– Justo aquí, en ese tramo entre Vedbysønder y Lindebjerg Lynge.
– Parece un buen sitio -comentó Assad-. Cerca de la vía y no muy lejos de la autopista, para poder marcharse rápido después.
Carl deslizó la vista por la vía del mapa. Sí, Assad tenía razón. Era un sitio perfecto.
– ¿Y cómo consiguió el secuestrador llevar hasta allí al padre de Poul? -quiso saber Assad.
Carl cogió el paquete de tabaco y miró dentro. Ostras, era verdad: en el fondo había una especie de engrudo almibarado.
– Le dijo que cogiera un tren determinado entre Copenhague y Korsør, y que esperase el destello. Debía ir en un vagón de primera, en el lado izquierdo, y cuando viera la luz debía arrojar por la ventanilla el saco con el dinero.
– ¿Cuándo supo entonces que habían matado a Poul?
– ¿Cuándo? Recibió instrucciones por teléfono para recoger a sus hijos. Pero cuando llegaron él y su mujer solo estaba Tryggve, tumbado en el suelo. Le habían dado algo que lo dejó inconsciente, seguramente cloroformo. Fue Tryggve quien contó a sus padres que el secuestrador había matado a Poul y que perderían más hijos si se les ocurría contar algo sobre el secuestro. Aparte de la espantosa noticia de la muerte de Poul, el trauma de Tryggve por lo sucedido causó una impresión imborrable en Martin Holt y su mujer.
Assad alzó los hombros hasta las orejas y un escalofrío pareció recorrerlo.
– Si hubieran sido mis hijos…
Pasó el dedo índice por la garganta y dejó caer la cabeza a un lado.
Carl no dudó que hablaba en serio. Después volvió a mirar al cuaderno.
– Ah, sí, al final Martin Holt me contó una cosa que tal vez podamos aprovechar.
– ¿Qué?
– Que en el llavero con las llaves del coche el secuestrador tenía una bolita con un número 1 pintado.
Sonó el teléfono de la mesa de Carl. Sería Mona, para agradecerle su complacencia.
– Subcomisario Mørck -dijo el vozarrón que resultó pertenecer a Klaes Thomasen-. Carl Mørck, solo es para decirte que, aprovechando el buen tiempo de la mañana, mi mujer y yo hemos recorrido el resto del itinerario. No nos ha parecido que se viera nada desde el agua, pero en varios sitios había una vegetación bastante espesa en la costa, así que hemos marcado los sitios probables.
No habría estado mal que hubieran tenido algo de auténtica suerte.
– ¿En qué zona crees que hay mayor probabilidad? -preguntó Carl, apagando el cigarrillo almibarado en el cenicero.
– Bueno… -Al otro lado de la línea se oía tirar de la pipa. Así que seguro que estaba todavía con traje de agua en el malecón-. Lo mejor será que nos concentremos en el bosque de Østskov a la altura de Sønderby, así como en Bognæs y el bosque de Nordskov. La vegetación espesa llegaba hasta la costa en varios lugares, pero eso, que no hemos encontrado nada con seguridad. De aquí a unas horas iré a hablar con el guarda forestal de Nordskov. A ver si por ahí podemos sacar algo.
Carl apuntó los tres lugares y le dio las gracias. Prometió dar recuerdos a varios antiguos compañeros de Thomasen que hacía años que no estaban en Jefatura, pero tampoco era cosa de decírselo, y así se acabó el intercambio de cortesías.
– Nada -dijo Carl, volviéndose hacia Assad-. Nada concreto de Thomasen, pero sí ha sugerido que podría haber alguna posibilidad en estas tres zonas.
Las señaló en el mapa.
– A ver si Yrsa nos viene con algo que sea más sólido que lo encontrado hasta ahora y podemos comparar los datos. Tú, mientras tanto, sigue con lo tuyo.
Siguió media hora de relajación reconfortante con los pies sobre la mesa, hasta que una sensación de cosquilleo en el puente de la nariz lo devolvió a la realidad. Sacudió la cabeza, abrió los ojos y se vio en el epicentro de una horda de moscones verdeazulados brillantes a la caza de un lugar donde poner huevos que no fuera el adorno azucarado del paquete de tabaco.
