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Jussi Adler-Olsen: El mensaje que llegó en una botella

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Jussi Adler-Olsen El mensaje que llegó en una botella

El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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Pero ¿cómo iban a saber que Yrsa había dado en el blanco? Y ¿cómo carajo iban a saber entonces que corría tanta prisa? ¿Que se había producido otro secuestro?

Sacudió la cabeza. Pero se había producido otro secuestro, y en cuanto al resultado… Casi no se atrevía a llevar la idea hasta el fin.

Porque todo parecía indicar que había dos niños en la misma situación que Poul y Tryggve Holt trece años antes. ¡Dos niños en extrema necesidad! ¡En aquel preciso instante!

Capítulo 50

En el pueblo de Jægerspris se desviaron de la carretera junto a un pabellón rojo donde ponía «Esculturas y cuadros», y se adentraron en el bosque.

Rodaron un buen trecho sobre el asfalto mojado hasta llegar al letrero que decía «Prohibida la circulación de coches y motos no autorizados». Un camino perfecto si no querías que te molestaran en lo que estabas haciendo.

Conducían lento. El GPS decía que todavía quedaba un buen trecho hasta la casa, pero los halógenos de sus faros iluminaban bien el camino. Si de pronto se encontraban ante terreno abierto que diera al fiordo cerca de la casa, tendrían que apagar las luces. Dentro de pocas semanas los árboles se cubrirían de follaje, pero en aquel momento no había gran cosa para esconderse.

– Ahí empieza un camino que se llama Badevej, Carl. Tendrás que apagar las luces ahora, o sea. Después viene un tramo sin vegetación.

Carl señaló la guantera, y Assad sacó la linterna alargada.

Después apagó las luces del coche.

Avanzaron con lentitud, guiados por la luz de la linterna. Daba la luz justa para orientarse.

Divisaron un trozo de marisma que llegaba hasta el fiordo. Tal vez también algo de ganado tumbado en la hierba. Entonces apareció una pequeña estación transformadora a la izquierda del camino. Oyeron un leve ronroneo al pasar al lado.

– ¿Podría ser eso lo que ronroneaba, entonces? -preguntó Assad.

Carl sacudió la cabeza. No, el sonido era demasiado débil. Ya no se oía.

– Ahí, Carl.

Assad señaló una silueta oscura, que enseguida resultó ser un seto que se extendía desde el sendero hasta el agua. Vibegården estaba tras él.

Aparcaron el coche al borde del camino y se quedaron un rato recuperándose fuera.

– ¿En qué piensas, Carl? -quiso saber Assad.

– Pienso en lo que vamos a encontrar. Y pienso también en la pistola que he dejado en Jefatura.

Detrás del seto había un redil, y tras el redil otro bosquecillo que descendía hasta el agua. No era una propiedad grande, pero la ubicación era perfecta. Habría allí todo tipo de posibilidades para vivir una vida feliz. O para ocultar los actos más repugnantes.

– ¡Mira! -exclamó Assad, y Carl lo vio. El contorno de una casita cerca del agua. Tal vez un cobertizo o un pequeño pabellón. Después señaló un lugar entre los árboles-. Y mira ahí.

Se veía una luz tenue.

Se colaron entre las ramas del seto y vieron la casa de ladrillo rojo que había tras la vegetación. Deteriorada y algo ruinosa. Dos de las ventanas que daban a la carretera estaban iluminadas.

– Está, o sea, en casa, ¿no crees? -susurró Assad.

Carl no dijo nada. ¿Cómo iban a saberlo?

– Creo que hay una entrada algo más allá, tras la casa. Quizá debiéramos ver, entonces, si está el Mercedes -susurró Assad.

Carl meneó la cabeza.

– Seguro que está, créeme.

Entonces oyeron un ronroneo grave procedente del fondo del jardín. Como un bote a motor que regresa atravesando la pulida superficie del agua. Algo así como un leve zumbido remoto.

Carl entornó los ojos. De modo que había un ronroneo.

– Viene del anexo del extremo del jardín. ¿Lo ves, Assad?

Este gruñó. Lo veía.

