Håkan Nesser - La tosca red

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En la húmeda y gris ciudad de Maardam, situada en algún lugar de Europa, el comisario Van Veeteren y sus hombres se enfrentan al caso Janek Mattias Mitter, un catedrático de instituto que no recuerda si ha matado a su esposa o no. Están muy lejos de sospechar el terrible drama que va a descubrirse durante la investigación.La tosca red es el comienzo de una serie de diez novelas sobre el comisario Van Veeteren y sus colegas en la Policía de Maardam.

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– Señor Mitter, ¿ahogó usted a su esposa?

– No.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque… porque no lo hice.

– ¿Quiere usted decir que usted no la mató porque usted no la mató?

Mitter se concedió dos segundos extra para pensar antes de contestar. Luego dijo, con tranquilidad y contención:

– No, yo que no la maté porque no la maté… de la misma manera que usted sabe que no lleva bragas de encaje justamente porque usted no las lleva… hoy.

Las gradas explotaron. Ferrati fue a sentarse. Havel golpeaba la mesa con la maza en vano. Rüger movía la cabeza mientras Mitter se ponía de pie en el banquillo con mucha dignidad y con una medida inclinación agradecía los aplausos.

De repente se sentía de un humor excelente aunque un poco deseoso de fumar. Su siguiente réplica llegó tan sorprendente para él como para todos los demás.

– ¡Lo confieso todo! -gritó-. ¡Todo con tal de que alguien me dé un cigarrillo!

Cuando el juez Havel poco a poco pudo hacerse oír de nuevo, anunció:

– ¡Veinte minutos de descanso! ¡Quiero ver al fiscal y al abogado en mi despacho inmediatamente!

Y con un estruendoso golpe de mazo puso de momento fin a la vista del juicio.

12

– Perdonen.

Van Veeteren apartó a dos periodistas y se metió en la cabina telefónica. Corrió la puerta para no tener que oír los juramentos y las protestas… ¿Qué se creían? ¿No iban a tener preferencia las fuerzas del orden sobre la prensa?

Mientras esperaba respuesta contemplaba la grotesca cara que tenía, los ojos clavados en él desde la pulida superficie que estaba encima del aparato. Pasaron unos segundos antes de que se diera cuenta de que era su propia imagen. Algo no era como de costumbre, evidentemente, y volvieron a pasar unos instantes hasta que entendió de qué se trataba.

Sonreía.

Las comisuras de la boca se estiraban en un generoso semicírculo y le conferían una expresión de apacible locura.

Como un gorila macho haciendo muecas, pensó con acritud, pero de poco le sirvió. La sonrisa permaneció donde estaba y en lo más profundo de sí mismo empezó también a sentir cómo algo vibraba, una especie de ronroneo sordo, y comprendió que todo ello debía ser una manifestación de satisfacción. Una cálida y agradecida satisfacción.

Pocas veces lo había pasado tan bien; por lo menos desde que el anterior jefe de policía había atropellado a su mujer en un paso de peatones. La imagen del fiscal Ferrati en bragas de encaje era de una categoría que podía guardar en lo más profundo de sí mismo para sacarla en cualquier momento durante el resto de su vida. Contemplarla y disfrutarla.

Para no hablar de la pura alegría de entrar a ver a Ferrati los lunes por la mañana y decirle:

– ¡Hola, fiscal! ¿Y de qué color llevas hoy las bragas?

Era impagable. Mientras estaba allí mirando al gorila macho, pensó que su estado se parecía bastante a la felicidad.

Por lo menos medida con sus propias medidas.

Cierto que era breve, pero en cualquier caso existía.

Pero ahora se trataba de Münster. Había que suspender el partido de bádminton de las doce. Pondría la excusa del pie…

– Es este tiempo de los cojones. Noto que no está bien del todo aún. Lo siento, pero no puede ser.

Münster entendió. No importaba. Jugaría un poco con el aspirante Nelde… el comisario no tenía por qué preocuparse.

¿Preocuparme?, pensó Van Veeteren. ¿Por qué coño iba a preocuparme yo? ¿Quién se cree que es?

Pero luego orientó sus pensamientos a la verdadera razón.

A la razón por la que no tenía ganas de cambiar la sala del juicio por la pista. No todavía.

Mitter.

