– ¡Enhorabuena! -le gritó una de las secretarias en la plaza frente a Jefatura, mientras la gente pasaba a su lado. Era de lo más extraño.
Cuando asomó la cabeza en la caja de zapatos que era el despacho de Assad, se encontró enseguida con un rostro agrietado por una sonrisa. De manera que Assad también estaba al corriente.
– ¿Estás contento ahora, entonces?
– ¿Contento? ¿Por qué?
– ¡Huy! Marcus Jacobsen dijo maravillas de nuestro departamento y de ti. Las cosas más bonitas de principio a fin, para que lo sepas. Ya podemos estar orgullosos los dos, es lo que dijo mi mujer, o sea -y le guiñó un ojo. Mala costumbre-. Y te ascienden a comisario.
– ¿Qué?
– Pregunta a la señora Sørensen. Tiene papeles para ti, tenía que decírtelo sin falta.
Podía haberse ahorrado el esfuerzo, porque el taconeo de la bruja se oía ya por el pasillo.
– Enhorabuena -se forzó a decir la secretaria mientras le dirigía una sonrisa amable a Assad-. Estos son los impresos que tienes que rellenar. El cursillo empieza el lunes.
– Una mujer encantadora -comentó Assad cuando la secretaria sacó de allí su metódico cuerpo-. ¿De qué cursillo hablaba, Carl?
Este suspiró.
– Antes de convertirte en comisario de policía hay que pasar por el banco de la escuela, Assad.
Assad adelantó su labio inferior.
– ¿Vas a estar fuera?
Carl sacudió la cabeza.
– No voy a estar fuera para nada.
– Pues no lo entiendo.
– Ya lo entenderás. Y ahora cuéntame qué pasó cuando estuviste con Hardy ayer.
Los ojos de Assad se pusieron como canicas.
– No me gustó nada. Un hombre grande, quieto bajo el edredón. Sólo se le veía la cara.
– ¿Hablaste con él?
Assad asintió en silencio.
– No fue fácil, porque me dijo que me fuera. Y después apareció una enfermera que quiso echarme. Pero no pasó nada. De hecho era muy bonita a su manera -declaró sonriendo-. Creo que me lo notó, así que se fue enseguida.
Carl le dirigió una mirada vacía. Había veces en que lo invadía el sueño de emigrar a Tombuctú.
– ¡Hardy! Assad, ¡te he preguntado por Hardy! ¿Qué dijo? ¿Le leíste alguna de las fotocopias?
– Sí, durante dos horas y media, pero después se durmió.
– ¿Y…?
– Pues eso, que estuvo dormido.
Carl envió un mensaje del cerebro a las manos: todavía no era legal estrangularlo. Assad sonrió.
– Pero volveré. Cuando me fui, la enfermera me dijo adiós con mucha cortesía.
Carl volvió a tragar saliva.
– Ya que tienes tan buena mano con las tías, voy a pedirte que vuelvas a subir a ablandar a las secretarias.
Assad se animó. Aquello era mejor que andar con guantes de goma verdes, saltaba a la vista.
Carl se quedó un rato sentado, mirando al vacío. No podía quitarse de la cabeza la conversación telefónica con Karen Mortensen, la asistenta social de Stevns. ¿Había un túnel de entrada a la mente de Uffe? ¿Podía abrirse? ¿Existirían explicaciones sobre la desaparición de Merete Lynggaard en algún lugar de su interior y bastaría con apretar el botón adecuado? ¿Y podía utilizar el accidente de coche para dar con el botón? Cada vez tenía más necesidad de saber.
Detuvo a su asistente cuando salía por la puerta.
– Assad, otra cosa. Tienes que conseguirme toda la información posible sobre el accidente de coche en el que fallecieron los padres de Merete y Uffe. Todo. Fotografías, el atestado de Tráfico, recortes de periódico. Que te ayuden las secretarias. Quiero tenerlo en un santiamén.
– ¿Santiamén?
– Significa rápido, Assad. Hay un tío llamado Uffe con quien me gustaría hablar un poco sobre el accidente.
– ¿Hablar? -murmuró Assad, y se quedó pensativo.
