Håkan Nesser - La tosca red

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En la húmeda y gris ciudad de Maardam, situada en algún lugar de Europa, el comisario Van Veeteren y sus hombres se enfrentan al caso Janek Mattias Mitter, un catedrático de instituto que no recuerda si ha matado a su esposa o no. Están muy lejos de sospechar el terrible drama que va a descubrirse durante la investigación.La tosca red es el comienzo de una serie de diez novelas sobre el comisario Van Veeteren y sus colegas en la Policía de Maardam.

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Pero no ceder, no parar, no sentarse… sólo seguir resistiendo, metro a metro, paso a paso. Y el viento aumentó obligándole a andar doblado hacia delante; le azotaba con más fuerza cada vez, arrojaba arena y ramas secas contra su cara y él se doblaba cada vez más y cerraba los párpados para protegerse los ojos…

Y de repente se encontraba delante de esta casa, grande y destartalada, tan desconocida y tan familiar al mismo tiempo. Y las personas estaban en largas filas y le daban la bienvenida, pegadas a las paredes por los pasillos; toda clase de personas, pero él los conocía a todos y nadie se le escapaba… muchos de sus conocidos, Bendiksen y Weiss y Jürg, su propio hijo, pero también otros; personajes del mundo entero y de la historia, el Dalai Lama y Winston Churchill y Mijail Gorbachov. Gorbachov leía de corrido un poema en latín acerca de la fugacidad de todo y le daba la mano… todos le daban la mano y le hacían seguir…, seguir; le empujaban con delicadeza y decisión al interior de la casa, subiendo serpenteantes escaleras y recorriendo largos y mal iluminados pasillos.

Finalmente llegó a una habitación más oscura que las otras; y se dio cuenta de que había llegado. El hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa… una mesa baja… la reconoció, era la suya, y seguro que era un hombre, era… tiene que haber sido… ¿no era…?

La lámpara que se bamboleaba en el extremo de un largo cable colgado del techo tenía una pantalla plana de chapa, y estaba tan estúpidamente baja que sólo podía ver las manos y los antebrazos que descansaban en la mesa, pero quizá los reconocía. Era… era… ¿era?

Y en la mesa estaba el kimono de Eva; inmediatamente quiso apoderarse de él para meterlo en la lavadora, pero algo le detuvo; no sabía qué porque el hombre que estaba en la oscuridad tenía más miedo que él; era por eso por lo que no podía mostrar su rostro, porque era… y de pronto sintió un intenso malestar, una comezón en todo el cuerpo y una espeluznante necesidad de lanzarse fuera de esa habitación antes de que fuera demasiado tarde, y se despertó.

Se despertó.

Sí, al acordarse ahora, supo que no había sido nada exterior lo que le había arrancado del sueño. Había sido la habitación aquella la que le había expulsado. Ninguna otra cosa.

Estaba despierto. Irremediablemente despierto. Tenía el aliento pesado a causa del somnífero que le había obligado a tomar Rüger. Tal vez hubiera tenido fuerza para permanecer en la habitación un poco más sin ese anestésico…, ¿lo suficiente para tener al menos una idea?

El kimono de la mesa no era solamente materia onírica, lo sabía… era un recuerdo, un fragmento de aquella noche… no era un kimono de verdad, naturalmente. Sólo una imitación; ella lo había encontrado en una de las callejuelas de Levkes ese verano y él se lo había comprado… una de aquellas noches en las que se quedaban en los bares hasta la hora del cierre y volvían a casa paseando por la playa… hicieron el amor en la arena en la cálida negrura de la noche y después siguieron todo el camino desnudos y había gente por allí y estaban cerca, pero la oscuridad era tan increíblemente compacta, que no hacía falta otra cosa para cubrirse. Y, sin embargo, el cielo estaba cuajado de estrellas, un cielo lleno de estrellas fugaces. Habían dejado de contarlas después de haber deseado todo lo deseable y más…

Eso fue… pensó un poco… hacía menos de tres meses. Igual podían haber sido tres millones de años. Lo irrevocable en la dirección del tiempo se apoderó de él con fuerza; el incondicional orden de los segundos y los instantes, la imposibilidad de intercambiarlos… esta angustiosa necesidad. Está más cerca el fin del mundo que ese minuto que acaba de pasar porque ya lo hemos perdido para siempre; no hay camino. Levkes no volverá jamás; tampoco el Retsina ni el mendigo de ojos azules… jamás.

Por otro lado… tampoco lo demás.

¿Daba igual tal vez?

¿Daba la vida igual tal vez?

Difícil encontrar el equilibrio ahora.

En realidad, es en los momentos difíciles cuando se sabe quién es uno.

Yo no soy nadie, pensó. Pues no soy nadie.

