– Seguro que estaba enamorada -concluyó Assad mientras agitaba la mano para alejar el humo del cigarrillo, y estaba tan cerca que casi se había metido en la pantalla-. Esa mancha rojiza de la mejilla. ¡Mira!
Carl sacudió la cabeza.
– Juraría que aquel día estábamos a sólo dos grados. Las entrevistas al aire libre suelen mostrar a los políticos con aspecto más saludable, Assad, si no ¿de qué iban a aguantarlo?
Pero Assad tenía razón. Había una diferencia notable entre la entrevista anterior y aquélla. Algo había ocurrido entre una y otra. El caso de Bjarke Ørnfelt, un politicastro chiflado especializado en descomponer los hechos relacionados con catástrofes naturales hasta llegar a átomos irreconocibles, no podía provocarle un rubor tan encantador, carajo.
Se quedó un rato mirando al vacío. En una investigación siempre llegaba un momento en el cual deseabas de todo corazón haber conocido a la víctima en vida. Esta vez el momento llegaba más temprano que de costumbre.
– Assad: telefonea a esa institución, Egely, donde está ingresado el hermano de Merete Lynggaard y concierta una entrevista en nombre del subcomisario Mørck.
– ¿El subcomisario Mørck? ¿Quién es ése?
Carl se llevó el índice a la sien. ¿Era tonto, o qué?
– ¿Tú quién crees que es?
Assad sacudió la cabeza.
– Bueno, en mi cabeza pensaba que eras subcomisario de policía, entonces. ¿No se llama así después de la última reforma de la policía?
Carl inspiró profundamente. Puñetera reforma de la policía. A él se la traía floja.
El encargado de Egely volvió a llamar diez minutos después, y no trató de ocultar su asombro porque quisieran hablar con él. Por lo visto, Assad había improvisado un poco, pero ¿qué diablos cabía esperar de un ayudante doctorado en guantes de goma y cubos de plástico? Todos tenemos que aprender a gatear antes de caminar erguidos.
Miró a su ayudante y le dirigió una mirada alentadora cuando alzó la vista de su Sudoku.
En medio minuto Carl puso al encargado al corriente del caso, y la respuesta fue clara y concisa. Uffe Lynggaard no hablaba para nada, y por tanto el subcomisario tampoco tendría nada de qué hablar con él. Además, la cuestión era que, aunque Uffe Lynggaard era mudo y difícil de abordar, no estaba legalmente incapacitado. Y como éste no había dado autorización para que nadie de la institución se pronunciara en su nombre, tampoco ellos podían decir nada. Era la pescadilla que se mordía la cola.
– Conozco el procedimiento. Por supuesto, no pretendo que nadie rompa el secreto profesional. Pero lo cierto es que investigo la desaparición de su hermana, y creo que Uffe se va a alegrar mucho de hablar conmigo.
– No habla, creía habérselo dicho.
– En realidad, pocos de los que interrogamos lo hacen, pero de todas formas nos las arreglamos. En el Departamento Q somos especialistas en captar señales no verbales.
– ¿Departamento Q?
– Sí, somos un grupo de élite de investigadores de la Jefatura. ¿Cuándo puedo ir?
Se oyó un suspiro. El hombre no era tonto. Sabía reconocer a un bulldog en cuanto se lo topaba.
– Veré lo que puedo hacer. Ya lo avisaré -dijo después.
– Oye, Assad, ¿qué le has dicho al hombre cuando has llamado?
– ¿A ése? Le he dicho que quería hablar con el jefe, y no con un simple encargado.
– El encargado es el jefe, Assad.
Carl inspiró profundamente, se levantó, se dirigió hacia él y lo miró a los ojos.
– ¿No conoces la palabra encargado? Un encargado es una especie de director.
Ambos asintieron en silencio, y el asunto quedó zanjado.
– Assad, mañana ven a buscarme a casa, a Allerød. Vamos a dar un paseo en coche, ¿de acuerdo?
Assad se encogió de hombros.
– Y no va a haber problemas con eso cuando viajemos juntos, ¿verdad? -continuó, señalando la alfombra de orar.
