Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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Y ahora todo se había complicado. El único que podía decirle dónde estaban los niños estaba al borde de la muerte, en una camilla, camino de la ambulancia, y era por su culpa. Era espantoso, ni más ni menos.

– Mira esto, Carl.

Volvió la cabeza hacia Assad, que tenía en la mano la cartera del Papa. No parecía contento.

– ¿Qué es? Te veo en la cara que no has encontrado nada. ¿No aparece la dirección?

– Sí. No es por eso, es otra cosa, Carl, y no trae nada bueno. ¡Mira!

Le tendió un bono de caja del supermercado Kvickly.

– Mira la hora.

Carl miró un momento y notó que empezaba a sudar en el cuello.

Assad tenía razón. Una vez más surgía algo que no auguraba nada bueno.

Era un bono de caja del Kvickly de Roskilde. Un recibo de una compra modesta. El cupón de Lotto, un tabloide y un paquete de Stimorol. Comprados aquel día a las 15.25. Minuto arriba, minuto abajo, el momento en que Isabel Jønsson fue atacada en el Hospital Central de Copenhague. A más de treinta kilómetros de allí.

Si aquel bono era del Papa, él no era el secuestrador. ¿Y por qué no iba a ser su bono si estaba en su cartera?

– Me cago en la puta… -gimió Carl.

– Los de la ambulancia han encontrado medio paquete de Stimorol en sus bolsillos cuando les he pedido que los vaciasen -informó Assad mientras miraba alrededor con semblante sombrío.

Luego la expresión de Assad cambió. Fue como si se pusiera alerta.

– ¿Dónde está René Henriksen? -exclamó.

Carl paseó la mirada por el local. ¿Dónde cojones se había metido?

– ¡Allí! -gritó Assad, señalando el angosto pasillo que llevaba a la sala de máquinas, donde operaban y se revisaban los dispositivos de los bolos.

Carl lo vio. Una raya de cinco centímetros de anchura en la pared. Justo a la altura de la cadera. No cabía duda de que era sangre.

– ¡Maldita sea! -exclamó, y echó a correr por encima de las pistas.

– ¡Ten cuidado, Carl! -gritó Assad por detrás-. La navaja no está sobre la pista. Se la ha llevado.

Por favor, que esté aquí dentro, pensó Carl mientras entraba en un local de un par de metros de ancho con maquinaria, herramientas y cachivaches. Todo estaba demasiado silencioso.

Pasó corriendo junto a los tubos de ventilación, escaleras y una mesa de teca con latas de espray y cuadernos de anillas, y de pronto se encontró ante la puerta trasera.

Asió la manilla con malos presentimientos, la abrió sin problemas y se quedó mirando a la oscura nada adonde llevaba la escalera de incendios.

El hombre había desaparecido.

Assad volvió a los diez minutos. Sudando y con las manos vacías.

– He visto una mancha de sangre junto al aparcamiento -informó.

Carl fue expulsando el aire poco a poco. Habían sido unos momentos terribles. Acababa de recibir una llamada del servicio de guardia de Jefatura.

– No, lo siento. No existe nadie con ese número de registro -le dijeron.

¡Nadie con ese número de registro! René Henriksen no existía, y era a quien buscaban.

– Bien, gracias, Assad -dijo con voz cansada-. He pedido una patrulla con perros, llegarán enseguida. Tendrán algo que rastrear. Desde luego, es nuestra única esperanza.

Puso a Assad al corriente de la situación. No tenían ningún dato sobre el hombre que se hacía llamar René Henriksen. Un asesino múltiple andaba suelto.

– Encuentra el teléfono del inspector jefe de Roskilde. Se llama C. Damgaard -dijo después Carl-. Mientras tanto, yo llamaré a Marcus Jacobsen.

No era la primera vez que molestaba a su jefe en casa. El número del inspector jefe de Homicidios estaba disponible día y noche. Era un acuerdo permanente.

«La violencia nunca descansa en una ciudad como Copenhague; ¿por qué habría de hacerlo yo?», solía decir.

Pero Marcus no se alegró para nada de que lo arrancaran de la sobremesa cuando oyó de qué se trataba.

– Joder, Carl, vas a tener que ponerte en contacto con C. Damgaard. Roskilde no es mi zona.