Encuentro que tiene más sentido estar aquí tumbado en mi litera contemplando un pequeño trozo de pared… contemplándolo y estudiándolo desde muy cerca, elegir una mancha del tamaño de un sello o de una uña… contemplarla con todos mis sentidos, olerla, sentirla con la lengua, con los dedos, una y otra vez, escucharla hasta conocerla por dentro y por fuera… tiene más sentido, digo, que volver atrás y recordar lo que ha sido y lo que ha pasado…

Eso pensó al despertar del sueño, y no era un pensamiento nuevo ni un pensamiento que pudiera sacudirse de encima.

Ya se acercaban los carros. Se abrió la ventanilla y alguien dejó la bandeja del desayuno. Se cerró la ventanilla. Eran las siete; había dormido casi ocho horas; por primera vez en tres semanas había dormido toda la noche. Y hoy…

¿Qué pasaba hoy?

Le costó unos segundos dar con ello.

Hoy iba a empezar el juicio.

Mordió el pan y consideró sus pensamientos. ¿Qué era lo que sentía?

¿Una especie de vaga esperanza?

¿Que acabara de una vez?

O tal vez sólo… nada.

10

La sala del juicio era casi gótica. Una arquitectura alta, vertical, que le trajo a la memoria el teatro anatómico de Oosterbrügge. Por tres de las paredes trepaban empinados bancos; en la cuarta se sentaban jueces y juristas encaramados tras unas barandillas marrón oscuro. La escasa luz natural que penetraba lo hacía por un círculo de ventanas pintadas en lo alto del puntiagudo techo y reforzaba indudablemente la impresión de un orden mundial vertical que debe haberle pasado por la cabeza al constructor a mediados del siglo xix.

La sala estaba llena hasta los topes.

El grupo más numeroso, quizás unos doscientos, era, claro está, el público de las gradas. La mayoría, alumnos del instituto Bunge. Mitter se dio cuenta de que era la causa directa del récord del año en lo que a faltar a clase se refiere.

Entre los oyentes estaban también los periodistas. Estaban todos sentados en la primera fila con las piernas cruzadas y el cuaderno de notas en las rodillas. O el de dibujo…, se acordó de que no estaba permitido hacer fotografías. Le sorprendió que fueran tantos… más de una docena; eso no podía significar más que el caso era de interés nacional. No sólo una historia provinciana.

Debajo de las gradas, en la propia arena, estaba él mismo; Rüger, cuyo resfriado al menos iba mejorando, el juez Havel, el fiscal Ferrati con sus asesores, y un pequeño número de juristas y servidores de la ley.

Y un jurado. Constaba de cuatro hombres y dos mujeres, todos sentados detrás de una barandilla a la derecha del juez, y parecían benevolentes, a excepción del número dos empezando por la izquierda que era un señor muy tieso con una prótesis en el brazo y una arruga en la frente.

Además había un moscardón grande. Por lo general estaba arriba, debajo del techo, justo encima de la mesa del fiscal, pero de vez en cuando emprendía excursiones por el local y entonces casi siempre se dirigía a una de las dos mujeres del jurado, la que estaba a la derecha de la arruga. Una vez tras otra se lanzaba la mosca al ataque contra su nariz y, aunque ella la espantaba continuamente, la mosca volvía con gran obstinación e inagotable energía. Durante esas excursiones se dotaba de un zumbido muy bajo, lo que contrastaba gratamente con la voz del fiscal que era bastante estridente… como un violoncelo o un clavecín más o menos, y resultaba clarísimo en las pausas mientras el fiscal tomaba aliento.

Por lo demás, el día fue inusualmente aburrido.

Empezó con que todos tuvieron que levantarse y sentarse unas cuantas veces a medida que el juez y el jurado iban ocupando sus sitios. Luego el juez formuló la acusación y Rüger declaró que su cliente era inocente. Entonces el fiscal empezó a exponer los hechos, cosa que duró una hora y veinte minutos y desembocó en que el acusado, Janek Mattias Mitter, de cuarenta y seis años, nacido en Rheinau, residente en Maardam desde hacía veintiséis años, empleado desde 1973 en el instituto Bunge como catedrático de historia y filosofía, en algún momento durante la madrugada del 5 de octubre del año en curso, había asesinado (o matado) a su esposa Eva Maria Ringmar, de treinta y ocho años, nacida en Leuwen, establecida en Maardam desde 1990, quien trabajaba hasta su muerte como profesora adjunta de inglés y francés en el instituto mencionado, ahogándola en la bañera del piso que compartían en la calle Kloisterlaan, 24. El crimen se había cometido bajo la influencia de bebidas alcohólicas, pero no había nada, nada, repitió, que indicase que Mitter estuviera tan intoxicado que no pudiera responder de sus actos. Estaba previsto probar lo dicho con la ayuda de una enorme cantidad de pruebas técnicas, declaraciones de expertos y de testigos, y antes de que todo terminase, tanto los miembros del jurado como todos los demás estarían tan convencidos de la culpabilidad del acusado que la conclusión del tribunal sólo podría ser una: culpable. De asesinato.

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