Los músculos de su cuello se tensaron. Una sombra de furia luchaba contra el llanto, y sus labios vibraron. De su nariz supuraba un líquido.
– ¿Tengo que estar en esta oscuridad… todo el tiempo? -sollozó-. ¿No podéis encender la luz? Sólo un momento. ¡Por favor!
Volvió a oírse un clic y un leve pitido, y la compuerta se cerró.
Después siguieron muchos, muchísimos días en los que no oyó nada aparte del ventilador que una vez por semana renovaba el aire, y el clic y el pitido diario de la compuerta. Algunas veces los intervalos se hacían interminables, otras veces era como si acabara de tumbarse después de comer cuando llegaba la siguiente ración de cubos. La comida era su único consuelo físico, aunque era monótona y apenas sabía a nada. Algunas patatas y verdura cocida y un poquito de carne. Lo mismo todos los días. Como si hubiera una olla de potaje imposible de vaciar hirviendo sin parar en el mundo luminoso que había al otro lado de la pared impenetrable.
Había pensado que en un momento dado se acostumbraría tanto a la oscuridad que los detalles de la celda destacarían, pero no ocurrió tal cosa. La oscuridad era irrevocable, era como si estuviera ciega. Sólo los pensamientos podían iluminar su existencia, y tampoco era fácil.
Pasó mucho tiempo con auténtico miedo de volverse loca. Miedo del día en que el control se le escapara de las manos. Y se inventaba imágenes del mundo y de la luz y la vida exteriores. Y rebuscaba en los rincones de su cerebro que la vida ajetreada y trivial de las personas suele mantener ocultos. Y los recuerdos de otras épocas acudían con lentitud. Pequeños instantes de manos que la abrazaban. Palabras que acariciaban y consolaban. Pero también recuerdos de soledad, añoranza y trabajo incansable.
Entonces entró en un ritmo según el cual las veinticuatro horas del día se componían de largos períodos de sueño, comer, meditación y correr sin moverse. Podía correr hasta que los pisotones en el suelo hacían que le dolieran los oídos, o hasta que caía derrengada.
Cada cinco días le daban ropa interior limpia y echaba la sucia al retrete químico. La idea de que otras personas fueran a manosear su ropa interior le resultaba repulsiva. Pero el resto de la ropa que llevaba puesta no se la cambiaban. O sea que la cuidaba. Estaba atenta cuando se colocaba encima del cubo. Se tumbaba cuidadosamente en el suelo cuando tenía que dormir. La alisaba con la mano cuando se cambiaba de ropa interior, y lavaba con agua limpia las partes que le parecían sucias. Menos mal que llevaba puesta tanta ropa el día que la secuestraron. Un plumífero, bufanda, blusa, camiseta, pantalones y gruesos calcetines. Pero con el paso de los días los pantalones le quedaban cada vez más holgados, y las suelas de sus zapatos estaban cada vez más gastadas. Tengo que correr descalza, pensó, y gritó a la oscuridad.
– ¿No podéis subir un poco la calefacción? ¿Por favor…?
Pero el ventilador del techo llevaba tiempo sin emitir sonido alguno.
La luz de la celda se encendió cuando había cambiado de cubos ciento diecinueve veces. La explosión de soles blancos que salió a su encuentro la hizo retroceder tambaleándose, con los ojos achicados y las lágrimas saltándole del rabillo del ojo. Fue como si la luz bombardeara sus retinas y enviara oleadas de impulsos dolorosos al cerebro. Lo único que pudo hacer fue ponerse en cuclillas y taparse los ojos.
En las horas que siguieron fue descubriendo el rostro y abrió un poquito los ojos. La luz seguía siendo implacable. El miedo a haber perdido la visión, o a perderla si se destapaba demasiado rápidamente, la contenía. Y así estuvo hasta que la voz de la mujer por el altavoz la sobresaltó por segunda vez. Reaccionaba ante el sonido igual que un instrumento de medida mal ajustado. Sentía cada palabra como una sacudida que la atravesaba. Y las palabras eran terribles.
– Feliz cumpleaños, Merete Lynggaard. Hoy cumples treinta y dos años. Sí, hoy es 6 de julio. Llevas aquí ciento veintiséis días, y nuestro regalo de cumpleaños va a ser que no vamos a apagar la luz durante un año.
