Håkan Nesser - La tosca red

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En la húmeda y gris ciudad de Maardam, situada en algún lugar de Europa, el comisario Van Veeteren y sus hombres se enfrentan al caso Janek Mattias Mitter, un catedrático de instituto que no recuerda si ha matado a su esposa o no. Están muy lejos de sospechar el terrible drama que va a descubrirse durante la investigación.La tosca red es el comienzo de una serie de diez novelas sobre el comisario Van Veeteren y sus colegas en la Policía de Maardam.

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– ¿Y luego? Haga el favor de seguir.

– Entramos, acabamos de preparar la cena… y luego nos duchamos.

– ¿Cada uno por su lado o…?

– No, juntos.

– ¡Siga!

– Vimos la televisión un rato…

– ¿Qué programa?

– Las noticias y una película…

– ¿Qué película era?

– No me acuerdo. Francesa, de los años sesenta, me parece… la apagamos.

– ¿Y luego?

– … Fuimos a la cocina y empezamos a cenar…

– ¿Qué hora era?

– No sé. Supongo que las ocho y media… las nueve…

– ¿Por qué lo supone?

– La policía me ha mostrado el programa de televisión de esa noche. La película francesa empezaba a las ocho.

– Pero ¿usted no se acuerda?

– No.

– Gracias. Aceptemos que así sea. Usted está cenando con su esposa en torno a las nueve…, ¿qué pasó luego?

– No sé.

– ¿No sabe?

– No… no tengo ningún recuerdo de lo que pasa después.

– ¿No recuerda usted nada más de esa noche?

– No.

– Pero usted ha declarado a la policía que también hizo el amor con su esposa…

– Sí…

– ¿Es un dato cierto?

– Sí…, pero coincide en el tiempo.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Fue al mismo tiempo que cenábamos.

– ¿Hicieron el amor mientras cenaban?

Alguien suspiró por el graderío. Ferrati volvió la cabeza.

– Sí… más o menos al mismo tiempo.

Se oyeron más murmullos y Havel agarró el mazo. Esta vez no tuvo siquiera que levantarlo. Evidentemente tenía controlada la situación.

– ¿Qué más recuerda usted de aquella noche, señor Mitter? -continuó Ferrati.

– Ya he dicho que nada.

– ¿Nada?

– Nada.

– ¿No recuerda que se desnudó y se fue a la cama… ni que su esposa tomó un baño?

– No… ¿quiere hacer el favor de dejar de hacer la misma pregunta todo el tiempo?

– Tranquilo, señor Mitter…, tenga en cuenta que está acusado de asesinato. Creo que va también en su propio interés que seamos un poco minuciosos. Sólo una cosa más antes de pasar a la mañana siguiente… ¿cuánto bebieron ustedes durante el curso de la noche?

– No sé. Seis o siete botellas, quizás… entre los dos.

– ¿Vino?

– Sí.

– Pero no habían tenido tiempo de beber siete botellas de vino cuando ustedes tuvieron… hicieron… su cena de amor.

Se oyeron risitas otra vez y Rüger protestó.

– ¡Se rechaza la protesta! -anunció Havel-. ¡Conteste la pregunta!

– No… no lo creo.

– Así pues, puedo sacar la conclusión de que usted no fue a acostarse a las nueve de la noche.

– Sí, supongo que sí…

– En todo caso debía de estar usted bastante borracho, ¿no le parece, señor Mitter?

– Sí…

– ¡No le oigo! -interrumpió Havel.

– ¡Sí, estaba borracho!

– ¿Estaba también borracho cuando le dio a su ex esposa dos bofetadas?

– ¿Por qué pregunta eso?

– ¿De verdad que no lo entiende? -sonrió Ferrati.

– ¡Protesto! -gritó Rüger, pero fue en vano.

– Sí, estaba borracho también entonces -reconoció Mitter-. Es de esperar que no sea un delito estar borracho.

– En absoluto -contestó Ferrati amablemente-. Y su esposa, me refiero a Eva Ringmar, ¿estaba también borracha?

– Sí.

– ¿Era frecuente que bebieran ustedes esas cantidades, señor Mitter? Su esposa tenía una concentración de alcohol en la sangre de tres por mil.

– A veces.

– ¿Es cierto que su esposa tenía problemas con la bebida?

– ¡Protesto! -volvió a gritar Rüger.

– ¡Formule la pregunta de otra manera! -dijo Havel.

– ¿Ha estado su esposa internada por problemas alcohólicos? -matizó Ferrati.

