Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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Señaló su alfombra de orar y miró arrepentido la sentencia de muerte de la alfombra, escrita en la mirada de Carl.

– Pero ya no quedan tantos insectos en la alfombra, y era de mi padre, le tengo mucho cariño. La he sacudido esta mañana, antes de que vinieras. Junto a la puerta del amianto.

Carl levantó las esquinas de la alfombra. La operación de salvamento se había producido justo a tiempo. Lo cierto es que apenas quedaban más que los flecos.

Durante un sugerente segundo se imaginó los archivos policiales en el país del amianto. A saber si la reputación de uno o dos delincuentes se salvaría gracias a aquellas polillas codiciosas, si es que les gustaba el papel amarillento.

– ¿Has echado algo a la alfombra? -preguntó-. Esto apesta.

Assad sonrió.

– Petróleo, es efectivo.

El hedor no parecía molestarlo. Tal vez una de las ventajas involuntarias de crecer con petróleo burbujeando en el subsuelo. En caso de que hubiera algo así en Siria.

Carl sacudió la cabeza y dejó el tufo atrás. Así que dentro de dos horas en Tølløse. Aún quedaba tiempo para desentrañar el misterio de las moscas.

Se quedó un rato quieto en el pasillo. Un leve zumbido se plantó en la tubería bajo el techo. Alzó la vista y volvió a vislumbrar su mosca preferida, decorada con tippex líquido. Joder, estaba en todas partes.

– ¿Qué haces, Carl? -oyó el gorjeo de Yrsa por detrás. Después lo cogió del brazo y le dijo-: ven un momento.

Arrastró hasta el borde de la mesa un montón de frascos de esmalte de uñas, reblandecedor de cutícula, quitaesmalte, laca para el pelo y muchos otros productos disolventes que había en el escritorio.

– Mira -indicó-. Aquí tienes tus fotos aéreas, pero ha sido una pérdida de tiempo, para que lo sepas.

Yrsa arqueó las cejas y, por un momento, le recordó a su anciana tía Adda, la avinagrada.

– Es todo igual a lo largo de la costa, nada nuevo bajo el sol.

Carl vio que un moscón entraba zumbando por la abertura de la puerta y maniobraba por el techo.

– Lo mismo pasa con los molinos de viento -continuó Yrsa, empujando a un lado una taza de café medio llena con graciosos cercos-. Si dices que las ondas sonoras de baja frecuencia pueden oírse en un radio de veinte kilómetros, entonces esto no nos vale para nada.

Señaló la serie de cruces marcadas en el mapa.

Carl comprendió a qué se refería. Aquello era el país de los molinos de viento. Había demasiados para poder ayudarlos a simplificar la búsqueda.

Un destello rápido ante los ojos de Carl, y la mosca se posó en el borde de la taza de café de Yrsa. Era la descarada del tippex. Desde luego, vaya garbeos se daba.

– Largo de aquí -ordenó Yrsa. Y casi mirando a otra parte, aplastó la mosca contra la taza con sus largas uñas pintadas de un rojo vivo. Después siguió como si nada-. Lis ha estado llamando a muchos ayuntamientos, y por lo visto no se han concedido licencias de construcción para casetas de botes en las zonas en que nos hemos concentrado. Ya sabes, medidas para proteger el medio ambiente y esas cosas.

– ¿Desde cuándo llevan sin concederlas? -quiso saber Carl, mientras observaba a la mosca nadando de espaldas en el infierno de cafeína. Desde luego, era increíble lo eficaz que podía ser Yrsa. Y él, que llevaba todo el día…

– Desde la reforma municipal de 1970.

¡1970! Hacía siglos de eso. Así que ya podía irse olvidando de buscar proveedores de madera de cedro.

Se quedó observando con cierta melancolía los espasmos agónicos de la mosca y llegó a la conclusión de que el problema estaba resuelto.

Entonces Yrsa dio un fuerte manotazo contra una de las fotos aéreas de la mesa.

– ¡Yo creo que hay que buscar ahí!

Carl miró el círculo que había trazado Yrsa en torno a una casa de Nordskoven. Vibegården, ponía. Una casa bonita en apariencia, próxima al camino que atravesaba el bosque, pero allí no veía ninguna caseta de botes. Tenía una localización perfecta, rodeada de setos y pegada a la costa, pero… No había caseta de botes.

