Carl miró al cielo. Estaba despejado y azul claro, y la temperatura era muy razonable.
– Sé exactamente dónde está Egely -continuó Assad, señalando el GPS, cuando Carl se sentó en el asiento del copiloto.
Carl miró cansado la imagen de la pantalla. El punto de destino estaba marcado en una carretera que estaba a una distancia tan conveniente del fiordo de Roskilde que los habitantes de la residencia no podían caer en él, pero lo bastante cerca para que el encargado tuviera una vista de las maravillas del norte de Selandia con sólo alzar la mirada. Las instituciones para pacientes con trastornos mentales solían estar en lugares así. ¿Para provecho de quién?
Assad arrancó el coche, metió la marcha atrás, aceleró a tope para salir de Magnolievangen y no se detuvo hasta que la parte trasera del coche estuvo medio subida al borde de la calzada, en el lado opuesto de Rønneholt Parkvej. Antes de que Carl pudiera reaccionar Assad ya había manejado la palanca de cambios y conducía a noventa kilómetros por hora donde no se podía ir a más de cincuenta.
– ¡Para, joder! -gritó Carl justo antes de que enfilaran hacia el repecho de la rotonda al final de la carretera. Pero Assad se limitó a mirarlo socarrón como un taxista de Beirut, giró bruscamente a la derecha y ya estaban camino de la autopista.
– No está mal, ¿eh? -bramó Assad, acelerando por la rampa de acceso.
Carl pensó en bajarle la gorra hasta tapar aquel rostro extasiado. Puede que así condujera con más cuidado.
Egely era un edificio encalado que expresaba a la perfección su finalidad. Nadie ingresaba allí por propia voluntad, y nadie volvía a salir sin más. Se veía claramente que aquél no era un lugar para terapias ocupacionales ni musicales. Era gente adinerada y decente la que ingresaba allí a sus familiares delicados.
Asistencia privada, justo lo que impulsaba el Gobierno.
El despacho del encargado cuadraba con la impresión general, y el encargado, una persona seria, huesuda y pálida, estaba como diseñado para aquel interior.
– La estancia de Uffe Lynggaard se sufraga con los intereses de los fondos depositados en la Fundación Lynggaard -respondió el hombre a la pregunta de Carl.
Carl miró la estantería del encargado. Había muchas carpetas en las que ponía algo de fundación.
– Vaya. ¿Y cómo se creó la fundación?
– Con la herencia de los padres, que fallecieron en el accidente de coche en el que Uffe Lynggaard quedó inválido. Y con la herencia de su hermana, naturalmente.
– Era parlamentaria, o sea que tampoco tendría mucho, ¿no?
– No, pero la venta de la casa aportó dos millones cuando gracias a Dios por fin la declararon judicialmente fallecida no hace mucho tiempo. En este momento habrá en total cerca de veintidós millones de coronas en la fundación, pero eso ya lo sabía, ¿verdad?
Carl lanzó un débil silbido. No lo sabía.
– Veintidós millones a un interés del cinco por ciento. Debería haber suficiente para pagar la estancia de Uffe.
– Sí, cubre los gastos, una vez pagados los impuestos.
Carl lo miró de reojo.
– ¿Y Uffe no ha dicho nada sobre la desaparición de su hermana desde que ingresó?
– No, no ha dicho nada desde el accidente de coche, que yo sepa.
– ¿Hacen aquí algo para ayudarlo a recuperarse?
El encargado se quitó las gafas y lo miró por debajo de sus pobladas cejas. Se había izado la bandera de la seriedad.
– Lynggaard ha sido examinado a diestro y siniestro. Tiene tejido cicatrizante debido a la hemorragia en el centro del habla del cerebro, ya de por sí suficiente explicación para su mutismo, pero además tiene también profundos traumas del accidente. La muerte de sus padres, las lesiones. Estaba muy maltrecho, ¿lo sabía?
– Sí, ya he leído el informe -asintió Carl. No era verdad, pero Assad sí que lo había leído, y no había parado de hablar mientras circulaban a toda pastilla por las carreteras secundarias del norte de Selandia-. Pasó cinco meses en el hospital, con grandes hemorragias internas en el hígado, el bazo y el tejido pulmonar, y también con trastornos visuales.
