Pasado un rato sintió que se le despejaba la cabeza, y después llegó el miedo, colándose con sigilo, como una infección. Su piel se calentó, su corazón latió con más fuerza y rapidez. Su mirada muerta vagó por la negrura. Se veían y leían tantas cosas terribles…
Sobre mujeres que desaparecían.
Después dio un paso a tientas con las manos extendidas ante ella. Podía haber un agujero en el suelo, un abismo dispuesto a destrozarla. Podía haber objetos afilados y cristal. Pero el pie encontró el suelo, y seguía sin haber nada delante. Después se detuvo en seco y se quedó quieta.
Uffe, pensó, y su mandíbula inferior se estremeció. Estaba a bordo cuando ha ocurrido.
Pasaron quizá un par de horas hasta que trazó mentalmente un plano de la estancia. Debía de ser rectangular. Unos siete u ocho metros de largo y por lo menos cinco de ancho. Palpó las paredes frías, y en una de ellas, a la altura de la cabeza, encontró dos cristales que parecían dos enormes ojos de buey. Los golpeó fuerte con su zapato, apartándose al golpear. Pero el cristal no cedió. Después percibió los bordes de algo que podría parecer una especie de puerta arqueada empotrada en la pared, pero después de todo quizá no lo fuera, pues no tenía ninguna manilla. Después se deslizó pared abajo esperando encontrar un pomo o tal vez un interruptor de la luz en alguna parte. Pero la pared estaba lisa y fría.
Después rastreó la estancia sistemáticamente. Desde la pared del fondo caminó en línea recta hasta el otro extremo, giró, dio un paso lateral y volvió en línea recta, tras lo cual repitió el ejercicio. Cuando terminó, comprobó que aparentemente sólo ella y el aire seco ocupaban la estancia.
Tendré que esperar junto a eso que parece una puerta, pensó. Se sentaría a los pies para que no pudieran verla por las ventanillas. Cuando entrara alguien, lo agarraría por las piernas y tiraría con energía. Intentaría patear su cabeza una y otra vez, con fuerza.
Sus músculos se tensaron y su piel se humedeció. Puede que sólo tuviera una oportunidad.
Después de estar sentada allí tanto tiempo que el cuerpo se le entumeció y los sentidos se le abotargaron, se levantó y avanzó hasta la esquina opuesta para ponerse en cuclillas y orinar. Tenía que recordar que era aquel rincón el que había empleado. Un rincón de retrete. Otro en el que esperaba junto a la puerta. Y un rincón para dormir. El olor a orina se hizo más intenso en la jaula estéril, claro que tampoco había bebido nada desde que estuvo en la cafetería del transbordador, y de eso podía hacer muchas horas. Naturalmente, podría ser que sólo hubiera perdido el conocimiento un par de horas, pero también podían haber sido veinticuatro horas o más. No tenía ni idea. Lo único que sabía era que no tenía hambre, sólo sed.
Se levantó, se subió los pantalones y trató de recordar.
Uffe y ella habían sido los últimos en los servicios. Seguramente también habían sido los últimos en abandonar la cubierta. Al menos los hombres de la ventana panorámica ya no estaban cuando pasaron por allí. Saludó con la cabeza a una camarera que salía de la cafetería, y vio a un par de niños manipulando el interruptor para abrir la puerta antes de desaparecer escaleras abajo. Nada más. No notó que nadie se le acercara tanto. Sólo pensó que Uffe tendría que darse prisa en el servicio.
¡Santo Dios, Uffe! ¿Qué habría sido de él? Se sentía muy desgraciado después de haberle pegado. Y estaba muy triste por haber perdido la gorra de béisbol. Aún tenía las mejillas rojas cuando entró en el servicio. Ahora estaría deshecho.
Sonó un che encima de ella, y se estremeció. Después, palpando la pared, se dirigió rápidamente a la esquina de la puerta arqueada. Tenía que estar atenta si entraba alguien. Después se oyó otro clic, y su corazón estuvo a punto de estallar. Sólo cuando se puso en marcha el ventilador del techo comprendió que podía relajarse. El clic vendría de un relé o algo así.
