Håkan Nesser - La tosca red

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En la húmeda y gris ciudad de Maardam, situada en algún lugar de Europa, el comisario Van Veeteren y sus hombres se enfrentan al caso Janek Mattias Mitter, un catedrático de instituto que no recuerda si ha matado a su esposa o no. Están muy lejos de sospechar el terrible drama que va a descubrirse durante la investigación.La tosca red es el comienzo de una serie de diez novelas sobre el comisario Van Veeteren y sus colegas en la Policía de Maardam.

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– No estaba cerrada con llave. No cerramos… no cerrábamos nunca cuando estábamos en casa.

– ¿Ni siquiera por la noche?

– No, nunca.

– ¿Qué pasa con la puerta del edificio, la puerta de la calle?

– Ésa debe estar cerrada con llave, pero no lo ha estado nunca, que yo recuerde.

Rüger se volvió a Havel con un papel.

– Tengo aquí un certificado del casero que afirma que la puerta del edificio Kaniken, 6, no estaba cerrada con llave la noche de los hechos… Señor Mitter, ¿no significa esto que cualquiera hubiera podido meterse en su piso y asesinar a su esposa la noche del 5 de octubre?

– Sí, supongo que sí.

– Si decimos que usted se durmió, pongamos que hacia las diez de la noche, ¿no es incluso posible que su esposa se haya ido del piso…?

– ¡Pura especulación! -gritó Ferrati, pero Havel no le concedió más que una mirada de refilón.

– ¿… se haya ido del piso sin que usted se enterara? -continuó Rüger.

– No lo creo -contestó Mitter.

– No, pero ¿no es descartable?

– No…

– ¿Qué otras amistades masculinas tenía su esposa?

– ¿Qué quiere usted decir?

– Pues que ella ha tenido que tener otros hombres además de usted. Ustedes sólo estuvieron juntos medio año. Ella se separó de su anterior marido, Andreas Berger, hace seis años. ¿Sabe usted qué relaciones ha tenido desde entonces?

– Ninguna en absoluto -contestó Mitter secamente.

Rüger pareció desconcertado.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque me lo dijo ella.

– ¿Le entiendo bien cuando dice que su esposa no tuvo relación alguna con ningún hombre durante seis años?

– Sí.

– Era una mujer hermosa, señor Mitter. ¿Cómo es posible? ¡Seis años!

– No tuvo ningún otro hombre, ¿entendido? Creí que era usted mi abogado… señor juez, ¿tengo derecho a interrumpir el interrogatorio?

El juez Havel pareció por un momento ligeramente confundido, pero antes de que llegara a tomar una decisión, había vuelto a tomar la palabra Rüger.

– Perdóneme, señor Mitter, sólo quiero que la cosa esté del todo clara también para el jurado. Permítame no obstante darle la vuelta a la pregunta. Su esposa, Eva Ringmar, era, según opinión generalizada, una mujer hermosa y atractiva. Aunque ella misma no deseara tener relaciones, debe haber habido otros hombres que… hayan manifestado interés…

Mitter no contestó.

– Antes de que apareciera usted, por lo menos… Por ejemplo, ¿qué pasaba en su instituto?

Pero Mitter no tenía ninguna gana de contestar, era obvio. Se reclinó en el asiento con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Eso tiene que preguntárselo usted a otros, señor abogado… Yo no tengo más que añadir.

Rüger vaciló antes de dejar caer la siguiente pregunta.

– Y la riña del Mefisto que mencionó el fiscal, ¿no tenía pues nada que ver con otro hombre?

– Nada.

– ¿Está usted seguro?

– Naturalmente.

De pronto se entrometió Ferrati.

– ¿Es usted celoso, señor Mitter?

– ¡Basta! -rugió Havel-. ¡Fuera la pregunta! No tiene usted el menor derecho a intervenir ahora, esto es…

– Puedo contestarla, sin embargo -interrumpió Mitter, y Havel guardó silencio-. No, yo no soy más propenso a los celos que cualquier otra persona… tampoco Eva. Además, ninguno de los dos teníamos motivo. Yo no sé adónde quiere llegar mi abogado…

Havel suspiró y miró el reloj.

– Sea breve si tiene algo más que decir -dijo dirigiéndose a Rüger.

Rüger asintió.

