Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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El hedor de agua podrida, orina y excrementos hirió sus fosas nasales.

– ¿Hay alguien? -susurró.

Pasado un rato, se oyó un gemido ahogado.

Encendió la linterna, y el espectáculo que vio fue desgarrador.

A dos metros una de otra, había dos figuras dobladas sobre sus propios excrementos. Los pantalones mojados, el pelo sucio. Dos cuerpecillos que habían tirado la toalla.

El chico lo miraba con los ojos abiertos como platos, desorbitados. Aplastado bajo el techo, inclinado hacia delante, atado por detrás y encadenado. Tenía la boca tapada con cinta adhesiva, que palpitaba tenue con su respiración, y todo él era un grito de socorro. Carl desvió la linterna a un lado y vio a la niña inclinada sobre su cadena. Su cabeza descansaba sobre el hombro, como si durmiera, pero no dormía. Sus ojos estaban abiertos y reaccionaron a la luz parpadeando, pero no podía ni levantar la cabeza de lo exhausta que estaba.

– Venimos a ayudaros -los tranquilizó Carl, apoyándose en el suelo y entrando de rodillas-. Estaos callados y todo irá bien.

Cogió el móvil y marcó un número de teléfono. Al poco comunicaba con la comisaría de Frederikssund.

Explicó la situación y pidió refuerzos. Después apagó el móvil.

El chico dejó caer los hombros. La conversación había hecho que se relajara.

Mientras tanto, también Assad había entrado. Estaba arrodillado bajo el tejadillo, soltando la cinta adhesiva de la boca de la chica. Soltó sus correas mientras Carl empezaba a ayudar al chico. Este mostraba ganas de colaborar. No dijo nada cuando le arrancó la cinta adhesiva. Se echó a un costado para que Carl pudiera llegar a la hebilla de la correa de cuero a su espalda.

Después alejaron a los niños un poco de la pared y se afanaron con la cadena que ceñía sus cinturas y estaba unida a otra cadena sujeta a la pared.

– Ayer nos las puso y las candó. Antes la cadena de la pared solo estaba unida a las correas. Él tiene las llaves -informó el chico con voz ronca.

Carl miró a Assad.

– He visto una palanqueta en el cobertizo. ¿Me la traes, Assad?

– ¿Una palanqueta?

– Sí, joder.

Carl vio por la expresión de Assad que sabía perfectamente qué era una palanqueta. Lo que pasa es que no quería volver a pisar aquellas babosas otra vez, si podía evitarlo.

– Toma la linterna, ya voy yo.

Salió a rastras de la caseta. Tenían que haber cogido la palanqueta. Era un arma estupenda.

Volvió a pasar resbalando sobre la masa de babosas vivas y muertas y reparó en un débil fulgor en una de las ventanas del edificio principal que daba al fiordo. Antes no se veía.

En ese momento se detuvo y se quedó un rato en silencio, escuchando.

No, no se oía la menor actividad en ninguna parte.

Después volvió a avanzar hacia el cobertizo y abrió la puerta con cuidado.

La palanqueta estaba ante él en el banco de carpintero, bajo un martillo y una llave inglesa. Apartó el martillo y empujó la llave inglesa a un lado. Se sobresaltó cuando la llave basculó en el borde y cayó al suelo con un chasquido metálico.

Se quedó un rato quieto en la penumbra, escuchando.

Después asió la palanqueta y salió sin hacer ruido.

Lo miraron aliviados cuando regresó. Como si cada movimiento que habían hecho Carl y Assad desde que abrieron la puerta fuera un milagro. Era muy comprensible.

Arrancaron con cuidado las cadenas de la pared.

El chico salió enseguida a rastras de debajo de la pared oblicua, mientras la chica se quedaba quieta, gimiendo.

– ¿Qué le pasa? -quiso saber Carl-. ¿Le falta agua?

– Sí. Está agotada. Llevamos mucho tiempo aquí.

– Tú coge a la chica, Assad -susurró Carl-. Agarra bien la cadena para que no tintinee. Yo ayudaré a Samuel.

Notó que el chico se ponía rígido. Volvió su rostro sucio hacia él y se quedó mirándolo, como si Carl hubiera revelado que en su alma moraba el diablo.

