– Emma, por favor… Quiero bajar del altar contigo vestido de frac y tú con un vestido blanco. Esa es la imagen con la que siempre he soñado.
Parecía tan serio que Emma no pudo por menos de echarse a reír.
– ¿Lo dices en serio? Yo creía que sólo las chicas tenían esas ideas.
– ¿Qué malditos prejuicios son esos?
– No puedo, Johan. No me gustaría repetirlo. Para mí sería una repetición, ¿no lo entiendes?
– No, no lo entiendo, la verdad. Una repetición… ¿Cómo puedes llamarlo así? Te vas a casar conmigo, Emma. No puedes compararme con Olle.
– No, claro que no. Pero todo el trabajo y todos los preparativos… Y eso por no hablar de lo que cuesta. No creo que mis padres se ofrezcan a pagarlo otra vez.
– Me importa un bledo lo que cueste. Quiero que todo el mundo sepa que nos casamos. No tiene por qué ser tan caro. Podemos invitar a vino en cartones de tetra brick y a chili con carne. ¿Qué más da? Podemos preparar la fiesta aquí, en el jardín, en verano.
– ¿Estás loco? ¿La fiesta aquí? ¡Jamás!
– Si sigues así, acabaré por pensar que no quieres casarte conmigo.
– ¡Claro que quiero casarme contigo!
Le cubrió la boca con sus besos, hasta el punto que a Johan se le olvidó de qué estaban discutiendo.
El lunes por la mañana, al entrar en la redacción Johan, captó enseguida que había algo que no estaba como solía. Levantó un brazo para impedir que entrara Pia, que iba detrás de él. Se habían encontrado en la puerta del edificio y acababan de ir a buscar las tazas de café; la infusión se derramó cuando Pia chocó con él.
– ¿Qué pasa? -preguntó sorprendida.
– Espera -ordenó haciéndola callar-. Aquí hay algo raro.
El local de la redacción era alargado y en una de las paredes transversales colgaba un mapa de Gotland y de la isla de Fårö. Había desaparecido. Alguien lo había sustituido por una fotografía, si bien, en la oscuridad, no lograba verla bien. Pero no era sólo eso. Algo raro sucedía con los ordenadores. Los tres estaban encendidos, cuando estaba seguro de que lo último que hizo la noche anterior, antes de abandonar la redacción, fue apagarlos. Se lo comentó a Pia en voz baja. Entró con sigilo en el interior del local. No se oía el menor ruido. Abrió la puerta de la cabina de grabación; vacía.
– ¡Bah! -dijo Pia a su espalda en voz baja-. Quizá haya sido alguien de la radio que ha estado trabajando aquí esta noche.
– Chist…
Volvió a empujarla hacia atrás.
Cuando se acercó a la pared del fondo y pudo ver de qué se trataba, al principio no pudo dar crédito a sus ojos.
Era una fotografía de él en el interior del coche, delante de la casa de Erik Mattson. La foto era oscura, pero se le podía ver sentado y mirando una de las ventanas del edificio.
Se sentó en una silla sin apartar los ojos de la fotografia.
– ¿Qué pasa? -oyó preguntar a Pia detrás de él.
Fue incapaz de articular palabra.
En la reunión matinal del lunes estaban todos. Alguien había preparado el café y servido unas cestitas con bollos de canela recién hechos procedentes de la pastelería Siesta. Kihlgård silbó animado. Knutas supuso que habría sido idea suya. Le encantaba estar a gustito, como él decía.
Gracias al asesinato de Hugo Malmberg, el mal rollo interno por el nombramiento de Karin como subcomisaria había pasado a un segundo plano, lo que Knutas agradecía inmensamente.
Karin abrió la reunión con un resumen de lo que había averiguado sobre el pasado de Hugo Malmberg.
– ¿Y quién es ese hijo al que dieron en adopción? -quiso saber Wittberg.
– Bien, yo creo que valdría la pena buscar un posible candidato -respondió Karin-. Una persona invitada a la exposición organizada por Egon Wallin, que se encontrara en Visby cuando se produjo el asesinato del galerista, que esté particularmente interesada en la obra de Nils Dardel y que, además, haya alquilado la casa de Muramaris. Estaríamos hablando de alguien de unos cuarenta años que ha ido apareciendo como el muñeco de la caja sorpresa desde que comenzó esta investigación.
