Porque estaban allí. No tendría ningún sentido si no estuvieran. Antes solía hablarles, pero ya no lo hacía tan a menudo. De todas formas no respondían.
Les pidió unas compresas, pero no se las dieron. Y en el punto álgido de las menstruaciones no le llegaba el papel higiénico y tenía que dejar de cambiarse.
También pidió que la dejaran tener un cepillo de dientes, pero tampoco se lo dieron, y eso le preocupaba. A falta de cepillo, se masajeaba las encías con el dedo índice y trataba de limpiar los espacios entre los dientes insuflando aire a presión en los intersticios, pero no era muy efectivo.
Y cuando echaba el aliento a la palma de la mano, se daba cuenta de que era cada vez más maloliente.
Un día sacó una pieza de la capucha de su plumífero. Era una varilla de plástico que tenía la rigidez, pero no el grosor, para poder funcionar como mondadientes. Entonces intentó partir un pedazo, y cuando lo consiguió se puso a limar la varilla más corta con sus paletas. Cuidado, no vaya a quedarse atascado el plástico, porque nunca podrás sacarlo, se advirtió a sí misma, y dejó que pasara el tiempo.
Cuando por primera vez en un año escarbó en todos los intersticios entre los dientes, sintió un gran alivio. Aquella varilla iba a ser de pronto su más preciado tesoro. Tenía que cuidarla bien, así como el resto de la pieza de plástico.
La voz le habló un poco antes de lo que había calculado. El día que cumplió treinta y tres años despertó con una sensación en el estómago que le decía que aún podía ser de noche. Y estuvo mirando fijamente a los cristales reflectantes tal vez durante horas mientras trataba de adivinar qué iba a pasar. Llevaba una eternidad pensando preguntas y respuestas. Nombres, sucesos y razones giraban en su cabeza, y todavía seguía sin saber más que el año anterior. Podría ser cuestión de dinero. Tal vez tuviera que ver con Internet. Tal vez fuera un experimento. Un experimento de una persona demente para probar cuánto pueden aguantar el organismo y la psique humanos.
Pero no tenía la menor intención de sucumbir ante tal experimento. Ni hablar.
Cuando llegó la voz no estaba preparada. Su estómago todavía no había protestado de hambre. Se asustó, pero esta vez fue más por la tensión provocada que por la conmoción producida por el silencio roto de golpe.
– Felicidades, Merete -dijo la voz de mujer-. Felicidades por tus treinta y tres años. Ya vemos que estás bien. Este año has sido una buena chica porque luce un sol radiante [2]
¡El sol! Prefería no saber nada de eso.
– ¿Has pensado en la pregunta? ¿Por qué te hemos enjaulado como un animal? ¿Por qué tienes que sufrir esto? ¿Has llegado ya a una respuesta, o tenemos que volver a castigarte, Merete? ¿Qué quieres? ¿Un regalo de cumpleaños o un castigo?
– ¡Dadme alguna pista! -gritó.
– No has entendido nada del juego, Merete. Tiene que salir de ti. Vamos a meterte los cubos, y mientras tanto piensa por qué estás aquí. Por cierto, también te hemos puesto un pequeño regalo que esperamos que puedas usar. No tienes mucho tiempo para responder.
Fue la primera vez que oyó claramente a la persona que había tras la voz. No era ninguna joven, en absoluto. Su dicción delataba una buena educación escolar recibida muchos años antes.
– Esto no es ningún juego -protestó-. Me habéis secuestrado y encerrado. ¿Qué queréis? ¿Queréis dinero? No sé cómo puedo ayudaros a sacar dinero de la fundación estando encerrada. ¿No lo entendéis?
– Escucha, cariño -replicó la mujer-. Si hubiera sido por dinero, las cosas habrían ido de otra manera, ¿no crees?
Después se oyó el silbido de la compuerta y entró el primer cubo. Lo atrajo hacia sí, estrujándose el cerebro en busca de qué decir para ganar tiempo.
– No he hecho nada malo en mi vida, no lo merezco, ¿lo entendéis?
