– No crea. Solamente de cuando en cuando, si estaba de viaje. Y en esos casos solía ser una noche, o dos a lo sumo.
– Entonces, ¿estaba de viaje aquella noche?
Assad sacudió la cabeza. Joder, qué irritante era que supiera tanto.
– No, había estado cenando fuera.
– Vaya. ¿Y sabes con quién?
– No, nadie lo sabe.
– ¿Eso también está en el informe, o qué?
Assad asintió en silencio.
– Søs Norup, su nueva secretaria, la vio escribir el nombre del restaurante en su agenda. Y algunos de los que estaban en el restaurante la recordaban. Pero no con quién estaba.
Estaba claro que iba a tener que empollar aquel informe cuanto antes.
– ¿Cómo se llamaba el restaurante, Assad?
– Parece ser que Café Bankeråt. Algo así.
Carl se volvió hacia la asistenta.
– ¿Sabes si era una cita? ¿Un novio?
En una mejilla de la mujer apareció un profundo hoyuelo.
– Es posible. Pero ella no dijo nada de eso.
– ¿Y tampoco dijo nada al volver a casa? Después de haber llamado tú, quiero decir.
– No, yo me fui. Es que Uffe estaba muy disgustado.
Se oyó un tintineo, y el actual dueño de la casa entró en la estancia con aire solemne, como si la bandeja que ofrecía con elegancia contuviera todos los secretos de la gastronomía.
– Son caseros -fue su único comentario mientras depositaba la fuente con una especie de flanes minúsculos sobre bandejitas de papel de plata.
Aquello le evocaba recuerdos de una infancia desaparecida. No buenos recuerdos, pero aun así recuerdos.
El anfitrión repartió los pasteles entre ellos, y Assad mostró enseguida que le gustaba el ceremonial.
– Helle, en el informe pone que te entregaron una carta la víspera de que Merete Lynggaard desapareciera. ¿Podrías describirla con más detalle? -preguntó Carl. Seguramente estaría en el informe del interrogatorio, pero la asistenta tendría que volver a repetirlo.
– Era un sobre amarillo, como apergaminado.
– ¿De qué tamaño?
La asistenta gesticuló con las manos. De tamaño cuartilla.
– ¿Había algo escrito? ¿Un sello, un nombre?
– No ponía nada.
– ¿Y quién lo trajo? ¿Conocías a la persona en cuestión?
– No, en absoluto. Llamaron a la puerta y había un hombre fuera que me dio la carta.
– Algo extraño, ¿no? Normalmente las cartas llegan con el correo.
La asistenta le dio un ligero empujón de familiaridad.
– Aquí también tenemos cartero, ¿qué se cree? Pero la carta la entregaron más tarde. Ocurrió en mitad de las noticias.
– ¿A las doce del mediodía?
La asistenta asintió en silencio.
– Me la dio sin más y se marchó.
– ¿No dijo nada?
– Sí, dijo que era para Merete Lynggaard, nada más.
– ¿Por qué no la metió en el buzón?
– Creo que tenía prisa. Puede que temiera que Merete no la viera en cuanto llegara a casa.
– Bueno, pero Merete Lynggaard debía de saber quién la trajo. ¿Qué dijo sobre eso?
– No lo sé. Ya he dicho que me había marchado para cuando ella volvió.
Assad volvió a asentir con la cabeza. También estaba en el informe.
Carl le dirigió una mirada profesional. «El método consiste en preguntar más de una vez», venía a decir. Así tendría algo en qué pensar.
– Creía que Uffe no podía quedarse solo en casa -añadió después.
– Sí, hombre -respondió la asistenta con mirada alegre-. Pero no de noche.
En aquel momento Carl deseó estar en la silla de su escritorio del sótano. Llevaba años teniendo que sacar información a la gente con sacacorchos, y tenía los brazos cansados. Un par de preguntas más y se largarían. El caso Lynggaard estaba evidentemente tocado desde el principio. Merete se había caído por la borda. Suele ocurrir.
– Además, podía haber sido demasiado tarde si yo no se la hubiera dejado a la vista -continuó la mujer.
