Se acercó desconcertado y comprobó, para su asombro, que estaba llena de agua hasta los bordes. No tuvo tiempo de pensar quién habría estado allí o con qué fin se había usado la bañera.
La universidad estaba cerrada y tuvieron que llamar al guardia de seguridad para que les abriera. Aquello estaba muerto, en una calurosa tarde de julio no quedaba allí dentro ni un alma. Subieron por las escaleras hasta el pasillo donde se encontraba el despacho de Mellgren. La puerta estaba cerrada con llave. El vigilante rebuscó en un enorme llavero y abrió la puerta.
El despacho de Mellgren estaba tan vacío como el resto de las salas que habían recorrido. Flotaba en el cuarto un ligero aroma a after shave.
– Es el mismo que suele usar Mellgren -aclaró Karin-. Reconozco el perfume.
Knutas registró enseguida el escritorio pero no pudo encontrar nada de interés. Sobre la silla colgaba una toalla húmeda.
– Eso significa que ha estado aquí -dijo Knutas-. Y se ha duchado. ¿Por qué no fue a casa y se duchó allí?
– Porque iba a dar una vuelta por la ciudad, evidentemente -bromeó Kihlgård-. Querría aprovechar ahora que su mujer está fuera.
– Eso en el caso de que no tuviera otra cosa en mente -respondió Knutas. Marcó el número de teléfono de su casa. Seguían sin responder. Llamó también a Susanna Mellgren, pero su marido todavía no se había puesto en contacto con ella.
– Será mejor que vayamos a comer algo -propuso Kihlgård-. Estoy muerto de hambre.
– ¿Es que no puedes pensar más que en comer? -soltó Knutas-. Voy a Lärbro, ¿me acompañáis o llamo a Wittberg?
Cuando llegaron a la granja había empezado a oscurecer. Se veía luz en todas las ventanas y había un coche aparcado en el patio. La puerta de la calle no estaba cerrada con llave y entraron. La casa tenía las luces encendidas, pero estaba en silencio. Miraron en todas las habitaciones y no les llevó mucho rato comprobar que estaba vacía.
Salieron otra vez al patio y vieron la puerta del establo abierta. Lo único que se oía era el ruido de las gallinas que cloqueaban de vez en cuando.
La cuadra parecía llevar bastante tiempo en desuso. Al fondo había una puerta entreabierta. Dentro había luz. Los tres policías cruzaron una mirada. Se acercaron con sigilo a la puerta. Les golpeó la nariz un virulento olor a orina y amoniaco procedente de lo que debía de ser el gallinero. Cuando cruzaron el umbral se encontraron con un escenario tan inesperado como aterrador.
De un gancho del techo, por encima de las gallinas que dormían perfectamente alineadas en sus palos, colgaba Staffan Mellgren. Estaba desnudo y alguien le había hecho un corte en el vientre del que había manado sangre, pero en el suelo, debajo de él, sólo había un pequeño charco. Knutas se quedó sin aliento. En su mente relampagueó un escenario similar. Martina colgada en medio del verdor estival. Juventud y maldad, muerte repentina. Aquí era la sangre roja contra las plumas blancas.
Todo era una cuestión de contrastes.
A la mañana siguiente no faltó nadie a la reunión. Los murmullos cesaron cuando Knutas, con gesto grave, tomó asiento en la cabecera de la mesa. Empezó sirviéndose una taza de café. Comprobó para su satisfacción que era un café bien cargado y le dirigió a Kihlgård una mirada de agradecimiento. Era el único que hacía el café tan fuerte como le gustaba a Knutas. Sin duda iba a necesitarlo, no había dormido mucho aquella noche.
– Como ya sabéis todos, tenemos otro asesinato entre manos -comenzó Knutas-. Ayer por la tarde, cuando Karin, Martin y yo fuimos a buscar a Mellgren a su casa lo encontramos colgado en el gallinero. Se trata sin duda de un asesinato y todo parece indicar que el modus operandi ha sido el mismo que en el caso de Martina Flochten. Hemos acordonado la granja y el cuerpo debe permanecer allí hasta que llegue el forense, que vendrá hoy un poco más tarde. Por suerte, el resto de la familia no se encontraba allí, están pasando unos días en casa de los padres de Susanna Mellgren en Ljugarn y de momento se quedarán allí. Mellgren, como sabéis, tiene cuatro hijos.
