Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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Otra vez aquella mirada que le daba la sensación de que su interlocutor se sentía desnudo.

– Así es -confirmó-. Me han ofrecido un trabajo en Libia. Voy a supervisar el montaje de una enorme instalación de energía solar en medio del desierto que va a generar electricidad mediante una sola unidad central. Es un acontecimiento revolucionario, quizá haya oído hablar de ello.

– Parece interesante. ¿Cómo se llama la empresa?

– La verdad es que no es muy comercial -reconoció sonriendo-. De momento solo está el número del Registro de Sociedades. Todavía no han decidido si el nombre será en árabe o en inglés, pero para su conocimiento le diré que la empresa actualmente se llama 773 PB 55.

Carl hizo un gesto afirmativo.

– ¿Cuántos del equipo tienen un Mercedes, aparte de ti?

– ¿Quién dice que tengo un Mercedes? -inquirió, sacudiendo la cabeza-. Que yo sepa, solo Svend tiene un Mercedes, pero suele venir andando. No vive tan lejos.

– ¿Cómo sabes que Svend tiene un Mercedes? Jonas y Lars me han dado la impresión de que siempre vais con ellos en la furgoneta.

– Así es. Pero Svend y yo solemos alternar también en privado. Llevamos años haciéndolo. Bueno, tendría que decir que solíamos hacerlo. Porque no he estado en su casa los últimos dos o tres años, ya comprenderá por qué; pero antes, sí. Y, que yo sepa, no ha cambiado de coche recientemente. Los que tienen una pensión de invalidez no pueden hacer maravillas con el dinero.

– ¿Qué es lo que debo «comprender» sobre ese Svend?

– Sus viajes a Tailandia, por supuesto. ¿No estamos hablando de eso?

Aquello parecía una maniobra de distracción.

– ¿Qué viajes? No soy del departamento de Narcóticos, si es lo que piensas.

El hombre pareció que fuera a derrumbarse, pero podía ser un gesto de cara a la galería.

– ¿Narcóticos? No, hombre -aseguró-. Joder, no quiero meterlo en un aprieto, será cosa mía, puedo estar equivocado.

– ¿Quieres ser tan amable de decirme enseguida qué es lo que piensas? De lo contrario tendré que llevarte a Jefatura para interrogarte.

El hombre ladeó la cabeza.

– Santo cielo, no, gracias. Solo quiero decir que en una de esas Svend me desveló que sus numerosos viajes a Tailandia tienen que ver con que organiza a mujeres de allí para acompañar a recién nacidos a Alemania. Niños que son dados en adopción a parejas sin hijos previamente escogidas. Se encarga del papeleo y dice que es una buena acción, pero creo que no se preocupa demasiado por cómo se consiguen los niños. Es lo que pienso yo -explicó, adelantando la cabeza-. Juega bien a los bolos, así que no me importa jugar con él, pero desde que supe lo de los niños, no he vuelto a su casa.

Carl miró al hombre de chaqueta azul. ¿Sería una cortina de humo que Svend echaba cuando no le quedaba otro remedio? Era muy posible. «Andar cerca de la verdad, pero no demasiado cerca», ese era el lema de la mayoría de los criminales. Tal vez no fuera nunca a Tailandia. Tal vez fuera el secuestrador, que necesitaba una coartada ante sus amigos de la bolera mientras él practicaba su repugnante oficio.

– ¿Sabes quién canta bien o mal en tu equipo?

El hombre se echó hacia delante con una súbita carcajada.

– No cantamos mucho, no.

– ¿Y tú?

– Canto bastante bien, gracias. En el pasado estuve de sacristán en la iglesia de Fløng. También he estado en el coro de allí. ¿Quiere que le enseñe?

– No, gracias. ¿Y Svend? ¿Canta bien?

Sacudió la cabeza.

– Ni idea. Pero ¿ha venido por eso?

Carl esbozó una sonrisa irónica.

– ¿Sabes si alguno de vosotros tiene una cicatriz visible?

El hombre se encogió de hombros. Carl no podía dejarlo marchar aún. No podía.

– ¿Me puedes enseñar algún documento de identidad? ¿Donde aparezca el número de registro civil?

