por lo menos, endurecido, por la fiereza del mar. A nadie había de sorprender que Giulio fuera objeto de un acto violento.

Algunos habían observado que Marco era diferente, quizá porque él era el primer Bottin que había ido a la escuela varios años seguidos y había aprendido de los libros algo más que a deletrear unas palabras y garabatear una firma. Quizá, también, por la influencia de su madre, una mujer discreta y afable, muerta hacía ahora cinco años. Ella era de Murano y se había casado con Giulio hacía veinte años, decían unos, porque había tenido relaciones con su primo Maurizio y él la había dejado para marcharse a Argentina, y según otros, porque su padre, que era jugador, debía mucho dinero a Giulio y le había dado a su hija en matrimonio para saldar la deuda. Las razones de la boda nunca llegaron a saberse, o quizá no había nada que saber. Pero para todos los habitantes del pueblo era evidente la falta de amor y hasta de tolerancia entre marido y mujer, por lo que quizá las habladurías no fueran sino fruto del afán por hallar una explicación para aquella frialdad.

Bianca podía no querer a su marido pero adoraba a su hijo, y la gente, siempre dispuesta a hablar, decía que ésta era la razón de la actitud de Giulio hacia su hijo: dura, severa y rígida, aunque también acorde con la tradición de los Bottin. Al llegar a este punto, la gente solía alzar las manos y decir que aquellos dos nunca debieron casarse, y entonces no faltaba quien dijera que, en tal caso, Marco no hubiera nacido y había que ver lo feliz que había hecho a Bianca, y que no tenías más que mirar al chico a la cara para darte cuenta de lo bueno que era.

Ya nadie podría decir eso de él hablando en presente, porque Marco estaba muerto en el fondo del puerto, entre los restos carbonizados de la barca de su padre.

Poco a poco, crecía la luz y menguaba la multitud, a medida que la gente volvía a casa. Muy pronto, la mayoría había desaparecido, pero al poco los hombres volvieron a salir y cruzaron la plaza en dirección a sus barcos. Bottin y su hijo habían muerto, pero eso no era razón para perder un día de pesca. Por si no era ya bastante corta la temporada, con todas aquellas disposiciones que controlaban lo que podías hacer, y dónde, y cuándo.

Al cabo de media hora, el único barco que quedaba en el muelle era el que estaba a la izquierda del hundido Squallus: había sido tal la fuerza de la explosión que había arrancado un amarre de metal proyectándolo hacia el costado del Anna Ma ri a y perforándolo a un metro por encima de la línea de flotación. El patrón, Ottavio Rusponi, que al principio pensó en arriesgarse a seguir a los otros barcos a los viveros de almejas, desistió, tras mirar las nubes y comprobar la dirección del viento alzando la mano izquierda: con aquel levante, sería peligroso aventurarse.

No fue sino a eso de las ocho de la mañana, al llamar Rusponi a su agente de seguros para dar el parte de los daños que había sufrido su barco, cuando se empezó a hablar de avisar a la policía, y fue el agente, no Rusponi, el que hizo la llamada. Después, las personas a las que se pidió cuentas por esa omisión, dirían que pensaron que ya habría llamado otro. Muchos verían en esa desidia la prueba de la poca estima en que el resto de los vecinos de Pellestrina tenían a la familia Bottin.

Los carabinieri, que vinieron en lancha desde el puesto del Lido, tardaron en llegar. Evidentemente, no se les habían dado detalles del caso, ni explicado dónde estaban los cadáveres, porque venían de uniforme y no traían equipo para bajar a los restos del barco. Se planteó entonces un debate jurídico además de jurisdiccional, ya que nadie estaba seguro de cuál era el brazo de la ley que debía actuar en un caso de muerte en circunstancias sospechosas, que había tenido lugar en el agua. Finalmente, se decidió avisar a la policía de la ciudad para que se hiciera cargo de la investigación, asistida por submarinistas del cuerpo de Vigili del Fuoco. Contribuyó a esa decisión, en buena medida, la circunstancia de que aquel día los dos carabinieri que hacían tareas de buceo estaban ocupados en la ilegal recogida submarina de fragmentos de cerámicas, en un vertedero recién descubierto detrás de Murano, al que durante el siglo xvi se arrojaban las piezas defectuosas o mal cocidas. El paso de los siglos había convertido los desechos en reliquias, mediante un proceso alquímico que convertía lo rechazable en valioso. El yacimiento había sido descubierto hacía dos meses y se había dado parte al Sovrintendente ai I Beni Culturali, que lo había agregado a la lista de lugares de valor arqueológico en los que estaba prohibido hacer inmersión. Por la noche, el lugar tenía vigilancia, al igual que otras zonas de la laguna en las que las aguas cubrían preciados vestigios del pasado. Pero a veces también durante el día se veía anclada en la zona alguna embarcación con el distintivo de un organismo oficial. ¿Y a quién podía sorprender la presencia de laboriosos buzos que, según todos los indicios, estaban allí en el cumplimiento de su deber?

Los carabinieri regresaron al Lido en su embarcación y, al cabo de más de una hora, una lancha de la policía se aproximaba a la flota pesquera de Pellestrina, ya en el puerto, con todos sus patrones en casa.

El piloto de la lancha aminoró la marcha al acercarse a un barco del Departamento de Bomberos que cabeceaba fondeado frente al único espacio libre del muelle. El piloto dio marcha atrás un momento para detener la lancha. El sargento Lorenzo Vianello se acercó al costado de la embarcación a mirar el agua que había en el hueco del muelle, pero el reverbero del sol le impidió ver algo más que los mástiles que asomaban.

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