Se calló y se volvió hacia Sohlman.
– A falta de resultados técnicos seguros, puesto que ninguna de las pruebas está lista aún, puedo decir que todo apunta a que se trata del mismo asesino que en el caso de Martina -remarcó Sohlman-. Las similitudes no dejan lugar a dudas. Las señales que aparecen en el cuerpo muestran que a Mellgren, igual que a Martina, lo asesinaron antes de colgarlo de la soga y que el corte del vientre fue lo último de todo. Luego probablemente recogió la sangre, hay muy poca en el suelo. El modus operandi, como sabéis, no se ha hecho público, por lo que tampoco puede tratarse de un imitador. Mellgren también estaba desnudo cuando fue descubierto y aún no hemos encontrado su ropa.
– ¿Cómo lo han asesinado? ¿También lo han ahogado? -preguntó Wittberg.
– Eso parece. Había una vieja bañera llena de agua en el establo. El agua se había salido por los bordes y hemos encontrado pelos y sangre dentro de ella. Probablemente el asesino lo ahogó allí metiéndole la cabeza en el agua.
– Eso significa que el asesino tiene que ser un tipo fuerte -apuntó Karin-. Mellgren no era ningún alfeñique.
– A no ser que lo hubieran drogado antes, eso no lo sabemos. O que lo hayan dejado inconsciente de un golpe, aunque no presenta lesiones que induzcan a pensar en eso.
– ¿Cuánto tiempo llevaba muerto cuando lo encontrasteis? -quiso saber Smittenberg.
– Como mucho, una hora. Nuestros colegas debieron de llegar pisándole los talones al asesino.
– ¿Qué huellas habéis encontrado?
– No muchas. Lo más interesante son las huellas del calzado que el asesino ha dejado tras de sí después de pisar la sangre. El suelo es de un cemento bastante liso, así que las pisadas se ven con claridad. Y el número de calzado es interesante, se trata de un par de zuecos de madera del número treinta y nueve o cuarenta, quizá.
Permanecieron unos segundos en silencio.
– ¿Es decir, que también podría tratarse de una mujer? -Karin miró sorprendida a Sohlman.
– Sí, en cualquier caso no podemos descartarlo. Es bastante raro que un hombre tenga los pies tan pequeños, ¿no? Yo, que sólo mido uno setenta y cinco, calzo un cuarenta y dos.
– Yo conozco a un chico que tiene el número treinta y nueve -dijo Wittberg.
– ¿La mujer? -preguntó Kihlgård-. ¿Qué opináis de Susanna Mellgren? Es bastante fuerte. Es decir, musculosa, parece bien entrenada. Quizá podría haberlo hecho ella.
– ¿Y para qué iba a tomarse tantas molestias? -replicó Karin-. ¿Para qué iba a decapitar a los caballos, sacarles la sangre y asesinar de tres formas distintas si en realidad sólo quería acabar con su marido y con su amante?
– Podría ser una manera refinada de despistar -propuso Wittberg.
– ¿Quizá quiera dirigir las sospechas contra alguien que habría podido utilizar métodos similares? -sugirió Kihlgård.
– ¿Qué sabemos de esa familia, en realidad? Sinceramente, creo que no hemos investigado su pasado lo suficiente -dijo Karin-. Desde luego, el de la mujer, no.
– No, no la hemos considerado de especial importancia, a mí me cuesta creer que haya sido capaz de cometer estos crímenes -dijo Knutas-. Si hubiera sido ella quien colocó allí la cabeza del caballo, entonces, ¿por qué iba a llamar a la policía cuando su marido no lo hizo?
Karin se encogió de hombros.
– Para alejar de sí misma las sospechas, claro.
Knutas dirigió la pregunta siguiente a Agneta Larsvik.
– ¿Qué opinas tú del asunto?
– Por lo que he oído, casi todo apunta a que nos enfrentamos al mismo autor, pero preferiría ver a la víctima y el escenario del crimen antes de pronunciarme. El hecho de que aparezca desnudo y de que falte la ropa también apunta en esa dirección. Es muy posible que el autor del crimen guarde la ropa para conservar la sensación que experimentó al asesinar, una especie de fetichismo. Igual que la sangre. Pero hay otro aspecto en el que debemos centrar nuestra atención.
Читать дальше