– Sabes mi nombre -dijo el chico con aire de sospecha.

– Soy policía. Sé muchas cosas de vosotros, Samuel.

El chico retiró la cabeza hacia atrás.

– ¿De dónde? ¿Ha hablado con nuestros padres? -preguntó.

Carl aspiró hondo.

– No, no he hablado con ellos.

Samuel echó los brazos un poco hacia atrás. Cerró los puños un rato.

– Aquí pasa algo -aventuró-. Usted no es policía.

– Que sí, hombre. ¿Quieres ver mi placa?

– ¿Cómo ha sabido dónde estábamos? No podía saberlo.

– Llevamos tiempo trabajando para encontrar a vuestro secuestrador, Samuel. Ven, no hay tiempo que perder -alegó Carl, mientras Assad tiraba de la niña para sacarla por la puerta.

– Si son policías, ¿por qué no hay tiempo que perder?

Parecía asustado. Era evidente que no era dueño de sí. ¿Sería por la conmoción?

– Hemos tenido que arrancar las cadenas de la pared, Samuel. ¿No es bastante prueba? No teníamos la llave.

– ¿Es algo de nuestros padres? ¿No han pagado? ¿Les ha pasado algo? -lo apremió, sacudiendo la cabeza. Después volvió a preguntar, en voz demasiado alta-. ¿Qué les ha pasado a nuestros padres?

– Shhh -lo tranquilizó Carl.

Oyeron un sonido sordo fuera. Assad debía de haber dado un traspiés en el sendero resbaladizo.

– ¿Ha pasado algo? -susurró Carl. Después se volvió hacia Samuel-. Vamos, Samuel. No hay tiempo que perder.

El chico lo miró con desconfianza.

– Antes no ha hablado con nadie por el móvil, ¿verdad? Nos van a matar, ¿verdad? ¿No es eso lo que van a hacer?

Carl sacudió la cabeza.

– Voy a salir; así podrás mirar por la puerta y ver que todo va bien -explicó, y salió al aire fresco.

Oyó un ruido y notó un fuerte golpe en la nuca. Después la noche lo envolvió.

Capítulo 51

Puede que fuera por el ruido del exterior, puede que fuera por el dolor de la cadera, donde se había cosido los puntos. Lo cierto es que se despertó sobresaltado y miró desconcertado alrededor.

Entonces recordó lo que había pasado y miró el reloj. Había transcurrido casi hora y media desde que se tumbó.

Sin poder quitarse el sueño de encima, se incorporó en el sofá y rodó sobre el costado para ver si había sangrado.

Asintió con la cabeza, satisfecho por su trabajo. Parecía seco y limpio. Había salido muy bien para ser la primera vez.

Se puso en pie y se desperezó. En la cocina había cartones de zumo y comida en lata. Un vaso de zumo de granada y algo de atún con pan sueco lo reconfortarían de la pérdida de sangre. Comería un bocado y luego bajaría a la caseta de botes.

Encendió la luz de la cocina y miró un poco al exterior. Después corrió la persiana hasta abajo. Nadie debía ver la luz desde el fiordo. Seguridad ante todo.

Se detuvo y frunció el ceño. ¿Había oído algo? ¿Como un tintineo metálico? Se quedó un rato quieto. Volvió a reinar el silencio.

¿Sería el graznido de un pájaro? Pero ¿los pájaros graznaban a esa hora de la noche?

Entreabrió la persiana y miró al lugar de donde creía que procedía el ruido. Achicó los ojos y se quedó quieto.

Entonces lo vio. En la oscuridad apenas se distinguía aquel contorno vago de algo negro moviéndose, pero estaba allí.

Justo frente al anexo, y luego desapareció.

Se apartó de golpe de la ventana.

Su corazón volvía a latir más fuerte de lo deseado.

Tiró con cuidado del cajón de la cocina y eligió un cuchillo largo y delgado para filetear pescado. Era imposible sobrevivir a unas cuchilladas bien dadas. La hoja era demasiado delgada y larga para eso.

Después se puso los pantalones y salió a la oscuridad descalzo, sin hacer ruido.

Ahora oía con nitidez los ruidos procedentes de la caseta. Como si alguien estuviera intentando arrancar cosas en su interior. Golpes toscos contra la madera.

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