– Desde luego. Sólo una pregunta más. Señor Mitter, ¿está usted absolutamente seguro de que su esposa no le mentía?

Mitter pareció hacer una pausa teatral antes de contestar.

– Completamente seguro -dijo.

Rüger se encogió de hombros.

– Gracias. Esto es todo.

Miente, pensó Van Veeteren. El tío está ahí sentado mintiendo hasta ir a la cárcel.

O… o bien dice la verdad in absurdum.

Quién coño sabe. ¿Y por qué? Si no la echa de menos ahora, ¿por qué la defiende como si fuera una madre abadesa?

Y mientras avanzaba a codazos entre las filas de los periodistas decidió dejar descansar al pirómano medio día más.

14

¿Por qué precisamente la madre?

No lo sabía. Tal vez era sólo una cuestión geográfica. La señora Ringmar vivía en Leuwen, uno de los viejos puertos pesqueros junto a la costa. Eso significaba una hora de viaje en coche por un paisaje dominado por canales y tal vez fuera eso precisamente lo que le hacía falta. Mucho cielo, poca tierra.

Llegó en el preciso momento en que el reloj del pequeño ayuntamiento daba las tres. Aparcó en la plaza y empezó a preguntar.

El aire estaba lleno de mar.

Mar y viento y sal. Si quería podía recordar los veranos de su propia infancia, pero no había ninguna razón para ello.

La casa era pequeña y blanca. Encajada en el conglomerado de casas, tiendas, vallas y redes. Se preguntó si sería posible encontrar sitio para proteger la integridad personal en un pueblo como aquél. La gente vivía en las cocinas de los otros y cada dormitorio tenía que estar rodeado de oídos a la escucha.

Cuanto más alto el cielo, más bajas las personas, pensó mientras llamaba al timbre. ¿Por qué tenía que haber gente en todos los paisajes?

La mujer que le miraba por la abertura de la puerta era pequeña y delgada. Tenía el pelo corto, liso y completamente blanco y su rostro parecía cerrado de alguna manera. Van Veeteren reconocía la expresión de otras muchas personas mayores. Quizá sólo tuviera que ver con la dentadura postiza… como si hubieran mordido algo treinta años antes y se negaran obstinadamente a soltarlo, pensó.

¿O había también otra cosa en esta mujer?

– ¿Sí?

– ¿La señora Ringmar?

– Sí.

– Mi nombre es Van Veeteren. Fui yo quien la llamó por teléfono.

– Pase, por favor.

Abrió la puerta, pero sólo lo justo para que él pudiera cruzarla.

Le pasó a la sala. Señaló el sofá en el rincón. Van Veeteren tomó asiento.

– He puesto a hacer café. ¿Tomará usted café?

Van Veeteren hizo gesto de que sí.

– Con mucho gusto, si no le causa molestia.

Ella desapareció. Van Veeteren miró a su alrededor. Una habitación cuidada. Baja de techo y con cierto aire de intemporalidad. Le gustó. A excepción del aparato de televisión no había mucho que se hubiera añadido desde los años cincuenta. Sofá, mesa y butacas de teca, una vitrina, una pequeña librería. Muchas macetas en las ventanas… para protegerse de las miradas de fuera, probablemente. Unos cuantos cuadros con motivos marinos… y las fotos de familia. La de boda. Dos niños en diferentes épocas. Un chico y una chica. Parecían casi de la misma edad, la chica tenía que ser Eva…

Ella regresó con la bandeja del café en las manos.

– La acompaño en el sentimiento, señora Ringmar.

Ella asintió y apretó aún más las mandíbulas. Van Veeteren pensó en un pino encogido y mucoso.

– Ya ha estado aquí un policía.

– Lo sé. Mi colega Münster. No deseo molestarla, pero hay algunas preguntas que quisiera hacerle para completar, simplemente.

– Pregunte. Estoy acostumbrada.

Sirvió el café y le acercó un plato con las pastas a Van Veeteren.

– ¿Qué es lo que quiere saber?

– Algo de… los antecedentes, por así decir.

– ¿Y eso por qué?

– Nunca se sabe, señora Ringmar.

Por alguna razón, pareció conforme con esa respuesta y, sin que él tuviera que decirle nada, se puso a hablar.

– Yo estoy sola ahora, ¿sabe usted?… ¿es usted comisario?

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