– Me cago en la mar -se desfogó, dando manotazos a diestro y siniestro; un par de moscones cayeron al suelo con las seis patas al aire.
Ya estaba bien.
Miró en su papelera. Hacía semanas que había arrojado algo, y todavía seguía allí, pero no había restos orgánicos que pudiera pensarse que tentaran a una mosca parturienta.
Carl miró al pasillo; había otra condenada mosca. A saber si en alguna de las comidas exóticas de Assad había vuelto a generarse vida. ¿Sería su tahín , que empezaba a tener vida propia, o sus delicias turcas que apestaban a agua de rosas, que habían parido bichos de importación?
– ¿De dónde han salido todas estas moscas? -espetó ya antes de entrar en la caja de cerillas de Assad.
En el interior había un olor penetrante. Nada que ver con el estándar de azúcar habitual. Parecía más bien que hubieran andado jugando con un mechero Zippo.
Assad levantó la mano en el aire. Estaba de lo más concentrado, con el receptor pegado al oído.
– Sí -dijo varias veces por el teléfono. Después continuó con voz más profunda y aire más autoritario de lo normal-. Pues entonces habrá que ir a comprobarlo.
Concertó una cita y colgó.
– Te preguntaba de dónde han salido estas moscas -informó Carl, señalando a un par que se habían posado en un póster precioso con dromedarios y un mogollón de arena.
– Carl, me parece, o sea, que he encontrado una familia -informó Assad. Su rostro expresaba incredulidad. Como alguien que mira un billete de lotería y comprueba que los números coinciden con el ganador de diez millones de coronas. Como el que, casi con dolor, debe reconocer que el sueño de su vida acaba de hacerse realidad en ese momento.
– ¿Una qué?
– Una familia que estuvo en manos de nuestro secuestrador, creo.
– ¿Son los de la Casa de Cristo de los que hablaste?
Assad asintió en silencio.
– Los ha encontrado Lis. Es otra dirección y otro apellido, pero son ellos. Hizo comprobaciones con los números de registro civil. Cuatro hijos, y el más joven, Fleming, tenía, o sea, catorce años hace cinco.
– ¿Has preguntado dónde está el chico actualmente?
– No me ha parecido conveniente, o sea.
– ¿Qué es eso que has dicho de que habrá que ir a comprobarlo?
– Bueno, le he dicho a la señora que éramos de Hacienda y que nos parecía extraño que su hijo más joven, que por lo visto es el único de sus hijos que no ha emigrado, no hubiera enviado su declaración de la renta pese a hacer mucho que cumplió los dieciocho.
– Assad, no puede ser. No podemos hacernos pasar por funcionarios que no somos. Y por cierto, ¿de dónde sabes eso de la declaración de renta?
– De ninguna parte. Se me ha ocurrido, sin más -indicó, llevándose el dedo a la nariz.
Carl sacudió la cabeza, pero Assad tenía cierta razón. Si la gente no había cometido un delito de verdad, no había como Hacienda para que fliparan y perdieran la cabeza.
– ¿Adónde tenemos que ir, y cuándo?
– Es un pueblo que se llama Tølløse. La mujer me ha dicho que su marido volvería a casa a las cuatro y media.
Carl miró la hora.
– Vale, iremos juntos. Buen trabajo, Assad, muy bien por tu parte.
Carl sonrió un milisegundo y luego señaló el festival de moscas pegadas al póster.
– Assad, venga: ¿tienes aquí algo que esos putos bichos puedan llamar su casa?
Assad abrió sus cortos brazos.
– No sé de dónde vienen.
Su rostro se paralizó un instante.
– Pero ese sí que sé de dónde viene -dijo, señalando un diminuto insecto solitario bastante más pequeño que los moscones. Un ser frágil e ingenuo que murió de repente al entrar en contacto con las nervudas manos morenas de Assad.
– ¡Te agarré! -gritó Assad, triunfante, mientras barría la polilla con el cuaderno-. De esos he encontrado un montón ahí.
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