Mari Jungstedt - Nadie Lo Conoce

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Con la resolución del último caso en el que estuvo implicado, el comisario Anders Knutas se siente deprimido y agobiado. Espera ansioso la llegada de las vacaciones de verano para pasar unos días con su familia. Pero antes debe ocuparse de un nuevo caso.
Un grupo de arqueólogos está excavando en un viejo poblado vikingo de Gotland, pero ignoran que un grave peligro se cierne sobre ellos. Todo empieza con el descubrimiento, por parte de dos niñas, del cadáver decapitado de un caballo en un prado cerca de su casa. Parece que el criminal, obedeciendo a un antiguo rito vikingo, ha torturado al animal antes de llevarse su cabeza y su sangre. El caso se complica peligrosamente cuando la holandesa Martina Flochten, una de las estudiantes del grupo de arqueología, desaparece sin dejar rastro y es hallada asesinada unos días más tarde. Posteriormente un importante político de la isla, Gunnar Ambjörnsson, encuentra en la caseta de su jardín una cabeza de caballo y Anders Knutas y su equipo se preguntan si será la próxima víctima.
Una vez más, Anders Knutas y el periodista Johan Berg, que ahora vive en la isla y espera el nacimiento de su hija, necesitarán todo su valor e inteligencia para resolver este cruel caso con ecos de cultos ancestrales.

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Kalle decidió esperar, se sentó en una piedra y sacó la caja de rapé Ettan. Se colocó un buen pellizco bajo el labio. De cuando en cuando oía el murmullo de las aves entre la hierba y en los arbustos, o las carreras de los conejos que entraban y salían de sus cuevas. Un par de tarros blancos con sus característicos picos rojos nadaban en la orilla. En el bosquecillo que cubría el centro del promontorio había a veces vacas pastando, pero hoy estaban en el extremo del cabo. Lo cual era una suerte, porque, con lo juguetona que parecía hoy Lisa, igual le daba por perseguir también a las vacas. Y podía acabar recibiendo una coz que la dejara en el sitio.

Cuando hubo pasado un cuarto de hora largo sin que la perra apareciera, decidió ir a buscarla. Estaba enojado, si no la encontraba pronto se iba a hacer demasiado tarde. Volvió a cruzar el prado, las escaleras que se abrían en medio de la valla que rodeaba el bosque y se introdujo entre los árboles. Entonces oyó ladrar a Lisa. Tenía que haberse adentrado un buen trecho, puesto que antes no la había oído. En la zona cercada quedaban restos de un foso de los tiempos en que Vivesholm fue un puerto importante y hubo allí una muralla defensiva.

La arboleda se iba volviendo cada vez más frondosa, pasó junto a la vieja e inestable torre de madera usada como observatorio de aves que estaba en la linde del bosque. Más allá el terreno se iba volviendo pantanoso, hasta que el mar tomaba el relevo. Desde allí se podía divisar el Hotel Warfsholm, que en línea recta no quedaba muy lejos. Los ladridos se oían cada vez más claros, la perra debía de encontrarse ahora muy cerca. Entonces divisó entre los árboles algo de color champán y allí estaba Lisa, ladrando como una loca hacia lo alto de un pino. ¿Qué demonios sería eso que le parecía tan interesante?

Unos metros más allá se detuvo en seco. Durante varios segundos escalofriantes tuvo que esforzarse para comprender qué era lo que estaba viendo. Era incapaz de asimilar la visión de la joven que colgaba balanceándose libremente a merced del viento, desnuda, con una soga alrededor del cuello. Tenía la cabeza inclinada hacia delante y la melena larga y rubia le caía sobre la cara. Lo primero que pensó es que se trataba de un trágico suicidio. Lo invadió un profundo malestar y se vio obligado a sentarse en el suelo. Entonces fue cuando vio que la mujer estaba cubierta de sangre. Alguien le había abierto con un cuchillo el bajo vientre de lado a lado.

Una hora después Knutas tomaba el camino de grava que discurría entre las casitas de veraneo y bajaba hasta el mar y Vivesholm. Lo acompañaban Karin Jacobsson y Erik Sohlman. Antes de ponerse en camino, Knutas consiguió ponerse en contacto con el forense, que tomaría un avión desde la península unas horas más tarde.

Junto a la verja se encontraba un hombre de unos sesenta y cinco años. Vestía pantalones cortos y un jersey, y sujetaba con la correa a un perro de pelo claro y rizado. Aparcaron al lado de la verja y caminaron por la hierba que crecía junto al camino de grava hasta el extremo del promontorio para no destruir las posibles huellas de ruedas de coches. Kalle Ostlund levantó la mano y señaló.

– Tuvo que llegar por ese recodo -apuntó-. De lo contrario lo habrían visto desde las casas que están más cerca del mar.