– No, Marcus, ya lo sé, y Assad está buscando el número, pero ha sido uno de tus subordinados quien la ha cagado.

– Vaya, jamás pensé que oiría a Carl Mørck decir eso -declaró, y sonó como si se alegrara por ello.

Carl se sacudió de encima la idea.

– Los periodistas estarán aquí enseguida -comentó-. ¿Qué debo hacer?

– Informa a Damgaard y cálmate. Has dejado escapar al tipo, así que tendrás que volver a cazarlo, me cago en todo. Pide ayuda a la comisaría local, ¿entendido? Buenas noches, Carl, y buena caza. Seguiremos hablando mañana.

Carl sintió algo de presión en el pecho. En resumidas cuentas, que Assad y él estaban solos y debían partir de cero.

– Este es, o sea, el número de casa del inspector Damgaard -indicó Assad. No había más que pulsar la tecla.

Carl oyó los tonos mientras notaba que la presión del pecho iba en aumento. No, joder. ¡Ahora no!

– Hola, soy Damgaard. Lo siento, no estoy en casa. Deje su mensaje -informó su voz por el contestador automático.

Carl apagó el móvil, cabreado. Aquel puto inspector de Roskilde ¿no estaba nunca disponible?

Dio un suspiro. No había nada que hacer, tendría que conformarse con los policías que aparecieran. Puede que alguno de ellos supiera cómo poner freno a aquel circo. Más les valía lograrlo antes de que periodistas de toda Selandia se apelotonaran junto a la puerta de las escaleras, desde donde un par de buitres locales estaban ya sacando fotos como descosidos. ¡Cielos! En esta sociedad multimedia, los rumores corrían más deprisa que los propios acontecimientos. Cientos de pares de ojos habían visto el incidente, y había cientos de ellos con teléfonos móviles. Y claro, los carroñeros ya estaban allí.

Saludó con la cabeza a los dos investigadores locales a quienes los agentes de recepción permitieron pasar.

– Carl Mørck -se presentó. Les mostró la placa y ambos reconocieron a la primera el nombre, aunque no hicieron ningún comentario. Los puso al corriente de la situación. No fue tan fácil.

– O sea, que buscamos a un hombre que sabe disfrazarse hasta lo irreconocible; un hombre cuyo nombre ignoramos y cuyo Mercedes es nuestra única referencia. Suena como una tarea casi imposible -dijo uno de ellos-. Tomaremos las huellas dactilares de su agua mineral, y esperemos que eso aclare algo. ¿Y el informe? ¿Hay que hacerlo ahora?

Carl dio una palmada en el hombro a su compañero y miró más allá.

– Eso puede esperar. Siempre podéis poneros en contacto conmigo. Si empezáis con la gente que trabaja aquí, yo hablaré con los cuatro compañeros de equipo.

Tuvieron que dejarlo marchar. Al fin y al cabo, tenía razón.

Carl saludó con la cabeza a Lars Brande, que parecía bastante impresionado. Dos compañeros desaparecidos de un plumazo. Navajazos y muerte. Su equipo, deshecho. Gente que creía conocer lo había traicionado de manera imperdonable.

Sí, estaba conmocionado, igual que su hermano y el pianista. Los rostros de los tres estaban mudos, tristes.

– Necesitamos saber quién es en realidad René Henriksen, así que pensad. ¿Podéis ayudarnos? Cualquier cosa vale. ¿Tiene hijos? ¿Cómo se llaman? ¿Está casado? ¿Dónde trabaja? ¿Dónde hace las compras? ¿Ha traído alguna vez pasteles de una pastelería concreta? ¡Pensad!

Tres de los compañeros de equipo no reaccionaron, pero el cuarto, el mecánico, al que llamaban Acelerador, se removió un poco. No parecía tan afectado como los demás.

– De hecho, alguna que otra vez me ha extrañado que nunca hablara de su trabajo -declaró-. Los demás sí que hablábamos.

– Ya. ¿Y…?

– Pues que parecía tener más dinero que nosotros, así que debía de tener un buen trabajo, ¿no? Igual pagaba más rondas de cerveza que los demás al terminar los torneos. Sí, no cabe duda de que tenía más dinero que nosotros. Basta con mirar su bolsa.

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