– Sí. Eso fue hace seis años… ingresó a petición propia. Fue en relación con una serie de hechos bastante trágicos… me parece que…

– Gracias, ya basta. Eso lo sabemos. ¿Cuál es el recuerdo siguiente?

– ¿Qué?

– ¿Qué recuerda usted después del guiso y del coito?

– Que me desperté.

– ¿A qué hora?

– A las ocho y veinte… de la mañana.

– Diga lo que hizo.

– Me levanté… y encontré a Eva en el cuarto de baño.

– ¿Qué pasaba con la puerta… con la puerta del baño?

– Estaba cerrada. La abrí con un destornillador.

– ¿Fue difícil de abrir?

– No, nada.

– Abrió usted la puerta desde fuera sin dificultad. ¿Habría podido cerrarla también desde fuera?

– ¡Protesto! El fiscal obliga a mi cliente…

– ¡Se rechaza la protesta! ¡Conteste la pregunta!

– Sí… supongo que sí.

– ¿Habría podido usted ahogar a su esposa en la bañera y luego cerrar la puerta desde fuera?

Rüger se incorporó a medias, pero Havel levantó un dedo amonestador.

– ¿Contesta el acusado la pregunta del fiscal?

Mitter se humedeció los labios.

– Desde luego -contestó con tranquilidad-. Pero no lo hice.

Ferrati se quedó callado unos segundos. Luego volvió la espalda a Mitter como si ya no pudiera tenerle delante de sus ojos. Cuando tomó de nuevo la palabra había bajado la voz media octava y hablaba despacio, como si discutiera con un niño. Como si estuviera convenciéndole.

– Señor Mitter, usted no se acuerda de nada de aquella noche… y sin embargo afirma que no ha matado a su esposa. Ha tenido un mes para pensar y debo reconocer que me esperaba una actitud más lógica en un profesor de filosofía. ¿Por qué no reconocer al menos que usted no recuerda si la mató o no?

– No podría olvidar una cosa así.

– ¿Perdón?

– No podría olvidarlo si hubiera ahogado a mi esposa. No me acuerdo de haberla matado… luego no la he matado.

Rüger se sonó. Posiblemente fuera un intento de desviar la atención de la última réplica de Mitter. En ese caso resultó en vano porque Ferrati la repitió, aunque un poco deformada. De pie ante el jurado, a poca distancia, insistió:

– ¡No me acuerdo, luego soy inocente! Les ruego, queridos miembros del jurado, que retengan esas palabras en sus corazones y que las sopesen… ¿Qué es lo que encuentran en ellas? Veo que ya saben la respuesta: ¡pesan menos que el aire! ¡Y eso es lo que hay en toda esta defensa! ¡Aire, sólo aire!

Clavó de nuevo la mirada en Mitter.

– Señor Mitter, por última vez… ¿Por qué no reconoce que mató a su esposa, Eva Ringmar, ahogándola en la bañera? ¿Por qué se empeña en negarlo?

– Tengo que recordarle que lo reconocí antes de la pausa -dijo Mitter-. ¿Quién es el que se empeña?

La respuesta arrancó una aprobación evidente entre los asistentes y Havel tuvo que empuñar el mazo. Ferrati aprovechó para consultar algo con su asesor antes de acercarse por última vez a Mitter.

– Diga lo que hizo mientras esperaba a la policía.

– Pues… puse un poco de orden.

– ¿Qué hizo usted con la ropa que su esposa y usted llevaban la noche anterior?

– La lavé.

– ¿Dónde?

– En la lavadora.

Ferrati se quitó las gafas y las metió en el bolsillo interior.

– Mientras su esposa yace muerta en la bañera y usted espera a la policía, ¿aprovechó la ocasión para lavar ropa?

– Sí.

Nueva pausa.

– ¿Por qué, señor Mitter? ¿Por qué?

– No lo sé.

Ferrati se encogió de hombros. Se alejó y se puso detrás de su asiento. Abrió los brazos.

– Señor juez, no tengo más preguntas que hacer al acusado.

Havel miró el reloj.

– Nos queda media hora para la comida. ¿Cuánto tiempo necesita el abogado?

Rüger se levantó y salió al ruedo.

– Es suficiente. Mi cliente está sufriendo una presión psíquica muy fuerte y yo voy a hablar muy poco… Señor Mitter, ¿cómo estaba la puerta de su piso? ¿Estaba abierta o cerrada con llave aquella tarde y durante la noche?

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