Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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El miedo final, el definitivo.

Capítulo 45

– ¡Ahí, Carl! -gritó Assad, señalando un edificio de hormigón color siena en proceso de restauración que daba directamente a Københavnsvej.

«ESTÁ ABIERTO, disculpad el desorden», ponía en una banderola encima de la puerta. Por allí, desde luego, no se podía entrar.

– Carl, gira hacia la galería comercial y luego enseguida a la derecha. Así daremos la vuelta a esa zona de obras -dijo Assad, señalando una zona oscura entre las construcciones nuevas.

Dejaron el coche en el aparcamiento mal iluminado y casi lleno que había a la entrada de la bolera. Había tres Mercedes, ni más ni menos, pero ninguno de ellos tenía aspecto de haber sufrido un accidente.

¿Se puede trabajar la chapa tan rápido?, pensó Carl. Lo dudaba. Entonces pensó en su arma reglamentaria, que estaba en el armero de Jefatura. Debería haberla traído, sin duda, pero ¿quién podía haberlo sabido aquella mañana? El día había sido largo y variado.

Miró el edificio.

Aparte de un cartel con un par de bolas enormes, en la vistosa parte trasera del edificio no había nada que indicase que allí había una bolera.

Tampoco lo había cuando, una vez dentro, se quedaron mirando a una caja de escalera llena de taquillas metálicas parecidas a las consignas de las estaciones. Aparte de aquello, paredes desnudas, un par de puertas sin rótulo y unas escaleras hacia abajo con los colores de la bandera sueca. No había señales de vida en toda la planta.

– Creo que habrá que bajar al sótano, o sea -opinó Assad.

«Gracias por su visita. Vuelva cuando quiera al Club de Bolos de Roskilde: deporte, diversión y emoción», ponía en la puerta.

Las tres últimas palabras ¿se referían al juego de bolos? Por Carl bien podían borrarlas. Para él, los bolos no era ni un deporte, ni diversión ni emoción. Solo agujetas en el culo, cerveza y comida rápida.

Fueron directos a la recepción, donde las reglas de la casa, bolsas de chucherías y un cartel recordando la obligación de renovar el ticket de aparcamiento servían de marco al hombre que hablaba por teléfono.

Carl miró alrededor. El bar estaba lleno. Bolsas de deporte por todas las esquinas. Grupos de gente y actividad febril en unas veinte pistas, así debían de ser los campeonatos. Montones de hombres y mujeres con pantalones de pinzas y diversos polos de colores con logotipos de clubes.

– Queremos hablar con un tal Lars Brande. ¿Lo conoces? -preguntó Carl cuando el hombre del mostrador colgó el teléfono.

Señaló a uno de los hombres del bar.

– Es el que tiene las gafas de diadema. Grita ¡Crisálida! Y ya verás.

– ¿Crisálida?

– Sí, lo llamamos así.

Se acercaron a los hombres y notaron miradas sopesando sus zapatos, su ropa y su quehacer.

– ¿Lars Brande? ¿O debo llamarte Crisálida? -preguntó Carl, tendiendo la mano-. Soy Carl Mørck, del Departamento Q de la Jefatura de Copenhague. ¿Podemos hablar un poco?

Lars Brande sonrió y extendió la mano.

– Ah, sí. Me había olvidado por completo. Es que uno de nuestros compañeros de equipo nos acaba de dar la mala noticia de que nos deja ahora, justo antes del campeonato entre distritos, así que he tenido otras cosas en que pensar.

Dio una leve palmada en la espalda del compañero más cercano. Debía de ser el descarado del equipo.

– Estos ¿son tus compañeros de equipo? -preguntó, señalando con la cabeza a los otros cinco.

– El mejor equipo de Roskilde -replicó, levantando el pulgar.

Carl hizo una señal con la cabeza a Assad. Tendría que quedarse allí sin perder de vista a los demás, para que no se escabulleran. No podían correr riesgos.

Lars Brande era un hombre alto y nervudo, pero bastante flaco. Sus rasgos faciales eran distinguidos, como los de un hombre que tuviera un trabajo sedentario, como relojero o dentista, pero su piel estaba bronceada, y sus manos, desmesuradamente grandes, curtidas. Daba una impresión de conjunto desconcertante.