El hombre no respondió. Sacó del bolsillo una de esas carteritas que solo contienen tarjetas de plástico. Lars Bjørn, el de Jefatura, tenía una así. Un símbolo de su estatus, lo más seguro, vete a saber.

Carl escribió el número de registro. Cuarenta y cuatro años. Coincidía con su hipótesis.

– Oye, dime otra vez: ¿cómo se llamaba tu empresa?

– 773 PB 55. ¿Por qué?

Carl se alzó de hombros. Si hubiera sido él quien hubiera inventado de la nada un nombre tan demencial como aquel, no se habría acordado pasados dos minutos. Así que sería verdad.

– Una última cosa. ¿Qué has hecho hoy entre las tres y las cuatro?

El hombre se puso a pensar.

– Entre las tres y las cuatro. Estaba en el peluquero de Allehelgensgade. Tengo una reunión importante mañana y debo estar presentable.

El tipo deslizó los dedos por una de sus sienes para ilustrarlo. Sí, parecía recién cortado. Pero tendrían que comprobarlo en la peluquería cuando terminasen allí.

– René Henriksen, haz el favor de sentarte ahí, junto a la mesa blanca de la esquina, ¿vale? Puede que hablemos contigo después.

El tipo hizo un gesto afirmativo y dijo que lo ayudaría con sumo gusto.

Era lo que decían casi todos al hablar con la Policía.

Después indicó a Assad, con un gesto, que le enviara al hombre de la chaqueta azul. No había tiempo que perder.

No parecía para nada que aquel hombre tuviera una pensión de invalidez. Sus hombros llenaban la chaqueta, y no era por las reminiscencias de las hombreras de los años ochenta. Tenía un semblante notable, sus mandíbulas se acentuaban cada vez que mascaba su chicle. Cabeza ancha. Cejas pobladas, casi juntas. Pelo al rape y un caminar algo encorvado. Un hombre que seguro que tenía más recursos de los que aparentaba.

Olía bien, un olor neutro. Su mirada era algo vacilante, con grandes ojeras que hacían que la distancia entre los ojos pareciera menor de lo que era en realidad.

Desde luego, un perfil y un aspecto que merecían una investigación más detallada.

El tipo saludó con la cabeza a René Henriksen cuando se sentó.

A primera vista parecía un saludo cordial.

Capítulo 46

Descubrió bastante pronto en la vida que podía controlar sus sentimientos hasta hacerlos invisibles.

Su vida en casa del pastor aceleró el proceso. Allí no se vivía a la luz del Señor, sino a su sombra, y los sentimientos se interpretaban mal casi siempre. La alegría se confundía con la superficialidad, y la ira con la mala voluntad y la obstinación. Y cada vez que era mal interpretado lo castigaban. Por eso se guardaba para sí los sentimientos. Era lo mejor.

Después le vino muy bien. Cuando las injusticias lo arrastraban al desánimo, cuando llegaban las decepciones.

Por eso nadie sabía lo que ocurría en su interior.

Eso lo había salvado hoy.

Había sido una conmoción ver aparecer a los dos policías. Un susto de aquí te espero. Pero no lo dejó traslucir.

Se dio cuenta al entrar en la recepción de la bolera. Eran sin duda los dos hombres que estaban hablando con el hermano de Isabel en la planta baja del Hospital Central por la tarde, cuando él tenía prisa por largarse. Aquella pareja dispar no era tan fácil de olvidar.

La cuestión era si lo habrían reconocido.

No lo creía. Si fuera así, sus preguntas habrían sido mucho más impertinentes de lo que fueron. El policía habría podido mirarlo de una manera muy diferente a como lo hizo.

Miró alrededor. Había dos vías de salida si las cosas se ponían feas. Bajar a la sala de máquinas, salir por la puerta de atrás y subir por la escalera de incendios junto a la ridícula silla sin patas que alguien había colocado allí para advertir que por allí no se podía salir. O bien podía tomar el camino que pasaba junto al otro policía. Los servicios estaban entre la recepción y la salida, así que nada más natural que ir en aquella dirección.

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