Anne Holt - Castigo

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Holt es, junto a Mankell, el referente de la literatura policíaca escandinava actual. En un frío sótano en algún lugar de Noruega se halla encerrada Emilie, una niña de nueve años. Desconoce donde está y el motivo de su encierro. Tampoco sabe quién es el hombre que regularmente le ofrece comida y bebida; sin embargo, su instinto le dice que se comporte bien con él. Los días se suceden y la intranquilidad se va apoderando del país.Yngvar Stubo, el comisario del servicio de criminología noruego encargado del caso, decide solicitar la ayuda de Inger Johanne Vik, una psicóloga que en el pasado trabajó como profiler para el FBI. Anne Holt es una de las autoras escandinavas más populares del momento, con más de tres millones de ejemplares vendidos en Alemania y los países nórdicos.

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– Creía que era monitor de jóvenes.

– Lo era. He hecho un poco de todo. Muchas cosas distintas.

– ¿Estudios?

– Muchísimos.

– ¿De qué?

– Bueno, también de todo un poco. ¿Está seguro de que no quiere café?

Stubø sacudió la cabeza.

– ¿Le importa que yo me prepare uno?

– Faltaría más.

A Karsten no le gustó dejarlo solo en el salón. Aunque allí no hubiera nada -nada más que los típicos objetos que pueden encontrarse en un salón: muebles, un par de libros y poca cosa más-, era como si aquel hombre estuviera inspeccionando toda la casa. Era un extraño y no había sido invitado. El policía tenía que largarse. Karsten se agarró al banco de la cocina. Estaba sediento; la lengua se le pegaba al paladar y a la parte interior de los dientes. Abrió el grifo al máximo. Se inclinó y bebió del chorro con avidez. En el sótano tenía hormigón y herramientas, y dentro de poco se iba a librar de Emilie. Por más que bebía no saciaba la sed. Le dolían los dientes de lo fría que estaba el agua. Gimió ligeramente y bebió más. Más.

– ¿Se siente mal?

El policía sonreía de nuevo, con aquella repulsiva hendidura que le surcaba la cara. Karsten no lo había oído llegar. Se levantó despacio, muy despacio, se mareó y se sujetó con todas sus fuerzas del banco de la cocina.

– Que va. Tengo sed, nada más. Acabó de volver de hacer footing.

– Se mantiene en forma.

– Sí. ¿Puedo…? ¿Hay algo más que quiera preguntarme?

– Parece un poco tenso, para serle sincero.

El policía había cruzado los brazos. Sus ojos se habían vuelto a transformar en una cámara, y estaban fotografiando la habitación, los armarios de arriba, la cafetera, el cuchillo de trinchar. Lo estaban fotografiando a él.

– Que va -replicó Karsten Åsli-. Sólo estoy un poco cansado. He corrido durante hora y media.

– Impresionante. Yo monto a caballo. Tengo caballo propio. Si viviera en un sitio como éste… -Stubø señaló hacia la ventana-. Entonces tendría varios. ¿Conoce usted a May Berit?

Al hablar volvió la cabeza. El perfil del policía quedó a contraluz, de modo que el ojo izquierdo, el ojo que delataba las mentiras, estaba oculto. Karsten tragó saliva.

– ¿May Berit qué? -preguntó secándose la boca.

– Benonisen. Antes se apellidaba Saither.

– La verdad es que no me acuerdo.

Su sed no se había apagado. Era como si tuviera la boca llena de setas; una mucosidad densa y viscosa le estorbaba al hablar.

– Tiene usted una memoria bastante limitada -señaló el hombre, sin mirarlo de frente-. Tiene que haber estado usted con muchas mujeres.

– Con unas cuantas.

Articuló las palabras muy cuidadosamente. Con. Unas. Cuantas. Salió bien.

– ¿Tiene hijos, Åsli?

Se le soltó la lengua. Se le empezó a normalizar el pulso. Lo notaba perfectamente, lo oía, oía que su propio corazón le golpeaba el esternón a un ritmo cada vez más pausado. Empezó a respirar con mayor libertad, la opresión que sentía en el esófago remitió y él sonrió ampliamente el oírse a sí mismo decir:

– Sí.

Este hombre no era peor que todos los demás. Era exactamente igual de malo. Era uno de ellos. Mientras el policía Yngvar Stubø estaba ahí, haciéndose el importante, la niña que estaba buscando se encontraba a cinco metros de él, ¿quizá diez? El tipo no tenía la menor idea. Seguramente el poli iba de acá para allá, de casa en casa, haciendo preguntas estúpidas y dándose aires sin saber en realidad nada. A eso lo llamaban visitas de rutina. En realidad no era más que una manera de pasar el rato. Tenía que haber mucha gente en la lista que el hombre probablemente llevaba en el bolsillo, a juzgar por la frecuencia con que se llevaba la mano al corazón, por debajo de la chaqueta, como si estuviera dudando si enseñarle algo.

