– ¿Y…?
– Pues que entonces es un telegrama de TelegramsOnline. Imprimen el nombre en el telegrama. Y llevan los dos labios rojos.
– Enséñamelo.
Assad apretó la barra espaciadora del ordenador de Carl, y en la pantalla apareció la página web de TelegramsOnline. Sí, allí estaba el telegrama. Exactamente como decía Assad.
– Bien. ¿Y estás seguro de que es la única empresa que hace telegramas así?
– Completamente.
– Pero sigues sin tener la fecha, Assad. ¿Es de antes o de después del día de San Valentín? ¿Y quién lo encargó?
– Podemos preguntar a la empresa si tienen registrado cuándo entregan telegramas en el palacio de Christiansborg.
– Eso ya lo harían en la primera investigación, ¿no?
– No, en el expediente no pone nada de eso. Pero ¿quizá has leído otra cosa? -preguntó el asistente con una sonrisa sardónica tras la barba de dos días. Con descaro, pero sin pasarse.
– Vale, Assad, de acuerdo. Pregunta en la empresa. Es justo una misión para ti. Yo tengo cosas que hacer ahora, es mejor que llames desde tu despacho.
Le dio una palmada en el hombro y lo arrastró afuera. Después cerró la puerta, encendió un cigarrillo, cogió la carpeta del caso Lynggaard y se sentó en la silla con las piernas encima de la mesa.
Ya no tenía excusa.
Era un caso fastidioso. Demasiado inconsistente. Búsquedas a diestro y siniestro sin prioridades claras. En suma, no había ninguna teoría sólida en que apoyarse. El motivo seguía estando abierto. Si fue un suicidio, ¿por qué? Lo único que se sabía era que su coche estaba en la parte trasera de la cubierta de coches, y que Merete Lynggaard había desaparecido.
Después los investigadores se dieron cuenta de que no había estado sola. De un par de testimonios se deducía que había estado discutiendo con un joven en la cubierta. Una foto, tomada casualmente en la cubierta por una pareja de mediana edad que participaba en un viaje de compras organizado a Heilingenhafen, lo documentaba. Y la fotografía se hizo pública, y entonces llegó una notificación del Ayuntamiento de Store Heddinge diciendo que se trataba del hermano de Merete Lynggaard.
De hecho, Carl lo recordaba. Hubo rapapolvos para los policías que habían pasado por alto la existencia de aquel hermano.
Y surgieron nuevas preguntas: si había sido el hermano, ¿cuál era el motivo?, ¿y dónde estaba el hermano?
Al principio creían que también Uffe había caído por la borda, pero lo encontraron a los dos días, totalmente extenuado y confuso, un buen trecho más allá de las llanuras de Femern. Lo identificó un policía alemán de Oldenburgo que estaba alerta. Nadie averiguó luego cómo había llegado tan lejos. Tampoco él tenía nada que añadir al caso.
Si sabía algo, se lo guardaba para sí.
El duro trato dispensado después por sus compañeros a Uffe Lynggaard reveló que no tenían ni puta idea de cómo llevar el caso.
Carl puso un par de cintas de los interrogatorios y comprobó que Uffe había estado callado como una tumba. Trataron de jugar al «poli bueno» y al «poli malo», pero no funcionó. Llamaron a dos psiquiatras. Después a un psicólogo de Farum con una tesis doctoral en esas cosas, incluso llamaron a Karen Mortensen, una asistenta social del municipio de Stevns, para tratar de sonsacar a Uffe.
Un caso chungo.
Tanto las autoridades alemanas como las danesas rastrearon las aguas. El cuerpo de submarinistas trasladó sus ejercicios a la zona. Encontraron un cadáver arrojado por el mar, lo congelaron y le hicieron la autopsia. A los pescadores se les pidió que prestaran especial atención a los objetos que flotaran en el agua. Ropa, bolsos, cualquier cosa. Pero nadie encontró nada que pudiera relacionarse con Merete Lynggaard, y los medios de comunicación se volvieron más locos si cabe. La mujer ocupó las primeras planas durante casi un mes. De diversas fuentes salieron viejas fotos de una excursión con el instituto, donde posaba con un traje de baño ceñido. Se dio publicidad a sus sobresalientes en la universidad, que se convirtieron en objeto de análisis para los denominados expertos en tendencias. Nuevas conjeturas acerca de su sexualidad hacían que periodistas por lo demás sobrios siguieran la estela de la prensa amarilla. Y por encima de todo, la existencia de Uffe daba a los gacetilleros algo de que escribir.