– Puede enrollarse.
– Sí, claro. ¿Y cómo sabes si está orientada hacia la Meca?
Assad se señaló la cabeza, como si tuviera injertado un GPS en el lóbulo temporal.
– Si eres de los que no saben muy bien dónde están, para eso está esto -aclaró, levantando una de las revistas de la estantería y dejando a la vista una brújula.
– Entiendo -convino Carl, mirando los enormes manojos de tubos metálicos que discurrían por el techo-. Esa brújula no puedes usarla aquí abajo.
Assad volvió a señalarse la cabeza.
– O sea que te guías por tu instinto. No hace falta ser tan exacto, ¿verdad?
– Alá es grande. Tiene unos hombros así.
Carl adelantó el labio inferior. Por supuesto que Alá era ancho de hombros. ¿En qué estaría pensando?
Cuatro pares de ojeras se volvieron hacia Carl en el despacho del jefe de grupo Bak. No cabía la menor duda de que el grupo estaba trabajando duro. De la pared colgaba un mapa grande del parque de Valby donde aparecían los elementos más importantes del caso en cuestión: escenario del crimen, lugar donde se descubrió el arma del crimen, que era una vieja navaja de afeitar, el lugar donde la testigo vio al asesinado y al supuesto asesino juntos, y finalmente el camino recorrido por la testigo a través del parque. Todo estaba medido al milímetro y analizado una y otra vez, y nada encajaba.
– Nuestra charla tendrá que esperar, Carl -dijo Bak, tirando de la manga de la vieja chaqueta de cuero que había heredado del antiguo jefe de Homicidios. Aquella chaqueta era su tesoro, la prueba de que era alguien fantástico, y raras veces se separaba de ella. El aire caliente que proyectaban los radiadores debía de estar a cuarenta grados por lo menos, pero daba igual. Estaría pensando terminar pronto.
Carl contempló las fotos clavadas en el tablón de anuncios tras ellos, y no fue un espectáculo alentador. Aparentemente el cuerpo lo habían desfigurado después de morir. Tenía profundas cuchilladas en el pecho y le habían arrancado media oreja. Habían dibujado en su camisa blanca una cruz con la sangre de la víctima. Carl suponía que la media oreja habría sido el pincel. La hierba escarchada alrededor de la bicicleta estaba hollada y habían pisoteado la bicicleta, los radios de la rueda delantera estaban totalmente aplastados. Su mochila estaba abierta y los libros de la Escuela de Comercio desparramados sobre la hierba.
– ¿Dices que nuestra charla tendrá que esperar? Vale. Pero ¿puedes olvidar por un momento tu muerte cerebral y contarme qué dice tu testigo estrella de la persona a quien vio hablando con la víctima justo antes del asesinato? -preguntó.
Los cuatro hombres lo miraron como si hubiera profanado un silencio sepulcral.
Bak le dirigió una mirada inexpresiva.
– No es tu caso, Carl. Hablaremos después. Lo creas o no, aquí arriba tenemos trabajo.
Carl asintió en silencio.
– Claro, se nota a kilómetros en vuestras caras regordetas. Por supuesto que tenéis trabajo. Y naturalmente también habéis enviado a alguien a registrar la casa de la testigo después de que la ingresaran, me imagino.
Se miraron unos a otros. Irritados, pero también asombrados.
O sea que no habían enviado a nadie. Muy bien.
Marcus Jacobsen se había sentado en su despacho justo antes de que llegara Carl. Tenía buen aspecto, como siempre. La raya del pelo estaba trazada con tiralíneas, su mirada estaba alerta y presente.
– Marcus, ¿habéis registrado la casa de la testigo después del intento de suicidio? -preguntó Carl, señalando el expediente que había sobre la mesa del jefe de Homicidios.
– ¿A qué te refieres?
– No habéis encontrado la media oreja de la víctima, ¿verdad?
– No, aún no. Y sugieres que podría estar en casa de la testigo.
– Yo que vosotros la buscaría allí jefe.
Читать дальше