– ¿Qué querías, Carl? -quiso saber Marcus.
– Sólo quería decir que creo que tenéis que preguntarle a Annelise Kvist si ha tenido relaciones también con el asesino.
– Ya lo hemos hecho, Carl. No las ha tenido.
– No, ¿verdad? Pues entonces creo que tenéis que preguntarle a qué se dedica el asesino. No quién es, sino a qué se dedica.
– Ya se lo hemos preguntado, claro, pero no dice nada. ¿Te refieres a que podrían tener una relación laboral?
– Puede que sí, puede que no. Pero creo que de alguna manera depende del hombre por su profesión.
Jacobsen asintió con la cabeza. Eso lo harían cuando hubieran depositado a la testigo y a su familia en un lugar seguro. Pero al menos Carl logró ver a Mona Ibsen.
Estaba buenísima para ser una psicóloga de la policía.
– Eso era todo -añadió, luciendo una sonrisa más amplia, relajada y viril que nunca, pero no obtuvo eco.
Por un instante se llevó la mano al pecho, donde de pronto le dolía justo debajo del esternón. Una sensación desagradable de cojones. Casi como si hubiera tragado aire.
– ¿Te encuentras bien, Carl? -se interesó su jefe.
– Bah, no es nada. Los efectos secundarios, ya sabes. Estoy bien.
Pero no era del todo cierto. La sensación del pecho no auguraba nada bueno.
– Ah, perdona, Mona. Te presento a Carl Mørck. Hace un par de meses fue víctima de un terrible tiroteo en el que perdimos a un compañero.
Ella lo saludó con la cabeza mientras él se estiraba cuanto podía. Entornó un poco los ojos. Interés profesional, por supuesto, pero más valía eso que nada.
– Es Mona Ibsen, Carl. Nuestra nueva psicóloga. A lo mejor llegáis a conoceros mejor. No queremos que uno de nuestros mejores colaboradores vuelva al trabajo sin haberse recuperado totalmente.
Carl avanzó y la tomó de la mano. Llegar a conocerse mejor. Desde luego que iban a conocerse mejor.
Todavía le quedaba la sensación en el cuerpo cuando tropezó con Assad camino del sótano.
– Lo he conseguido, Carl -dijo Assad.
Carl trató de olvidar la visión de Mona. No fue fácil.
– ¿Qué? -preguntó.
– He llamado a TelegramsOnline más de diez veces y no he podido hablar con ellos hasta hace un cuarto de hora -respondió Assad mientras Carl se recuperaba-. Tal vez puedan, o sea, decirnos quién envió el telegrama a Merete Lynggaard. Al menos están en ello.
2003
Al rato Merete ya se había acostumbrado a la presión. Le zumbaron un poco los oídos algunos días, y después la molestia desapareció. No, lo peor no era la presión.
Era la luz que parpadeaba sobre ella.
La luz eterna era mil veces peor que la oscuridad eterna. La luz desnudaba la miseria de su vida. Un espacio blanco glacial. Paredes grisáceas, esquinas desnudas. Cubos grises, comida incolora. La luz le revelaba fealdad y frío. La luz le revelaba que no podía atravesar aquel espacio acorazado. Que la compuerta incrustada, su único contacto con la vida, era una vía de escape imposible. Que aquel infierno de cemento iba a ser su tumba. Ahora no podía cerrar los ojos y evadirse cuando le apetecía. La luz penetraba, incluso con los ojos cerrados. Sólo cuando el cansancio la vencía totalmente podía dejar aquello atrás y dormir.
Y el tiempo se hacía eterno.
Todos los días, cuando terminaba la comida y se chupaba los dedos para limpiarlos, miraba fijamente ante sí y hacía un repaso del día. «Hoy es 27 de julio de 2002. Tengo treinta y dos años y veintiún días. Llevo encerrada aquí ciento cuarenta y siete días. Me llamo Merete Lynggaard y estoy bien. Mi hermano se llama Uffe y nació el 10 de mayo de 1973», solía empezar diciendo. A veces nombraba también a sus padres, y a veces también a otros. Todos los días se acordaba de hacerlo. Eso y un montón de otras cosas. Pensar en el aire límpido, en el olor de otras personas, en el ladrido de un perro. Pensamientos que podían llevar a otros pensamientos que la ayudaban a evadirse del frío espacio.