Varios de sus compañeros cercanos desvariaban diciendo que ya se habían imaginado algo así. Que había algo en su vida privada que quería ocultar. Claro, no se sabía que fuera un hermano minusválido, pero algo de ese estilo.
Viejas fotos del accidente de coche que mató a sus padres y dejó minusválido a Uffe aparecieron en primera plana de los diarios de la mañana cuando la importancia del caso empezaba a remitir. Había que meter todo. Estando viva fue un buen material, y muerta lo iba a ser también, qué carajo. A los tertulianos de la mañana les costaba disimular su entusiasmo. La guerra de Bosnia, un príncipe consorte que estaba cabreado, la profusión de tintos finos en actos oficiales del alcalde de un suburbio de Copenhague, una parlamentaria ahogada. ¡Siempre la misma mierda! Bastaba que hubiera unas buenas fotos.
Aparecieron grandes fotografías de la cama doble de la casa de Merete Lynggaard. Nadie sabía de dónde habían salido, pero los titulares eran despiadados. ¿Había habido una relación entre los dos hermanos? ¿Era ésa la razón de la muerte de Merete? ¿Por qué había solamente una cama en aquella casa tan grande? A todos los daneses tenía que parecerles que era extraño.
Cuando no pudieron sacar más jugo a la historia se pusieron a lanzar conjeturas sobre la puesta en libertad de Uffe. ¿Se habían empleado métodos policiales violentos? ¿Se trataba de un error judicial? ¿O había salido de rositas? ¿Tenía más que ver con la ingenuidad del sistema judicial y una instrucción deficiente? Después se habló en los medios del ingreso de Uffe en Egely, y finalmente el caso fue perdiendo interés. La serpiente del verano de 2002 fueron la lluvia, el calor, el nacimiento del príncipe Félix y el Mundial de Fútbol.
Sin duda, la prensa danesa conocía los auténticos intereses de sus lectores habituales. Merete Lynggaard era material obsoleto.
Y a los seis meses se abandonó la investigación. Había montones de otras cosas que hacer.
Carl cogió dos folios y en uno de ellos escribió a bolígrafo:
SOSPECHOSOS:
1) Uffe
2) Mensajero desconocido. Carta sobre Berlín.
3) La persona del restaurante Café Bankeråt
4) «Compañeros» de Christiansborg
5) Robo con homicidio. ¿Cuánto dinero en el bolso?
6) Agresión sexual
En el otro folio escribió:
INVESTIGAR:
Asistenta social de Stevns
Telegrama
Secretarias del Parlamento
Testigos del transbordador de Schleswig-Holstein
Tras observar un rato los folios, en la parte inferior del segundo folio escribió:
Familia adoptiva después del accidente/antiguos compañeros de universidad. ¿Tenía tendencia a la depresión? ¿Estaba embarazada? ¿Enamorada?
Cuando cerró la carpeta del expediente llamaron de arriba para darle un recado de Marcus Jacobsen para que acudiera a la sala de conferencias.
Saludó con la cabeza a Assad al pasar junto a su cuartito. Estaba pegado a su teléfono, y parecía profundamente concentrado y serio. No como cuando se plantaba en el hueco de la puerta con sus guantes de goma verdes. Casi parecía otro hombre.
Estaban allí todos los que tenían que ver con el asesinato del ciclista. Marcus Jacobsen le señaló la silla donde tenía que sentarse tras la mesa, y Bak empezó a hablar.
– Nuestra testigo, Annelise Kvist, finalmente ha pedido que se le aplique el programa de protección de testigos. Ahora sabemos que la han amenazado con que van a desollar vivas a sus hijas si no guarda silencio sobre lo que vio. No ha dejado de ocultarnos información, pero ha estado dispuesta a colaborar a su manera. De vez en cuando nos daba pistas para que pudiéramos seguir avanzando en el caso, pero las informaciones decisivas nos las ha ocultado. Después llegaron las graves amenazas, y posteriormente se cerró en banda.
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