Volvió a oírse el silbido, y el segundo cubo llegó a la compuerta.
– Te acercas al meollo de la cuestión, tontita. Sí, desde luego que lo mereces.
Merete quiso protestar, pero la mujer la detuvo.
– No digas más, no te estás haciendo ningún favor a ti misma. Pero mira en el cubo. Espero que estés contenta con tu regalo.
Merete levantó con cuidado la tapa, como si dentro hubiera una cobra con la capucha desplegada y la glándula del veneno llena a rebosar, dispuesta a asestar un mordisco. Pero lo que vio era peor aún.
Era una linterna.
– Buenas noches, Merete, que duermas bien. Vamos a darte otra atmósfera más de presión. Veremos si te ayuda a recuperar la memoria.
Primero percibió el silbido de la compuerta y el olor del entorno. Perfume y recuerdos del sol.
Después volvió la oscuridad.
2007
La fotocopiadora que consiguieron del CIN, el Centro de Investigación Nacional, que era como se llamaba la nueva Brigada Móvil de la policía, estaba para estrenar y sólo era un préstamo. Prueba irrefutable de que no conocían a Carl, porque desde luego no devolvía nada de lo que le hubieran llevado al sótano.
– Fotocopia todos los informes del caso, Assad -dijo, señalando la máquina-. No me importa que pases en ello todo el día. Y en cuanto hayas terminado, ve a la Clínica para Lesiones de Médula y pon a mi viejo colega Hardy Henningsen al corriente del caso. Seguramente no te hará ni puñetero caso, pero no te preocupes por eso. Tiene una memoria de elefante y los oídos de un murciélago. Tú ve a lo tuyo.
Assad examinó todos los iconos y las teclas del monstruo que había en el pasillo del sótano.
– ¿Cómo funciona esto, entonces? -preguntó.
– ¿Nunca has sacado una fotocopia?
– Pero con un aparato con tantos dibujos, no.
Qué barbaridad. Y aquel hombre ¿era el mismo que había montado la pantalla de televisión en diez minutos?
– Joder, Assad. Mira, pones el original aquí, y después aprietas este botón -le explicó. De momento Assad parecía entender bien.
El contestador del móvil de Bak recitaba la previsible cantinela de que el subcomisario desgraciadamente no podía responder debido a un caso de asesinato.
La preciosa secretaria de paletas irregulares le proporcionó la información de que estaba con un compañero en Valby para llevar a cabo una detención.
– Lis, dame un toque cuando aparezca el payaso, ¿vale? -le rogó, y a la hora y media sonó la flauta.
Bak y sus compañeros llevaban ya tiempo en la sala de interrogatorios cuando Carl entró en tromba. El hombre esposado era un tipo de lo más normal. Joven, cansado y con un trancazo considerable.
– Por lo menos quitadle los mocos -sugirió Carl, señalando las velas que le colgaban cerca de la boca. Si era el tipo, nada en el mundo conseguiría que abriera la boca.
– ¿No entiendes, Carl? -protestó Bak con la cara roja, cosa que no sucedía a menudo-. Tienes que esperar. Y no vuelvas a interrumpir a un compañero cuando está haciendo un interrogatorio, ¿has entendido?
– Cinco minutos; después te dejaré en paz, te lo prometo.
Que Bak necesitara hora y media para decir a Carl que había llegado muy tarde al caso Lynggaard y que no sabía un carajo era culpa del payaso. ¿Para qué coño tanto envoltorio?
Al menos consiguió el número de teléfono de Karen Mortensen, la asistenta social jubilada que había atendido a Uffe en Stevns. Y también el número de teléfono del inspector jefe Claes Damsgaard, que se hallaba al frente de la investigación de la Brigada Móvil entonces. Bak le dijo que ahora estaba en el distrito policial de Selandia Central y Occidental. ¿Por qué no decir sin más que el tipo estaba en Roskilde?
Por cierto, el otro jefe del grupo que llevó a cabo la investigación había muerto. Sólo aguantó dos años tras jubilarse. Esa era la realidad en torno a la esperanza de vida de los policías jubilados en Dinamarca.
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