Algún día se volvería loca, ya lo sabía. Sería la manera de eludir las ideas tristes que giraban en su mente. Y se resistía con fuerza. No estaba en absoluto preparada.
Por eso se mantenía alejada de los ojos de buey de dos metros de altura que solía palpar a oscuras los primeros días. Estaban a la altura de la cabeza y nada del otro lado atravesaba el cristal de espejo. Cuando al cabo de unos días sus ojos se acostumbraron a la luz, se levantó con mucho cuidado, por temor a que la cogiera desprevenida su propia imagen del espejo. Y finalmente, levantando la mirada poco a poco, se enfrentó a sí misma, y el espectáculo le causó un profundo dolor en el alma. La recorrieron varios escalofríos. Tuvo que cerrar los ojos un momento por lo violento de la impresión. No era porque tuviera mal aspecto, cosa que ya esperaba, no, no era por eso. Tenía el pelo enmarañado y grasiento, y la piel demacrada, pero no era por eso.
Era porque frente a ella había una persona que estaba perdida. Una persona condenada a morir. Una extraña completamente sola en el mundo.
– Eres Merete -dijo en voz alta, y se vio a sí misma pronunciando las palabras. Después añadió-: Soy yo quien está ahí.
Pero deseaba que no fuera verdad. Se sentía separada de su cuerpo, y aun así era ella quien estaba allí. Era como para volverse loca.
Después se apartó de los ojos de buey y se puso en cuclillas. Trató de cantar un poco, pero oía su voz como algo procedente de otra persona. Entonces adoptó una postura fetal y se puso a rezar a Dios. Y cuando terminó volvió a rezar. Rezó hasta que su alma se elevó por encima de aquel trance demencial y entró en otro mundo. Se refugió en sueños y recuerdos, y se prometió no volver a ponerse delante de aquel espejo para observarse.
Con el paso del tiempo aprendió a entender las señales del cuerpo. Cuándo podía decir el estómago que la comida llegaba tarde. Cuándo variaba ligeramente la presión, y cuándo dormía mejor.
Los intervalos para el intercambio de los cubos eran muy regulares. Había intentado contar los segundos que transcurrían desde el momento en que el estómago le decía que era la hora hasta que llegaban los cubos. Podía haber como mucho una variación de media hora en la hora de comer. O sea que tenía una referencia temporal a la que atenerse, bajo el supuesto de que siguieran dándole de comer una vez al día.
Aquella información era a la vez un consuelo y una maldición. Un consuelo, porque así podía seguir mentalmente las costumbres y los ritmos del entorno. Y una maldición, precisamente porque podía hacerlo. Fuera había verano, otoño, invierno, y allí dentro no había nada. Se imaginaba la lluvia de verano que la empapaba, limpiándola de infamia y mal olor. Veía las brasas de las hogueras de San Juan y el árbol de Navidad en todo su esplendor. No había día sin cambios. Conocía las fechas y sabía lo que podían significar. Fuera, en el mundo.
Y, sentada en el suelo desnudo, dirigía sus pensamientos hacia la vida del exterior. No era fácil. A veces estaba a punto de escapársele de las manos, pero se agarraba fuerte. Cada día tenía su significado.
El día que Uffe cumplió veintinueve años y medio se apoyó en la pared fría y se imaginó que acariciaba el pelo de su hermano mientras le deseaba un cumpleaños feliz. Mentalmente le haría un bizcocho y se lo enviaría. Había que comprar antes todos los ingredientes. Se pondría el abrigo para hacer frente a las tormentas de otoño. Y haría compras donde quisiera. En la planta del sótano de Magasin, dedicada a alimentos selectos. Y compraría lo que le apeteciera. Aquel día Uffe iba a tener lo mejor de lo mejor.
Y Merete contaba los días mientras se preguntaba qué intenciones tendrían sus secuestradores y quiénes serían. A veces era como si una leve sombra se deslizara por uno de los cristales de espejo, y Merete se estremecía. Cubría su cuerpo mientras se lavaba. Solía ponerse de espaldas cuando estaba desnuda. Colocaba el cubo-retrete entre los cristales para que no la vieran sentarse encima.
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