Se estiró hacia el aire templado que la revitalizaba. ¿A qué otra cosa podía aferrarse?
Y así estuvo hasta que el ventilador volvió a pararse, dejándola con la sensación de que aquel aire era tal vez su único contacto con el mundo exterior. Cerró los ojos con fuerza y trató de distraer el llanto que pugnaba por salir.
Aunque la idea era terrible, tal vez fuera así. Tal vez la habían abandonado allí para siempre. La tendrían escondida hasta que muriera. Y nadie sabía dónde estaba, ni ella misma lo sabía. Podría estar en cualquier parte. A varias horas de coche del transbordador. En Dinamarca o en Alemania, en cualquier sitio. Puede que estuviera más lejos aún.
Y pensando en la muerte como salida cada vez más probable a todo aquello, se imaginó el arma con que la sed y el hambre apuntarían hacia ella. La muerte lenta en la que el cuerpo se cortocircuita poco a poco cuando los relés del instinto de supervivencia van saltando uno a uno. El sueño definitivo, aletargado, que finalmente la liberaría.
No habrá muchos que me echen de menos, pensó. Uffe sí. Uffe seguro que la echaría de menos. Pobrecito Uffe. Pero ella nunca dejaba que nadie, aparte de él, se le acercara. Se recluía y dejaba a todos los demás fuera.
Trató enérgicamente de contener las lágrimas, sin conseguirlo. ¿Aquello era lo que tenía la vida para ofrecerle? ¿Iba a terminar todo? ¿Sin hijos, sin felicidad, sin haber podido realizar muchas de las cosas con las que había soñado los años que pasó sola con Uffe? ¿Sin haber podido cumplir la obligación que contrajo cuando murieron sus padres?
Era una sensación amarga y triste, de interminable soledad. Por eso oyó cómo sollozaba quedamente.
Durante mucho tiempo aquella sensación y la impresión de que Uffe estaba solo en el mundo le pareció lo más terrible que podía pasarle a ella. Durante mucho tiempo aquella impresión la invadió por completo. Iba a morir sola, como un animal. Sin registrar y en silencio, y Uffe y los demás tendrían que seguir viviendo sin saberlo. Y cuando ya no le quedaban fuerzas ni para llorar, se dio cuenta de que tal vez no había terminado todo. La situación aún podía empeorar. La muerte podía ser cruel. Tal vez estuviera expuesta a un destino tan espantoso que la muerte fuera una liberación. Antes podía sufrir dolores y bestialidades sin cuento. Peores cosas se oían. Explotación, violación y tortura. Tal vez había en aquel momento miradas posadas en ella. Cámaras con sensores infrarrojos que la seguían tras el cristal. Ojos que la querían mal. Oídos que escuchaban.
Miró hacia los cristales y trató de mostrarse tranquila.
– Por favor, tened piedad de mí -susurró en voz baja en medio de la oscuridad.
2007
Se supone que el Peugeot 607 es un vehículo bastante silencioso, pero nadie lo diría viendo a Assad aparcar bruscamente frente a la ventana del dormitorio de Carl.
– Impetuoso -gruñó Jesper, mirando por la ventana. Carl no recordaba cuándo fue la última vez que su hijo postizo había dicho una palabra así de larga tan temprano. Pero acertaba de lleno.
«Te he dejado un mensaje de Vigga» fue lo último que le dijo Morten Holland antes de que Carl saliera por la puerta. No iba a leer ningún mensaje de Vigga. La perspectiva de una invitación a inspeccionar la galería en compañía de un pintor de brocha gorda y con toda probabilidad caderas estrechas de nombre Hugin no era exactamente lo que más le apetecía en aquel momento.
– Hola -lo saludó Assad, apoyado en la puerta delantera. Llevaba puesto un gorro de piel de camello de origen desconocido, y parecía cualquier cosa menos un chófer privado de la policía, si es que existía un cargo así.
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