El encargado asintió levemente con la cabeza.
– En efecto. En su historial médico pone que Uffe estuvo varias semanas sin poder ver. Las hemorragias de su retina eran generalizadas.
– Y ¿ahora? ¿Funciona como es debido, a nivel fisiológico?
– Todo parece indicarlo. Es un joven vigoroso.
– Treinta y cuatro años. O sea que lleva veintiún años en ese estado.
El hombre paliducho volvió a asentir con la cabeza.
– De modo que ya ve usted que no va a poder continuar por ese camino.
– ¿Y no puedo hablar con él?
– No veo para qué.
– Es el último que vio a Merete Lynggaard viva. Quiero verlo.
El encargado se irguió en la silla. Se puso a mirar hacia el fiordo, tal como había previsto Carl.
– Creo que no debería.
Tipos como él merecían que los rociasen con un bidón de tippex.
– No se fia de que sepa contenerme, pero yo creo que debería fiarse.
– ¿Por qué?
– ¿Conoce usted a la policía?
El encargado se volvió hacia Carl con el rostro ceniciento y la frente arrugada. Los muchos años pasados tras un escritorio lo habían amargado, pero su cabeza funcionaba perfectamente. No sabía qué pretendía Carl con aquella pregunta, sólo sabía que el silencio no lo dejaría satisfecho.
– ¿Adónde quiere ir a parar con esa pregunta?
– Los policías somos curiosos. A veces nos consume el cerebro una pregunta que hay que responder, y punto. Esta vez la pregunta salta a la vista.
– ¿Cuál es?
– ¿Qué reciben sus pacientes a cambio del dinero? El cinco por ciento de veintidós millones, aunque haya que deducir impuestos, claro, es un buen pico. ¿Reciben los pacientes el valor de su dinero, o el precio es demasiado elevado si añadimos la subvención estatal? Y el precio ¿es el mismo para todos? -cuestionó asintiendo en silencio para sí, mientras se empapaba de la luz del fiordo-. Siempre surgen nuevas preguntas cuando no recibes respuesta a tus preguntas. Así es la policía. No podemos evitarlo. Puede que sea una enfermedad, pero ¿dónde diablos hay que ir para que te la curen?
Un poquito de color pareció teñir el rostro del hombre.
– Me parece que no nos estamos entendiendo.
– Pues déjeme ver a Uffe Lynggaard. En el fondo, ¿qué puede pasar? Joder, ¿lo tienen metido en una jaula, o qué?
Las fotografías del expediente de Merete Lynggaard no hacían justicia a Uffe Lynggaard. Las fotos de la policía, los dibujos de la declaración ante el juez y un par de imágenes de la prensa mostraban a un joven encorvado. Un tipo pálido que se parecía a lo que con toda evidencia era: una persona emocionalmente retardada, pasiva y lenta de mollera. Pero la realidad mostraba otra cosa.
Estaba en una habitación acogedora con cuadros en la pared y unas vistas tan buenas como las del encargado. La cama estaba recién hecha, los zapatos abrillantados, su ropa limpia y sin distintivo alguno de la institución. Tenía unos brazos fuertes, el pelo largo y rubio, era ancho de espaldas, probablemente también bastante alto. Muchos dirían que era guapo. Uffe Lynggaard no tenía nada de babeante o miserable.
El encargado y la enfermera jefe observaron a Carl desde la puerta mientras deambulaba por la habitación, pero nadie podía quejarse por su comportamiento. Pronto volvería, aunque no tenía ninguna gana, y mejor armado; quería hablar con Uffe. Pero aún podía esperar. Mientras tanto, en la habitación había otras cosas en las que concentrarse. La foto de su hermana, sonriéndoles. Los padres, abrazados mientras sonreían al fotógrafo. Los dibujos de la pared, que no tenían nada que ver con los dibujos de niños que se ven en esa clase de paredes. Dibujos alegres. No dibujos que pudieran decir algo sobre el terrible suceso que lo había privado del uso del habla.
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