Tenía una cita durante el descanso para almorzar a la que no tenía ni puñeteras ganas de ir. Vigga llevaba incordiándolo desde la tarde anterior para que fuera a ver su maravillosa galería. Estaba en Nansensgade, no era el peor sitio del mundo, pero por otra parte costaba un ojo de la cara. Nada en el mundo podía despertar en Carl entusiasmo ante la perspectiva de tener que rascarse el bolsillo para que un pintor de brocha gorda llamado Hugin pudiera colgar sus cuadros junto a las pinturas rupestres de Vigga.
Al salir de Jefatura se encontró con Marcus Jacobsen en el vestíbulo. Se dirigía directamente hacia él con paso firme, con la mirada clavada en el suelo de terrazo con diseño de esvásticas. Sabía perfectamente que Carl lo había visto. No había nadie en Jefatura que registrase tantas cosas como Marcus Jacobsen; no se le notaba, pero así era. No era ninguna casualidad que fuera el jefe.
– Me dicen que me has elogiado, Marcus. ¿Cuántos casos has dicho a los periodistas que habíamos investigado ya en el Departamento Q? Y además con uno de ellos a punto de resolverse, según tú. No sabes cómo me alegro de oírlo. ¡Es una noticia excelente!
El jefe de Homicidios lo miró a los ojos. Era una mirada para imponer respeto. Sabía muy bien que había exagerado un poco. Y sabía muy bien por qué. En aquel momento sus ojos transmitían aquel saber. El Cuerpo ante todo. El dinero era el medio. El objetivo ya se encargaría de definirlo el jefe de Homicidios.
– Bueno -replicó Carl-. Más vale que siga mi camino, a ver si consigo resolver un par de casos más antes del almuerzo.
Al llegar a la puerta de salida se volvió.
– Marcus, ¿cuántas escalas de sueldo voy a subir? -gritó, mientras el jefe de Homicidios se desdibujaba tras las sillas de bronce de la pared-. A propósito, Marcus, ¿has hablado con la psicóloga ésa?
Salió a la luz y se quedó un rato guiñando los ojos hacia el sol. Nadie iba a decidir cuántas medallas tenía que llevar en la pechera del uniforme de gala. Si Carl conocía bien a Vigga, para entonces ya se había enterado de que iba a ascender, y el aumento de sueldo se esfumaría. ¿Quién coño quería ir a un cursillo para eso?
El local que Vigga había elegido era una antigua tienda de labores de punto que después había sido una editorial, el despacho de una imprenta, un almacén de importación de objetos de arte y una tienda de CD, y de la instalación original sólo quedaba el techo de vidrio opalescente. Tendría como mucho treinta y cinco metros cuadrados, pero tenía su encanto, se daba cuenta. Un escaparate grande hacia el callejón que daba a los lagos, vistas a la pizzería, a los patios traseros de frondosa vegetación y casi al lado del Bankeråt, donde Merete Lynggaard había ido a cenar un par de días antes de su muerte. Nansensgade no estaba nada mal, tenía sus cafés y sitios agradables. Un auténtico idilio parisino.
Se volvió y justo entonces vio a Vigga y al tío pasar junto al escaparate de la panadería. Ocupaba la calle con la naturalidad y el colorido de un torero en la plaza de toros. Su ropa de artista desplegaba todos los colores de la paleta. Vigga siempre había sido divertida. No podía decirse lo mismo del homúnculo de aspecto enfermizo, con su ropa negra ajustada, tez blanca como la nieve y ojeras, cuyos congéneres estarían en ataúdes forrados de plomo de una película de Drácula.
– ¡Cariñooo! -gritó ella al cruzar Ahlefeldtsgade.
Aquello iba a salir caro.
Para cuando el espectro escuálido terminó de medir el maravilloso local, Vigga le había comido el tarro a Carl. Sólo tenía que pagar dos terceras partes del alquiler, ya se encargaría ella del resto.
Vigga extendió los brazos.
– El dinero va a entrar a espuertas, Carl.
Ya, o salir a espuertas, pensó Carl, calculando que la parte que le correspondía eran dos mil seiscientas coronas al mes. Después de todo, tal vez tuviera que ir al puto cursillo de comisario.
Читать дальше