– ¿No crees que la caseta de botes puede estar en esos matorrales junto al anexo? Así estaría junto al agua, o sea -explicó Assad.

– Puede. Pero me temo que él puede estar allí. También temo lo que pueda estar haciendo -confesó Carl.

El silencio del edificio principal y el extraño sonido procedente del cobertizo le daban escalofríos.

– Vamos a tener que ir ahí, Assad.

Su colega asintió con la cabeza y dio a Carl la linterna apagada.

– Úsala como arma, Carl. Yo me fío más, o sea, de mis manos.

Atravesaron la maleza, que le despellejó la quemadura del brazo. Si no hubiera sido porque su camisa y chaqueta estaban mojadas y la llovizna refrescaba, habría tenido que parar un rato y aguantar el dolor.

Según se acercaban al anexo, el sonido se hacía más claro. Monótono, grave y continuo. Como un motor recién lubricado en punto muerto.

Bajo la puerta se divisaba una delgada raya de luz. De modo que algo estaba pasando allí dentro.

Carl señaló la puerta y agarró con fuerza la pesada linterna. Si Assad abría la puerta de un tirón, él se precipitaría dentro, dispuesto a golpear. Entonces verían qué ocurría.

Se miraron un par de segundos, y después Carl dio la señal. Assad asió la manilla y abrió la puerta, y justo después Carl entró retumbando en la estancia.

Miró alrededor y dejó caer el brazo que sostenía la linterna. No había nadie. Aparte de un taburete, ropa de trabajo sobre un banco de carpintero, un gran depósito, varias mangueras y el generador, que ronroneaba en el suelo como un vestigio de la época en que las cosas se hacían para que durasen para siempre, no había nada.

– ¿A qué huele, Carl? -susurró Assad.

Sí, había un olor intenso, y Carl lo conocía. Aunque hacía tiempo que no lo olía. En la época, hacía muchos años, en que había que decapar todos los muebles y puertas de pino. Era aquel olor húmedo y frío que hacía contraer las fosas nasales. El olor de la sosa cáustica. El olor a lejía.

Se volvió hacia el depósito con la mente llena de imágenes siniestras. Acercó el taburete. Presintiendo lo peor, se subió encima y levantó la tapa del depósito. Estoy a un clic de linterna de darme un susto, pensó, y dirigió el cono de luz hacia el fondo del depósito.

Pero no vio nada. Solo agua, y un calorífero de un metro de longitud colgado en la pared interior.

No era difícil de adivinar para qué podía usarse el depósito.

Apagó la linterna, bajó con cuidado del taburete y miró a Assad.

– Creo que los niños están todavía en la caseta de botes -anunció-. Puede que estén vivos.

Prestaron atención cuando salieron del anexo, y se quedaron un rato quietos para acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Dentro de tres meses habría mucha luz a aquella hora. Pero entonces solo veían unas siluetas vagas delineándose entre ellos y el fiordo. ¿Habría de verdad una caseta de botes allí, entre la maleza?

Hizo señas a Assad para que lo siguiera, y notó que en un par de metros sus pisadas resbalaban sobre grandes babosas. A Assad no le gustaba aquello nada, era evidente.

Llegaron a los matorrales. Carl se agachó un poco, apartó una rama, y allí, justo frente a sus ojos, estaba la puerta, a medio metro de altura sobre el suelo. Tocó las gruesas tablas que la componían. Estaban húmedas y escurridizas.

Olía a brea, por lo que debían de haber sellado los resquicios con ella. La misma brea con que selló Poul Holt su mensaje en la botella.

Oyeron el murmullo del agua justo ante ellos. Así que la cabaña estaba sobre el agua. No había duda de que se sostenía sobre estacas. ¡Era la caseta de botes!

Estaban en el sitio correcto.

Carl asió la manilla, pero la puerta no se abrió. Entonces avanzó a tientas hasta un pasador unido a un pestillo. Lo levantó con cuidado y a continuación lo dejó caer colgado de su cadena. Entonces aquel cabrón no estaba dentro, eso seguro.

Tiró poco a poco de la puerta y oyó enseguida una respiración lenta, contenida.

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