– Ya sé lo que estás pensando, pero podría estar ahí -indicó, golpeando sobre una zona verde al extremo del terreno de la casa.

– ¿Qué coño…? -explotó Carl. De pronto varias moscas revoloteaban en torno a ellos. Tanta palmada sobre la mesa las había molestado.

Entonces, Carl dio un fuerte puñetazo en la mesa, y la atmósfera se llenó de vida.

– ¿Qué haces? -exclamó Yrsa, irritada, y aplastó un par de moscas que había en la alfombrilla del ratón.

Carl se agachó y miró bajo la mesa. Pocas veces había visto tanta vida en tan poco espacio. Si aquellas moscas se ponían de acuerdo, podrían levantar con facilidad la papelera que las había incubado.

– ¿Qué diablos tienes en esa papelera? -preguntó, alarmado.

– Ni idea. No la utilizo. Es de Rose.

Vale, pensó. Ahora al menos ya sabía quién no recogía las cosas en el piso de Yrsa y Rose, si es que alguien las recogía.

Miró a Yrsa, que, con expresión concentrada, aplastaba moscas a diestra y siniestra, a puñetazos y con admirable precisión. Aquello iba a suponer bastante trabajo de limpieza para Assad.

Dos minutos más tarde estaba con sus guantes de goma verdes puestos y una enorme bolsa de basura, donde se suponía que iban a terminar las moscas y el contenido de la papelera.

– Qué asco -protestó Yrsa, mirando la masa de moscas de sus dedos, y Carl tuvo que darle la razón.

Yrsa cogió uno de los frascos de quitaesmalte, empapó un trozo de algodón y se puso a desinfectarse las manos. Al poco olía como una fábrica de barniz tras un prolongado ataque con morteros. Carl confió en que la Inspección de Trabajo no pensara hacerles una visita aquel día.

En ese momento observó que el esmalte de uñas desaparecía de los dedos medio e índice de la mano derecha de Yrsa, y, sobre todo, lo que había debajo.

Se quedó un rato con la mandíbula colgando, hasta que vio que Assad se incorporaba del infierno de moscas bajo la mesa y cruzaba la mirada con la suya.

Los dos se quedaron con los ojos abiertos como platos.

– Ven -ordenó a Assad, arrastrándolo al pasillo después de que cerrara la bolsa de basura-. Lo has visto también, ¿no?

Assad asintió en silencio con la boca algo torcida, como cuando los intestinos están en revuelta permanente.

– Bajo el esmalte de uñas tiene las uñas negras de rotulador de Rose. Con las marcas de rotulador del otro día. ¿Te has fijado?

Assad volvió a asentir en silencio.

Era increíble que no se hubieran dado cuenta hasta entonces.

A menos que una moda universal de pintarse cruces negras en las uñas estuviera invadiendo el país, no cabía la menor duda.

Yrsa y Rose eran la misma persona.

Capítulo 37

– Mirad lo que tengo para vosotros -dijo Lis, tendiendo a Carl un enorme ramo de rosas envuelto en papel de celofán.

Carl colgó el teléfono. ¿Qué puñetas era aquello?

– ¿Estás pidiendo mi mano, Lis? Ya era hora de que apreciaras mis cualidades.

Lis hizo un guiño coqueto.

– Las han entregado en el Departamento A, pero Marcus cree que os las merecéis vosotros.

Carl frunció el ceño.

– ¿Por qué?

– Venga, Carl. Ya lo sabes.

Carl se alzó de hombros y sacudió la cabeza.

– Han encontrado la última falange de meñique con un estrechamiento. Volvieron a inspeccionar el lugar del incendio y la encontraron en un montón de ceniza.

– ¿Y por eso nos regalan las rosas?

Carl se rascó la nuca. ¿Las habrían encontrado también en un montón de ceniza?

– No, no es por eso. Pero ya te lo contará Marcus en persona. Este ramo es de parte de Torben Christensen, el de la compañía de seguros. Gracias a la investigación policial su empresa ha ahorrado muchísimo dinero.

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