Se colocaron junto a la pared del fondo y estuvieron mirando un rato a los jugadores antes de que Carl arrancara.

– Has hablado con mi ayudante, Rose Knudsen. Creo que te ha parecido divertida la coincidencia de nombres y que preguntáramos por un llavero con la bolita. Pero has de saber que no se trata de ninguna bagatela. Estamos aquí en una misión urgente y seria, y todo cuanto digas puede constar en acta.

El hombre se mostró indispuesto de pronto. Las gafas parecieron hundirse más en su pelo.

– ¿Soy sospechoso de algo? ¿De qué se trata?

Parecía alcanzado de lleno. Muy extraño, aunque Carl no tenía ninguna sospecha sobre él. ¿Por qué había estado tan amable al hablar con Rose si no tenía la conciencia limpia? No, aquello no tenía ninguna lógica.

– ¿Sospechoso? No. Solo quiero hacerte unas preguntas, ¿te importa?

El tipo miró la hora.

– Pues, en realidad, sí. Jugamos dentro de veinte minutos, ¿sabe?, y solemos cargar las pilas juntos. ¿No puede esperar hasta después? Aunque sí que me gustaría saber de qué se trata.

– Lo siento. ¿Me acompañas a la mesa de jueces?

El hombre miró desconcertado a Carl, pero asintió con la cabeza.

Los jueces mostraron la misma expresión, pero cuando Carl sacó su placa de policía se volvieron más razonables.

Volvían a la pared del fondo pasando por una hilera de mesas cuando se oyó un aviso por los altavoces.

«Van a efectuarse cambios en el orden de los equipos por razones prácticas», dijo uno de los jueces, y dio el nombre de los nuevos equipos que debían empezar en su lugar.

Carl miró al bar, donde cinco pares de ojos los observaban con rostros serios, extrañados; tras ellos estaba Assad, sin quitar la vista de encima a las nucas de las cinco personas, alerta como una hiena.

Uno de aquellos cinco hombres era el que buscaban, Carl estaba seguro de eso. Mientras esos hombres estuvieran allí, los niños estarían a salvo. Si es que aún vivían.

– ¿Conoces bien a tus jugadores? Tengo entendido que eres el capitán del equipo.

El hombre asintió en silencio y respondió sin mirar a Carl.

– Llevamos juntos desde antes de que se abriera la bolera. Entonces jugábamos en Rødovre, pero esto nos cae más cerca. En aquellos tiempos había otro par más en el equipo, pero los que vivíamos en las cercanías de Roskilde decidimos seguir aquí. Y sí, los conozco muy bien. Sobre todo el Colmena, el que lleva un reloj de oro. Es mi hermano Jonas.

A Carl le pareció que estaba nervioso. ¿Sabría algo?

– Colmena y Crisálida, vaya nombres raros, ¿no? -se extrañó Carl. Tal vez algo de distracción aligerase la atmósfera opresiva. Era preciso conseguir que el hombre empezara a hablar lo antes posible.

Lars Brande sonrió con cierta ironía; así que funcionó.

– Ya, pero es que Jonas y yo somos apicultores, o sea que de todas formas no es tan extraño -objetó-. Todos los del equipo tenemos motes. Ya sabe cómo son estas cosas.

Carl hizo un gesto afirmativo, aunque no lo sabía.

– He reparado en que sois todos tipos grandes. ¿Sois tal vez de la misma familia?

En tal caso, se cubrirían las espaldas unos a otros a toda costa.

El hombre volvió a sonreír.

– Qué va. Solo Jonas y yo. Pero sí que es verdad que todos somos algo más altos que la media. Unos brazos largos dan un buen impulso, ¿sabe? -comentó, riendo-. No, de hecho es pura casualidad. No es algo en lo que pensemos a diario.

– Dentro de poco voy a pediros el número de registro civil, pero antes quiero preguntarte algo: ¿sabes si alguno de vosotros está fichado?

El hombre pareció asustarse bastante. Quizá se había dado cuenta por fin de que aquello iba en serio.

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