– Oh, no, por Dios, no podéis hacerme eso -gimió-. ¿Por qué me hacéis esto?
Se levantó y se cubrió los ojos con las manos.
– Si queréis torturarme hasta matarme, ¡hacedlo ahora! -chilló.
La voz de mujer era helada, algo más grave que la última vez.
– Tranquila, Merete. No vamos a torturarte. Al contrario, queremos darte una oportunidad para evitar que las cosas te vayan peor. Sólo tienes que responder a una pregunta muy importante: ¿por qué tienes que sufrir todo esto? ¿Por qué te hemos encerrado en una jaula como a un animal? Responde a eso, Merete.
Echó el cuello hacia atrás. Era espantoso. Quizá fuera mejor callar. Sentarse en un rincón y dejarlos hablar cuanto quisieran.
– Responde a eso, Merete; de lo contrario, agravarás tu situación.
– ¡No sé qué queréis que responda! ¿Es algo político? ¿O queréis pedir una recompensa? No lo sé. Decídmelo.
La voz tras el débil crepitar se endureció.
– No has superado la prueba, Merete, por lo que recibirás un castigo. No es tan duro, saldrás adelante.
– Dios mío, no puede ser verdad -sollozó Merete, y se hincó de rodillas.
Entonces oyó que el familiar pitido de la compuerta se convertía en un silbido. Finalmente, notó que el aire templado que la rodeaba fluía hacia ella. Olía a grano, tierra de labranza y hierba fresca. ¿Eso era un castigo?
– Vamos a subir la presión de la cámara a dos atmósferas. A ver si el año que viene puedes responder. No sabemos cuánta presión puede aguantar el organismo humano, pero ya nos enteraremos con el paso del tiempo.
– Santo cielo -susurró Merete, mientras notaba la presión en los oídos-. No lo permitas. No lo permitas.
2007
El sonido de voces alegres y el tintineo de botellas que se oía claramente desde el aparcamiento pusieron sobre aviso a Carl. En las casas adosadas la fiesta estaba en marcha.
La peña de la barbacoa era un grupito de vecinos fanáticos que pensaban que la carne de vaca sabía mucho mejor si antes había estado sobre una parrilla cubierta de carbón hasta que no sabía a vaca ni a nada. Se reunían durante todo el año en cuanto se presentaba la ocasión, y muchas veces en la terraza de Carl. Le caían bien. Eran alegres pero contenidos, y siempre se llevaban a casa las botellas vacías.
Kenn, el cocinero habitual, le dio un abrazo, alguien le pasó una lata de cerveza helada, se sirvió una de las briquetas de carne chamuscada y entró en la sala notando en la nuca sus miradas bienintencionadas. Nunca le preguntaban nada si estaba silencioso, era una de las cosas que le gustaba de ellos. Cuando un caso ocupaba su mente, era más fácil encontrar a un político local competente que contactar con Carl, todos lo sabían. Pero esta vez la mente de Carl no la ocupaba ningún caso. Sólo Hardy ocupaba su mente.
Porque Carl no sabía qué hacer.
Tal vez debiera volver a evaluar la situación. Le sería fácil matar a Hardy sin que nadie fuera a ladrar después. Una burbuja de aire en su gotero, una mano fuerte sobre su boca. Sería rápido, porque Hardy no se resistiría.
Pero ¿podía hacerlo? ¿Quería hacerlo? Era un maldito dilema. ¿Ayudar o no ayudar? ¿Y cuál era la ayuda adecuada? Quizá ayudara más a Hardy que Carl se armara de valor, fuera al despacho de Marcus y le exigiera seguir con su antiguo caso. A fin de cuentas, le importaba un pimiento con quién lo pusieran a trabajar, y pasaba de lo que pudieran decir ellos. Si a Hardy le servía de algo que cogieran a los cabrones que les dispararon en Amager, ya se encargaría él de hacerlo. Personalmente, estaba harto del caso. Si encontraba a aquellos cerdos se los cepillaría sin más, pero ¿quién iba a beneficiarse? Él, desde luego, no.
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