Mari Jungstedt - El Arte Del Asesino

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En una fría mañana de invierno, aparece el cadáver de un hombre colgando de una de las puertas de la muralla de Visby, en la isla de Gotland. Se trata de Egon Wallin, un reputado galerista de Visby. Descartada la hipótesis del suicidio, el comisario Anders Knutas y su equipo enseguida descubren que la víctima llevaba una doble vida: sin que nadie lo supiera, había hecho todos los preparativos para empezar una nueva vida alejado de su familia, y en su casa escondía valiosas pinturas de artistas suecos sustraídas en los ultimos años. Anders Knutas encarga al tasador Erik Mattson una valoración de los cuadros, entre ellos algunos de August Strindberg.
Por otro lado, Johan Berg, el periodista de la Televisión Sueca, que se encuentra en Visby pasando unos días con su prometida Emma y su hija Elin, cubre la noticia y empieza a investigar por su cuenta.
Un segundo y terrible crimen, el de Hugo Malmberg, otro tratante de arte y amigo del galerista asesinado conduce, por separado, al comisario y al periodista a algunos clubes de prostitución homosexual en Estocolmo.
Mientras, una pequeña revolución estalla en la comisaría. La decisión de Anders Knutas de nombrar un nuevo responsable en su departamento aviva los celos y despierta viejos resentimientos. El veterano policía deberá emplear toda su habilidad y diplomacia para recuperar el equilibrio en el equipo. Por su parte, Johan Berg trata de convencer a Emma para celebrar una boda tradicional, sin saber que él y su familia están en el punto de mira del asesino.
En la cuarta entrega de la serie protagonizada por Anders Knutas y Johan Berg, Mari Jungstedt nos introduce en el selecto y refinado ambiente artística de la capital de Suecia,, en el cual la venta de obras de arte robadas y la prostitución masculina están a la orden del día.
· «Una de las mejores escritoras de novela policíaca.» The Times
· «Una novela fría y despiadada como el invierno en los países nórdicos.» Für Sie
· «Los héroes de Mari Jungstedt tienen carácter y corazón. Una serie muy emocionante.» Berliner Tageszeitiing

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Lo único que le aguaba la fiesta era que la persona a quien esperaba tardaba en llegar.

Capítulo 4

Erik Mattson, anticuario y experto tasador de obras de arte, había recibido el encargo de realizar una tasación de gran envergadura en una enorme mansión campestre situada en Burgsvik, al sur de Gotland. El director jefe de la casa de subastas Bukowskis les preguntó a un compañero y a él si podían desplazarse hasta allí. Un terrateniente de Gotland era propietario de una extensa colección de pintura sueca de finales del siglo xix y principios del xx y quería venderla. Se trataba de una treintena de obras, desde grabados de Zorn hasta óleos de George Pauli e Isaac Grünewald.

Los dos colegas pasaron todo el viernes en Burgsvik, y ello supuso toda una experiencia. La mansión resultó ser un ejemplar único de la casa tradicional de la isla, construida con piedra caliza, y los dos disfrutaron tanto con el entorno como con la impresionante colección. Entablaron una relación tan buena con los dueños de la casa que éstos los invitaron a cenar. Pasaron la noche en Visby, en el hotel Strand.

Erik quería estar descansado el sábado. Tenía muchas cosas que hacer. Se proponía empezar el día visitando el lugar que más apreciaba en el mundo y que llevaba muchos años sin visitar.

Apenas desayunó, subió al coche y se marchó. El día estaba nublado y las previsiones meteorológicas informaban de que se acercaba una nevada. No iba muy lejos. El destino de su viaje estaba cinco kilómetros al norte de Visby.

Justo cuando iba a girar para seguir el indicador hacia Muramaris, vio un coche que venía desde allí. Aquello le extrañó. Casi nadie se molestaba en ir allí en invierno.

Había una señal arriba, en la carretera principal, que informaba de la existencia de un aparcamiento para los visitantes, si bien en pleno mes de febrero estaba vacío. Al salir del coche se detuvo en el camino de guijarros con la cara vuelta hacia el mar, que desde allí sólo se podía adivinar. Mucho más abajo se agitaban las olas, con la misma predestinación que el ir y venir de los años.

A ambos lados del camino crecía un tupido bosque de árboles bajos y retorcidos, claramente marcados por las tormentas otoñales. No había ninguna casa en los alrededores.

Durante el paseo de bajada por la prolongada cuesta, se le llenaron los ojos de lágrimas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí. Las copas de los árboles susurraban a su alrededor y se oía el ruido de los guijarros bajo sus pies. Estaba solo, y eso era precisamente lo que quería. Aquel era un momento sagrado.

Cuando apareció ante él la casa, al doblar el recodo del camino, comenzó a nevar. Los copos descendían lentamente del cielo y se posaban con suavidad sobre su cabeza.

Se detuvo para contemplar el paraje que se divisaba al fondo, el deteriorado edificio principal, la casa del jardinero… y allí estaba también, algo apartada, la casita roja de peculiar historia.

