Le dijo que se había enamorado perdidamente de ella la primera vez que charlaron, y así lo sintió ella también. Ahora sabía que eran falsas apariencias.
Porque ¿cómo podía haber sido casual su primer encuentro en el café cuando veía ahora recortes del concurso hípico de Bernstorffsparken en el que por primera vez subió al podio? Eso fue muchos meses antes de que se conocieran. ¿De dónde había sacado aquellos recortes? Si los hubiera encontrado después, se los habría enseñado, ¿no? Además, tenía programas de torneos en los que participó mucho antes de eso. También tenía fotos de ella sacadas en lugares en los que, desde luego, no había estado con él. Así que la había vigilado de manera sistemática durante un tiempo antes de su supuesto primer encuentro.
Lo único que hizo él fue esperar el momento adecuado para golpear. Ella había sido la elegida, pero no se sentía halagada, a la vista de cómo había ido todo; no se sentía halagada en absoluto.
Le producía escalofríos.
Y también sintió escalofríos cuando abrió después un archivador de madera que estaba en la misma caja de mudanzas. A primera vista no era nada especial. Una simple caja con listas de nombres y direcciones que no le decían nada. Pero cuando examinó los papeles con más detenimiento sintió desagrado.
¿Por qué era tan importante aquella información para su marido? No lo entendía.
A cada nombre de la lista correspondía una página donde se habían anotado, de manera ordenada, datos de la persona y de su correspondiente familia. Primero ponía a qué religión pertenecían. Después cuál era el rango que ocupaban en la comunidad, y luego cuánto tiempo llevaban siendo miembros. Entre las informaciones más personales destacaban las correspondientes a los niños de la familia. Nombre, edad y, lo que era inquietante, también sus rasgos característicos. Por ejemplo, ponía:
«Willers Schou, quince años. No es el favorito de su madre, pero está muy unido al padre. Un chico rebelde que no participa regularmente en las reuniones de la comunidad. Pasa resfriado la mayor parte del invierno y debe guardar cama dos veces.»
¿Para qué quería su marido aquella información? ¿Y qué le importaba a él lo que ganaran al año? ¿Era un espía de la Seguridad Social, o qué? ¿Lo habían destinado a infiltrarse en sectas danesas para poner al descubierto casos de incesto, violencia u otras barbaridades, o qué?
Era aquel «o qué» lo que la atormentaba de forma tan desagradable.
Parecía ser que trabajaba por todo el país, así que era imposible que estuviera empleado en el ayuntamiento. En buena lógica, no podía estar empleado en el sector público, porque ¿quién guarda en su casa, metida en cajas de mudanza, ese tipo de información confidencial?
Pero ¿entonces? ¿Detective privado? ¿Estaba al servicio de algún ricachón para incordiar en los círculos religiosos daneses?
Tal vez.
Y se quedó tranquila con aquel «tal vez» hasta que llegó a un folio donde, bajo la información sobre la familia, ponía: «1,2 millones. Ningún problema».
Estuvo un buen rato con el papel en el regazo. Como en el resto de los apuntes, se trataba de una familia numerosa vinculada a una secta religiosa. Lo único que los hacía diferentes del resto era aquella última línea y otro detalle más: uno de los nombres de los niños estaba marcado. Un chico de dieciséis años, de quien se decía solo que todo el mundo lo quería.
¿Por qué había un asterisco junto a su nombre? ¿Porque todos lo querían?
Se mordió el labio sin saber qué hacer. Lo único que sabía era que su fuero interno le gritaba que se marchara de allí. Pero ¿sería la decisión correcta?
Tal vez todo aquello, bien utilizado contra él, la ayudara a quedarse con Benjamin. Pero no sabía cómo.
Después colocó en su sitio las dos últimas cajas, cajas anodinas con las cosas de él para las que no habían encontrado uso en su hogar común.
Luego puso con cuidado los abrigos encima. El único rastro de su indiscreción era la abolladura que hizo en el cartón de una de las cajas cuando anduvo buscando el cargador del móvil, y apenas se notaba.