Era como todos los demás.

En los rasgos de su rostro, Karsten veía mujeres y hombres, viejos y jóvenes. La nariz, grande y recta, le recordaba a la de un viejo maestro de la escuela que se divertía encerrándolo en el armario con los balones medicinales y los sacos de guisantes hasta que se ahogaba de tanto polvo y empezaba a llorar implorando que lo dejaran salir. Stubø llevaba el cabello peinado hacia atrás, en diagonal sobre el cráneo, exactamente como lo solía llevar el monitor de los boy scouts, el tipo que le quitó a Karsten todos sus diplomas porque pensaba que había hecho trampas. En la boca de Stubø había mujeres, muchas mujeres. Labios carnosos, rosados y rechonchos. Chicas. Mujeres. Zorras. Tenía los ojos azules, como los de la abuela.

– Tengo un hijo -dijo Karsten mientras se servía café.

Ahora manejaba sus manos fornidas y encallecidas con pulso firme. Karsten se sentía fuerte. Pasó un dedo por el mango del cuchillo de trinchar. La hoja estaba metida en un taco de madera para proteger el filo.

– Ahora mismo está en el extranjero con su madre. De vacaciones -agregó.

– ¿Ah, sí? ¿Están casados?

Karsten Åsli se llevó la taza a la boca. El sabor amargo le hacía bien. Las setas habían desaparecido. Notaba la lengua ágil, afilada.

– Qué va. Ni siquiera somos novios. Ya sabe… -Soltó una risita.

Sonó el móvil de Stubø.

La conversación no duró mucho. El policía cerró la tapa del teléfono de un golpe.

– Me tengo que ir -anunció sin más.

Karsten lo acompañó a la puerta. Las gotas de llovizna se habían posado sobre la hierba. Quizá por la noche volvería a hacer frío. Quizá la temperatura bajaría de cero grados. Aquel viento cortante parecía indicar que por lo menos iba a helar aquí, en la montaña. Se percibían los aromas embriagadores del incipiente verano. Karsten inspiró profundamente.

– No puedo decir que haya sido exactamente un placer conocerle -dijo con una sonrisa-, pero le deseo un buen viaje de regreso a casa.

Stubø abrió la puerta del coche y se volvió hacia él.

– Me gustaría tener una charla con usted en la ciudad -dijo.

– ¿En la ciudad? ¿Se refiere a Oslo?

– Sí. Lo antes posible.

Karsten Åsli se lo pensó. Echó una ojeada a la taza que aún sostenía en la mano, como si le sorprendiera que estuviese vacía. Luego alzó la mirada y la clavó en Stubø.

– Esta semana no va a poder ser -contestó-, pero quizás a principios de la semana que viene. No puedo prometerle nada. ¿Tiene una tarjeta o algo así, para que le pueda llamar?

Stubø no apartó la vista de él. Karsten no pestañeó. Una mosca confusa pasó volando entre ellos. Por encima de las nubes un avión surcaba el cielo. La mosca se elevó.

– Me pondré en contacto con usted -dijo finalmente Stubø -. Que no le quepa la menor duda.

El Volvo azul marino salió dando tumbos por la verja abierta y se alejó lentamente cuesta abajo. Karsten Åsli lo siguió con los ojos hasta que llegó a la bifurcación y desapareció tras el bosquecillo. No recordaba la última vez que el valle le había parecido tan bonito, tan limpio.

Era suyo. Éste era su sitio. En lo alto se divisaba la estela del avión que volaba en dirección al norte.

Karsten entró en la casa.

Yngvar Stubø paró el coche en cuanto le pareció que estaba fuera del campo de visión de Åsli. Aferró el volante con todas sus fuerzas. La sensación de cercanía con la niña había sido tan intensa, tan arrolladora, que lo único que impidió que registrara la casa de arriba abajo fueron sus veinticinco años de experiencia. No había base legal para algo así. No tenía nada.

Nada más que sentimiento. Ni un solo jurista de toda Noruega habría dictado una orden de registro sobre la base de una intuición.

– Piensa -masculló-. Piensa, joder.

Tardó menos de ochenta minutos en llegar a Oslo. Aparcó delante del piso de Lena Baardsen. Era la noche del lunes 5 de junio y eran ya más de las ocho y media. Temía que el tiempo se le estuviera acabando.

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