Anne Holt - Castigo

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Holt es, junto a Mankell, el referente de la literatura policíaca escandinava actual. En un frío sótano en algún lugar de Noruega se halla encerrada Emilie, una niña de nueve años. Desconoce donde está y el motivo de su encierro. Tampoco sabe quién es el hombre que regularmente le ofrece comida y bebida; sin embargo, su instinto le dice que se comporte bien con él. Los días se suceden y la intranquilidad se va apoderando del país.Yngvar Stubo, el comisario del servicio de criminología noruego encargado del caso, decide solicitar la ayuda de Inger Johanne Vik, una psicóloga que en el pasado trabajó como profiler para el FBI. Anne Holt es una de las autoras escandinavas más populares del momento, con más de tres millones de ejemplares vendidos en Alemania y los países nórdicos.

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– Pero ¿por qué justamente estos niños? Si tienes razón en que Glenn Hugo, Kim, Sarah y Emilie no han sido elegidos arbitrariamente, ¿qué es lo que tienen en común? Si este tipo llevara años por ahí haciéndole niños a cualquier mujer y todas sus víctimas fueran sus hijos, entonces… Pero resulta que no lo son. ¿Qué es entonces lo que lo lleva a elegirlos?

– No lo sé -dijo ella con cansancio-. Yo sólo sé que hay alguna razón. Este hombre tiene un plan, hay una especie de lógica absurda en lo que hace. Es cierto que se diferencia en muchos aspectos del típico asesino en serie, por ejemplo en el hecho de que no hay un ciclo evidente en los asesinatos, ningún ritmo. No hay una pauta reconocible. No sabemos ni siquiera si ha acabado.

De nuevo los dos se quedaron en silencio. Yngvar arropó mejor a Amund con la manta y posó los labios sobre su negro pelo. La respiración del niño era ligera y rítmica.

– Eso es lo que más miedo me da -murmuró Yngvar-. Que no haya acabado todavía.

En la casa blanca situada junto al bosquecillo, a hora y media en coche de Oslo, el asesino acababa de volver de hacer footing. Le sangraba la rodilla. Estaba oscuro y se había tropezado con la raíz de un árbol. La herida no era profunda, pero sangraba bastante. Las tiritas solían estar en el tercer cajón, junto al banco del fregadero, pero el paquete estaba vacío. Exasperado, sacó una compresa esterilizada del botiquín del baño. Tuvo que enrollar gasa encima del vendaje para que quedara bien sujeto, porque la cinta adhesiva también se había acabado. Evidentemente no tendría que haber salido a correr tan tarde, pero es que estaba tan inquieto… Entró cojeando en el salón y encendió la televisión.

Hoy no había estado en el sótano. Emilie lo repelía, ahora más que nunca. Quería librarse de ella, pero no tenía nadie a quien devolverle a la maldita niña.

– El 19 de junio -dijo en voz baja y se puso a hacer zapping rápidamente.

En esa fecha acabaría todo. Seis semanas y cuatro días después de la desaparición de Emilie. Él entraría en acción, se llevaría al quinto niño y lo devolvería ese mismo día. No había elegido la fecha por casualidad. Nada era casual en este mundo; había un plan detrás de todo.

El jefe lo había convocado a su despacho el viernes y le había dado una advertencia por escrito. Lo único que había hecho era llevarse algunas herramientas a casa, ni siquiera tenía la intención de robarlas, en primer lugar porque las herramientas eran muy viejas, y en segundo porque pensaba devolverlas. El jefe no le creyó. Lo más probable es que alguien se hubiera chivado.

Sabía quién se la tenía jurada.

Sabía que todo formaba parte de un plan.

Él también sabía hacer planes.

– El 19 de junio -repitió y puso el teletexto.

Para entonces tendría que haberse librado de Emilie, quizá ya estuviera muerta. Él por lo menos había decidido no darle más comida.

La rodilla le dolía una barbaridad.

– Las cartas -dijo ella en alto, interrumpiéndose en medio de una frase.

Yngvar seguía teniendo a Amund en el regazo, como si al hablar de ese tema le hubiera entrado miedo a perderlo de vista.

– Las cartas -repitió ella dándose una palmada en la frente-. ¡Sobre el tablero de ajedrez de Aksel!

– No te sigo…

Inger Johanne por fin le había contado a Yngvar lo de la excursión a Lillestrøm, lo de la relación entre el discapacitado psíquico Anders Mohaug y el escritor Asbjørn Revheim, que era el hijo menor de Astor Kongsbakken, el fiscal del caso contra Aksel Seier. La reacción de Yngvar fue difícil de interpretar, pero a Inger Johanne le parecía que las arrugas de su frente indicaban que él también pensaba que había demasiadas coincidencias como para pasarlas por alto.