– Erik Mattson -apuntó Kihlgård-. ¡Ese tipo discreto y correcto que ha hablado tantas veces acerca del robo en Waldemarsudde! ¿No podría ser en realidad el autor de los hechos?
– No puede ser, es un tipo muy delgado -protestó Wittberg-. ¿Cómo iba a poder colgar a Egon Wallin en la Puerta y cargar con Hugo Malmberg, su propio padre, hasta el cementerio? Jamás de los jamases.
– Pues habrá tenido ayuda, sin duda. ¡De sobra comprendo que no ha podido hacerlo él solo!
Karin miró airada a Wittberg. Al parecer, la pelea no estaba olvidada del todo.
– Y, en ese caso, ¿cuál sería el móvil? ¿Cuál, eh? ¿Que su padre biológico lo había traicionado?
Wittberg parecía incrédulo. Lars Norrby no tardó en sumarse al ataque.
– ¿Y Egon Wallin? ¿Por qué iba a querer cargárselo Erik Mattson?
– Bien, no puedo tener respuestas para todo… -gruñó Karin enojada.
– No me digas que no has comprobado si Erik Mattson es realmente el hijo entregado en adopción…
Knutas miró perplejo a Karin, quien torció el gesto.
– Pues no. No lo he hecho -admitió.
– Quizá fuera una buena idea hacerlo antes de sacar ninguna conclusión.
Aunque su tono fue un poco duro, sintió lástima por Karin al ver el rostro de satisfacción de Wittberg y Norrby.
Por la tarde llamaron a la puerta del despacho del comisario. Entró Karin, que se sentó con gesto desalentado.
– He hablado con los padres adoptivos de Erik Mattson, Greta y Arne Mattson. Viven en Djursholm, y nunca le han contado a Erik que es adoptado. Así pues, él ignora que Hugo Malmberg es su padre.
– ¿Qué relación tienen con Erik?
– Inexistente. Rompieron su relación con él cuando se enteraron de que es adicto a las drogas y homosexual.
– ¿Homosexual? ¿Él también? Parece ser un elemento común en esta investigación.
– Sí.
– Pero qué cruel suena. ¿Rompieron con él sólo por eso? No parece una actitud muy cariñosa…
– Pues no, la verdad. Sin embargo, sí mantienen una buena relación con Lydia, su exmujer, y con los hijos; bueno, al menos con dos de ellos.
– ¿Cuántos años tienen? Los hijos, quiero decir.
– Los chicos, David y Karl, tienen veintitrés y veintiuno, respectivamente; Emilie, la hija, diecinueve.
– ¿Con cuál de ellos no se llevan bien?
– Con David, el mayor. Bueno, yo hablé con el padre de Erik, que, por otro lado, parece una persona muy amable, y, según me dijo, David era el más sensible y el que peor lo pasó tras la separación. Sus padres se divorciaron precisamente por la adicción de Mattson a las drogas y, además, perdió la patria potestad porque descuidó sus obligaciones cuando tenía a los niños en casa a su cargo los fines de semana. Pero eso no ha influido en David. Evidentemente, él ha tomado partido por su padre.
Knutas se quedó un rato mirando con fijeza a Karin sin decir nada. Después, levantó con decisión el auricular del teléfono, como si de repente se le hubiera ocurrido alguna idea.
La dueña de Muramaris, Anita Thorén, tardó menos de un cuarto de hora en presentarse en comisaría cuando Knutas la llamó.
– Me alegro de que hayas podido venir tan pronto. Como ya te he anticipado por teléfono, queremos que veas unas fotografías.
– Muy bien.
Anita Thorén se sentó en el sofá que Knutas tenía para las visitas y el comisario colocó ante ella cinco fotografías de hombres de unos veinticinco años. Le pidió que las mirase con atención y que se tomara el tiempo necesario. Karin y Wittberg estaban presentes en calidad de testigos.
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