Qué diferencia con la última vez que estuvo allí. Entonces era pleno verano y pasaron dos semanas en la casa, igual que el pintor cuando, hacía ya casi cien años, iba allí de visita con su amante.

Erik gozó entonces de cada segundo: dormir en el mismo dormitorio que él, hallarse bajo el mismo techo, desayunar en la misma cocina en la que él se había sentado (la vieja cocinilla de hierro no se había cambiado nunca). Aquellas paredes guardaban relatos que tan sólo podía imaginar.

Desde allí tenía una vista completa de Muramaris, la casa de los artistas. El nombre significaba el hogar junto al mar. El edificio principal, de planta cuadrada y color arena, estaba construido con piedra caliza y constaba de dos pisos. Su arquitectura era una original mezcla entre una villa renacentista italiana, con galería abierta al mar, y la tradicional casa gotlandesa. Disponía de grandes ventanales con parteluces blancos que miraban hacia todos los lados: al bosque, al mar y al jardín barroco de la parte posterior, con sus esculturas, fuentes, senderos empedrados y sus cuidados parterres.

El hombre que tanta influencia había tenido en su vida iba a menudo de visita, pasó allí soleadas semanas estivales, se bañó y paseó por la playa, pintó y se relacionó con la controvertida pareja de artistas que hizo construir la casa de sus sueños en aquella planicie a principios del siglo pasado.

Pese a los años transcurridos, sentía su presencia intensamente.

Con cierto reparo, Erik abrió la verja verde de madera, que cedió a regañadientes con un prolongado chirrido. Anduvo hasta la parte posterior del edificio. La casa había estado deshabitada muchos años, antes de que el nuevo propietario se hiciera cargo de ella, y eso se notaba. El revoque aparecía desconchado, el muro que rodeaba el edificio se había caído en varios sitios, faltaban muchas de las esculturas del jardín y aquella construcción, tan soberbia en su día, necesitaba con urgencia ser renovada.

Paseó sin prisa por el sendero empedrado entre los setos cuidadosamente podados. Se sentó en un banco al lado del estanque, en el centro del jardín. Ni la humedad, ni el frío del banco ni la tormenta que arreciaba parecían importarle lo más mínimo. Tenía la mirada clavada en una ventana concreta. Era la ventana del cuarto de los invitados, en el piso inferior, al lado de la cocina. Allí se había pintado uno de los lienzos más discutidos de la historia de la pintura sueca. Al menos, eso era lo que decía la leyenda, y no había motivos para dudar de la afirmación. El artista trabajó en aquella gran pintura al óleo el mismo año en que diseñó el jardín de Muramaris. En plena guerra mundial, el año 1918.

Entonces Nils Dardel pintó El dandi moribundo. Sentado en el banco, Erik susurró aquellas palabras.

El dandi moribundo; exactamente igual que él.

Capítulo 5

Tras la exitosa inauguración, todo el personal de la galería se fue a celebrarlo al restaurante Donners Brunn, en el corazón de Visby. Mattis Kalvalis, sentado en el medio, parecía disfrutar sin reservas de ser el centro de atención. El ambiente de la mesa era alegre y distendido, y Egon Wallin pensó que aquella era una excelente noche con la que poner punto final a su vida anterior. Ocupaban la mejor mesa del lujoso comedor abovedado y saboreaban a la luz de las velas unos manjares muy bien cocinados y bellamente presentados en los platos.

Propuso otro brindis por el artista y todos vitorearon el descubrimiento de una nueva estrella en el firmamento artístico. Justo al finalizar los aplausos aparecieron otros dos clientes: Sixten Dahl en compañía de un hombre joven a quien Egon no conocía.

Saludaron educadamente al pasar junto a ellos y Sixten volvió a elogiar la exposición, al tiempo que dirigía al pintor una mirada atenta. ¿Qué demonios andará tramando ahora?, se dijo Egon. Por fortuna se sentaron en una mesa situada en el otro extremo del comedor, de manera que Egon estaba de espaldas a ellos.

Más tarde, cuando fue al baño, advirtió que Mattis Kalvalis estaba con Sixten Dahl en la sala de fumadores del restaurante. Se encontraban solos, enfrascados en lo que parecía una conversación sena. La ira se apoderó de él por un instante y abrió de un empellón la puerta de cristal.

– ¿Qué andas tramando? -le dijo enojado a Sixten en sueco.

– ¿Qué pasa, Egon? -preguntó su rival con estudiada sorpresa-. Estamos fumando…, ésta es la sala de fumadores.

– No me vengas con argucias. Mattis y yo tenemos un contrato.

– ¿Ah, sí? No me digas… Por lo que tengo entendido, aún no está firmado -dijo Sixten, que apagó el cigarrillo y salió de la sala con indiferencia cruzándose con él en la puerta.

Mattis Kalvalis, por supuesto, no había entendido ni una palabra. Sin embargo, parecía visiblemente molesto. Egon decidió no darle mayor importancia al asunto. Se volvió hacia Kalvalis:

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