– Las cartas -dijo él en un tono levemente interrogativo.

– ¡Sí! Después de estar en casa de Aksel Seier me quedé con la impresión de haber visto algo que no encajaba bien. Ya sé lo que era. Un montón de cartas sobre el tablero de ajedrez.

– Pero cartas… Todos recibimos cartas de vez en cuando.

– Los sellos -dijo Inger Johanne-. Eran noruegos. El montón estaba atado con un trozo de cordel.

– O sea que sólo viste la carta que estaba encima de las demás -dijo Yngvar.

– Así es. -Ella asintió y continuó-: Pero creo que todas las cartas eran de la misma persona. Procedían de Noruega, Yngvar. Aksel Seier recibe cartas de Noruega. Mantiene contacto con alguien.

– ¿Y qué?

– A mí no me dijo nada sobre eso. Actuaba como si hubiese cortado todos los lazos con su patria desde que se marchó.

– La verdad… -Yngvar cambió al niño de brazo. Amund emitió un leve gruñido pero siguió durmiendo profundamente-. ¡No mantuviste más que una conversación bastante corta con el tipo! Tampoco es tan llamativo que haya permanecido en contacto con alguien, con un amigo, con un familiar…

– No tiene familia en Noruega, que yo sepa.

– Te estás montando una película a partir de algo que probablemente tenga una explicación completamente banal.

– Es posible… ¿Recibirá dinero de alguien? ¿Le pagan para que mantenga la boca cerrada? ¿Es por eso por lo que nunca ha pedido justicia? ¿Será ésa la explicación de que huyera cuando yo quise ayudarlo?

Yngvar sonrió. A Inger Johanne no le gustaba la expresión de sus ojos.

– Olvídalo -dijo-. Estás haciendo que parezca todo una enorme conspiración. Tengo algo mucho más interesante que contarte. Astor Kongsbakken vive.

– ¿Cómo?

– Sí. Tiene noventa y dos y vive con su mujer en Córcega. Tienen tierras allí, una especie de bodega, si no me equivoco. A mí me daba en la nariz que no estaba muerto, que me habría enterado si se hubiera muerto, así que investigué un poco. Se retiró completamente de la escena pública hace más de veinte años y desde entonces ha vivido allí.

– ¡Tengo que hablar con él!

– Puedes intentar llamarlo.

– ¿Tienes también su número?

Yngvar se reía por dentro.

– Tampoco hay que pasarse. No. Llama al número de información, mujer. Por lo que he averiguado, está bien de la cabeza, pero mal de las piernas.

Yngvar se levantó despacio sin despertar al niño, lo tapó bien y dirigió una mirada inquisitiva a Inger Johanne. Ella asintió con aire indiferente y buscó las cosas de Amund en el dormitorio.

– Mañana te devuelvo la manta -dijo él intentando cargar con todo.

– Supongo que sí -respondió ella con docilidad.

Él estaba de pie mirándola. Amund dormía acurrucado contra su hombro. Se le había caído el chupete al suelo, y ella se agachó para recogerlo. Cuando se lo tendió a Yngvar, éste le tomó la mano y no se la quería soltar.

– En realidad no es tan llamativo que Astor Kongsbakken y el jefe de Alvhild fueran buenos amigos -dijo-. Muchos juristas se conocen. ¡Ya sabes cómo son las cosas hoy en día! Noruega es un país pequeño, y lo era aún más en las décadas de los cincuenta y de los sesenta. ¡Todos los abogados debían de conocerse!

– Pero no todos los juristas estaban implicados en escandalosos casos de asesinato -repuso ella.

– No -dijo Yngvar, abatido-. Tampoco sabemos si ellos estuvieron implicados en algo así.

Ella lo acompañó hasta el coche para ayudarle con las puertas. No intercambiaron una palabra hasta que Amund estuvo sujeto al asiento infantil y el equipaje colocado a su lado.

– Ya hablaremos -dijo Yngvar.

– Vale -respondió Inger Johanne y se encaminó hacia el piso vacío. Hubiera deseado que por lo menos estuviera en casa El Rey de América.

51

Yngvar Stubø se sentía fatal. La cintura del pantalón le apretaba el vientre, y el cinturón de seguridad estaba demasiado tirante. Tenía problemas para respirar. Hacía diez minutos que se había desviado de la carretera de Europa. Ahora circulaba por una bastante estrecha que lo hacía marearse en las curvas. Al llegar a una parada de autobús se salió de la calzada y paró. Se soltó la corbata, se abrió el cuello de la camisa y se recostó sobre el reposacabezas.

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