Está bien así, pensó.
Entonces llamaron a la puerta.
Kenneth estaba en la penumbra con la mirada risueña. Igual que las veces anteriores, hizo justo lo convenido. Se plantó con un periódico del día arrugado, dispuesto a preguntar si les faltaba el periódico en la casa. Solía decir que lo había encontrado en medio de la carretera, y que los repartidores de periódicos eran cada vez más descuidados. Todo ello por si la expresión del rostro de ella indicaba que había moros en la costa, o si, en contra de lo esperado, era su marido quien abría la puerta.
Aquella vez le costó decidir qué debía expresar su rostro.
– Entra, pero solo un rato -se limitó a decir.
Miró a la calle. Estaba bastante oscuro y llevaba tiempo así. Todo estaba en calma.
– ¿Qué ocurre? ¿Va a volver a casa? -preguntó Kenneth.
– No, no creo; habría llamado.
– ¿Entonces…? ¿No te sientes bien?
– No.
Se mordió el labio. ¿De qué iba a servirle contárselo todo? ¿No sería mejor que lo dejaran durante una temporada para que él no se viera envuelto en lo que por fuerza iba a ocurrir? ¿Quién iba a poder probar ninguna relación entre ellos si interrumpían el contacto una temporada?
Asintió en silencio para sí.
– No, Kenneth, en este momento estoy confusa.
Se quedó mirándola en silencio. Bajo las cejas rubias había unos ojos vigilantes que habían aprendido a calibrar el peligro. Enseguida se habían dado cuenta de que aquello no era normal. Habían observado que eso podría tener consecuencias en unos sentimientos que ya no deseaba refrenar. Y el instinto de defensa estaba alerta.
– Vamos, dime qué te pasa, Mia.
Ella lo llevó de la puerta a la sala, donde Benjamin estaba sentado tranquilamente frente al televisor como solo los niños pequeños pueden estarlo. Era en aquel pequeño ser en quien debía concentrar sus energías.
Iba a volverse hacia él para decirle que no se pusiera nervioso, pero que tenía que estar fuera un tiempo.
En aquel preciso instante el brillo de los faros del Mercedes de su marido se deslizó por el jardín delantero.
– Tienes que marcharte, Kenneth. Por la puerta de atrás. ¡Ya!
– ¿No podemos…?
– ¡AHORA, Kenneth!
– Vale, pero tengo la bici en el camino de entrada. ¿Qué hago?
Empezó a sudar. ¿Debía marcharse con él ahora? ¿Salir sin más por la puerta principal con Benjamin en brazos? No, no se atrevía. No se atrevía en absoluto.
– Ya le contaré una historia, vete. Sal por la cocina, ¡que no te vea Benjamin!
Y la puerta de atrás se cerró un milisegundo antes de que la llave girase en la puerta de entrada y esta se abriera.
Ya estaba sentada en el suelo ante el televisor con las piernas a un lado y abrazaba afectuosa a su hijo.
– ¡Mira, Benjamin! -exclamó-. Ya ha llegado papá. Ahora sí que lo vamos a pasar bien, ¿a que sí?
En un viernes brumoso de marzo como aquel no hay gran cosa que decir de la carretera E-22, que atraviesa la región sueca de Escania. Aparte de las casas y los postes indicadores, podría haber sido un tramo entre Ringsted y Slagelse, en Dinamarca. Bastante llano, sobrecultivado, totalmente falto de interés.
Pero aun así había al menos cincuenta de sus compañeros de Jefatura a quienes les brillaban los ojos en cuanto la ese de Suecia pasaba por sus labios. Según ellos, todas las necesidades podían satisfacerse en cuanto la bandera azul y amarilla ondeaba en el paisaje. Carl miró por el parabrisas y sacudió la cabeza. Debía de faltarle un sentido, sería eso. Aquel gen especial que llevaba al júbilo en cuanto las palabras arándano, albóndigas y arenque salían a relucir.
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