Ese Mitter de los cojones.

Empezó a vibrarle de nuevo la barriga pero consiguió ponerle fin. Éste era un caso que… en fin, había venido esta mañana más que nada porque no quería empezar con nada nuevo. Tenía un pirómano esperando sobre su mesa de despacho, lo sabía, y si había algo que aborrecía era precisamente a los pirómanos.

Había pensado estar solo un par de horas. Para ver cómo se las arreglaba este catedrático en el banquillo… en el banquillo y con Ferrati. Un ratito sólo hasta que se hiciera la hora del bádminton y de la comida.

Y ahora estaba atado. No podía dejarlo. No todavía, lo dicho. No fue la réplica de las bragas lo que le retuvo aunque, por pura cortesía, podía haberse quedado varias horas, sólo para haber podido asistir a ella. No, no, era otra cosa. Ya antes de la discusión y del aplazamiento se había dado cuenta de que tenía que quedarse y ver cómo se desarrollaba todo… no porque creyese que Mitter tenía en realidad alguna oportunidad a la larga, pero es que no se trataba de eso. De que Mitter sería finalmente condenado, de eso estaba convencido.

Pero ¿lo había hecho?

¿Había hundido verdaderamente este profesor medio loco la cabeza de su mujer bajo el agua manteniéndola allí el tiempo necesario para que muriera?

¿Dos minutos? No, no bastaba… tres, tres minutos y medio.

Van Veeteren dudaba. No le gustaban las dudas.

Y ¿estaba Mitter en su sano juicio?

Seguramente lo había estado en el momento del asesinato.

Pero ¿ahora?

¡Usted no lleva las bragas… hoy!

¡Confieso si me dan un cigarrillo!

Ante el tribunal. Fue grandioso.

Y…, finalmente, para terminar. Si Mitter no había matado a su esposa, ¿quién lo había hecho?

Se acordó de que Reinhart había dicho una vez que no había dos oficios que se parecieran más que el de profesor y el de actor.

De no ser el de la policía y el de las luchadoras que se exhiben combatiendo en un rectángulo lleno de barro, pensó Van Veeteren mientras se abría paso a codazos hacia su sitio en lo alto de las gradas.

13

– ¿Puedo pedirle que nos cuente todo lo que recuerde de la tarde y la noche entre el 4 y el 5 de octubre?

Havel había abierto con una advertencia a todos los implicados. Eran de esperar nuevos aplazamientos y puertas cerradas si no mejoraba la disciplina. Pese a ello, el rumor de las gradas aumentó en espera de la respuesta de Mitter.

– ¿Por dónde quiere usted que empiece?

– Desde el momento en que deja el instituto.

– Muy bien. -Mitter carraspeó-. Terminé a las 15:30. Eva sólo tenía clase por la mañana, así que no regresamos juntos. Yo tenía el coche… pasé por Keen's y compré un poco de vino…

– ¿Cuánto vino?

– ¿Cuánto? Una caja… doce botellas.

– Gracias. Siga.

– Llegué a casa a eso de las cuatro y media. Eva había empezado a preparar la comida… un guiso para más tarde, para cenar. Lo dejó cuando llegué yo, nos tomamos un vaso de vino y nos fumamos un cigarrillo en la terraza. Hacía buen tiempo y estuvimos allí fuera por lo menos una hora.

– ¿De qué hablaron?

– De nada especial… del instituto, de libros…

– ¿No recibieron ninguna visita?

– No.

– ¿Llamadas telefónicas?

– Sólo Bendiksen.

– ¿Quién es Bendiksen?

– Un amigo. Habíamos pensado salir a pescar el domingo. Llamó para concretar algún detalle…

– ¿Qué detalle?

– No me acuerdo bien. A qué hora íbamos a salir, me parece.

– ¿No hubo otras llamadas?

– No.

– ¿Ni visitas?

– No.

– ¿Que usted recuerde?

Ferrati sonrió.

– Eso es… que yo recuerde.

– Bien, así que estuvieron ustedes en la terraza hasta… ¿las cinco y media?

– Aproximadamente.

– ¿Cuánto bebieron?

– No sé. Una botella, tal vez…

– ¿Cada uno?

– No, entre los dos.

– ¿No más?

– Bueno, tal vez…

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