Siguieron al hombre hasta una pequeña zona boscosa y continuaron por un sendero de tierra muy trillado que discurría paralelo al antiguo foso. Aquí y allá crecían endrinos y escaramujos.

El viento estaba casi totalmente en calma y todo lo que se oía eran los graznidos de las aves sobre el mar. No vieron el cuerpo hasta que no lo tuvieron justo delante de los ojos.

En el aire, rodeada de la exuberante vegetación estival, colgaba una joven. El pelo le caía sobre el rostro y el delicado cuerpo que colgaba sin vida de una soga era de un rosa resplandeciente. Sobre el terso vientre alguien le había realizado un corte de varios centímetros de longitud, de donde había manado la sangre deslizándose sobre los genitales y las piernas.

El contraste entre su juventud y belleza y la violencia a la que había sido sometida era brutal.

Los policías observaron el cuerpo en silencio.

– Sí, así fue como la encontré -dijo finalmente Kalle Ostlund.

– ¿Y no ha abandonado el lugar desde entonces? -le preguntó Knutas.

– No, llamé a mi mujer, pero no me atreví a irme de aquí.

– ¿Vio u oyó algo cuando venía hacia aquí?

– No, iba yo solo. Con Lisa -añadió Kalle acariciando a la perra.

Knutas llamó a los agentes que se habían sumado a ellos y habían empezado a colocar las cintas de plástico.

– Vamos a acordonar esta zona. Quiero que algunos empecéis a llamar a las casas de los vecinos inmediatamente. ¿Dónde están los perros?

– Están de camino -respondió Karin.

– Bien, no hay tiempo que perder. Usted, por el momento, puede irse a su casa -le dijo al señor de la perra-. Pero quédese allí, dentro de un rato quiero hablar con usted y con su mujer.

– Sólo puede tratarse de Martina Flochten -afirmó Karin-. Coinciden tanto la edad como el aspecto físico.

– Sí, es ella, sin duda -reconoció Knutas.

– ¡Maldita sea! ¿Con qué loco se habrá topado? -exclamó con vehemencia Sohlman-. ¿Por qué colgar a una persona a la que ya has matado?

– ¿O para qué apuñalar a una persona a la que ya has ahorcado? -replicó Karin.

Knutas se movió despacio alrededor del cuerpo observándolo desde todos los ángulos. Martina parecía una muñeca escalofriante. Tenía la cara enrojecida, como si hubiera realizado un esfuerzo, los ojos abiertos, pero apagados, sin brillo. Los labios de color marrón oscuro y la piel enrojecida, las pantorrillas y los pies tirando a violáceo.

En el corte de la parte inferior del vientre había moscas y a Knutas se le revolvió el estómago al ver que se habían formado pequeñas larvas en la herida.

– Me pregunto si llevará aquí colgada desde el sábado -susurró Karin tras el pañuelo que mantenía apretado contra la boca.

– Veamos, ¿qué día es hoy? Miércoles. Si la mataron el sábado por la noche, ya han pasado casi cuatro días -dijo Sohlman-. Es posible.

– Tendrá que seguir colgada hasta que llegue el forense -afirmó Knutas-. Quiero que la vea tal como está.

Junto a la verja ya se habían dado cita los curiosos. Knutas evitó responder a sus preguntas al pasar junto a ellos.

Condujeron directamente de vuelta a la comisaría.

Se hallaba en el interior del bosque, recostado contra la gruesa corteza del árbol. Tenía los ojos cerrados, y escuchaba. El murmullo de los árboles, una piña que caía al suelo con un ligero golpe sordo, una corneja que graznaba. Aquí dentro, en las sombras, los olores eran muy intensos: resina, pinochas, tierra, arándanos. Dobló las piernas lentamente y deslizó la espalda contra el tronco del árbol hasta quedar sentado. Las rugosidades del árbol no le molestaron. Canturreaba para sí mismo en voz baja y monótona. Fue cayendo lentamente en el estado al que aspiraba, en éxtasis. Se fundió con el árbol y su alma permanecería allí mientras él proyectaba su conciencia en otra cosa.

Ese tránsito era importante para él, necesario en realidad para que pudiera cumplir su cometido.

El árbol y él se convirtieron en un solo ser. Ahora no existía ninguna limitación, en absoluto. Había entrado en otra realidad. El entorno le era indiferente. Aquello que antes lo angustiaba ya no tenía ninguna importancia. Se había liberado de los problemas diarios, triviales, todo lo relacionado con las personas. Ya no debía preocuparse de ellas porque había sellado otra alianza que nada tenía que ver con las relaciones humanas. Era como si hubieran caído los muros, se hubieran removido los obstáculos y el camino se abriera ante él recto y claramente señalizado. Comprendió que poseía fuerzas poco comunes.

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