Carl vio que la mirada de la asistenta se desviaba un momento. No hacia los pastelitos. Lejos.
– ¿A qué te refieres?
– Bueno, ella murió al día siguiente, ¿no?
– En este momento no estabas pensando en eso, ¿verdad?
– Sí, sí.
Junto a él, Assad puso su pastel sobre la mesa. Aunque pareciera increíble, también él se había dado cuenta de la maniobra evasiva.
– Estabas pensando en otra cosa, me he dado cuenta. ¿Qué querías decir con eso de que podía haber sido demasiado tarde?
– Simplemente lo que he dicho: que murió al día siguiente.
Carl alzó la mirada hacia el anfitrión goloso.
– ¿Podemos hablar con Helle en privado?
El hombre no pareció alegrarse, y tampoco Helle Andersen. Se alisó la bata, pero el daño ya estaba hecho.
– Vamos, Helle, dilo -dijo Carl inclinado hacia ella, cuando el anticuario salió silenciosamente de la estancia-. Si te has guardado alguna información, éste es el momento de darla, ¿de acuerdo?
– No había nada más.
– ¿Tienes hijos?
La mujer curvó las comisuras hacia abajo. ¿Qué tenía que ver aquello con la cuestión?
– Vale. Abriste el sobre, ¿verdad?
La asistenta echó la cabeza hacia atrás, asustada.
– Claro que no.
– Eso es perjurio, Helle Andersen. Tus hijos van a echarte de menos una temporada.
Para ser una mujerona del campo, reaccionó con inusual rapidez. Las manos volaron a la boca, las piernas retrocedieron debajo del sofá y contrajo el diafragma para marcar distancias con aquel peligroso policía-animal.
– No lo abrí -negó, impetuosa-. Sólo lo puse a contraluz.
– ¿Qué ponía?
Las cejas de la asistenta casi se entrecruzaban.
– Pues sólo ponía: «Buen viaje a Berlín».
– ¿Sabes a qué iba a Berlín?
– Era un viaje de ocio con Uffe. Solían hacerlo de vez en cuando.
– Entonces, ¿por qué era tan importante desearle un buen viaje?
– No lo sé.
– ¿Quién podía saber algo acerca del viaje, Helle? Por lo que he oído, Merete llevaba una vida muy enclaustrada con Uffe.
La mujer se encogió de hombros.
– Tal vez alguien del Parlamento, no lo sé.
– Para algo así, ¿no usan el correo electrónico?
– Pues no lo sé.
Estaba claro que la asistenta se sentía presionada. Tal vez mintiera; tal vez fuera fácil de presionar, sin más.
– Puede que fuera alguien del ayuntamiento -aventuró la mujer. Y la pista se cerró.
– Ponía «Buen viaje a Berlín». ¿Y qué más?
– Nada más. Sólo eso, de verdad.
– ¿Ninguna firma?
– No. Solamente eso.
– Y el mensajero, ¿qué aspecto tenía?
La mujer medio ocultó el rostro tras sus manos.
– Sólo recuerdo su abrigo elegante -declaró en voz baja.
– ¿No viste nada más? No puede ser.
– Bueno, sí. Era más alto que yo, aunque estaba un peldaño más abajo. Y llevaba puesta una bufanda, una bufanda verde. No le cubría toda la barbilla, pero sí la mayor parte de la boca. También llovía, sería por eso. Estaba algo acatarrado, o al menos eso parecía.
– ¿Estornudó?
– No, pero parecía acatarrado. Tenía la voz algo gangosa.
– ¿Ojos? ¿Azules o castaños?
– Creo que azules. Creo. Puede que fueran grises. Los reconocería si los viera.
– ¿Cuántos años tenía?
– Más o menos como yo.
Como si aquella información sirviera para algo.
– ¿Y cuántos años tienes?
Ella lo miró algo indignada.
– Voy a cumplir treinta y cinco -respondió, mirando al suelo.
– ¿Y en qué coche llegó?
– Que yo sepa, en ninguno. Al menos no había ninguno en el aparcamiento.
– No pudo venir andando hasta aquí.
– No, también yo lo pensé.
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