– Eso explica por qué tenía que secuestrar a los niños -dijo Inger Johanne-. Tenía que llevárselos a algún sitio donde pudiera sedarlos con Valium para ponerles luego una inyección en la sien.
– Si es que fue eso lo que hizo.
– Por supuesto, si es que fue eso lo que hizo. ¿Cuándo vamos a saber algo más?
– El forense va a examinar primero a Sarah, mañana por la mañana. Vamos a hacer lo posible para no tener que abrir la tumba de Kim.
Los dos miraron hacia el dormitorio, cuya puerta estaba entornada.
– Si esto es correcto, al menos sabremos algo más sobre el asesino -dijo Inger Johanne.
– ¿El qué?
– Que tiene acceso al potasio.
– Bueno, en realidad todos tenemos acceso…
– Pero has dicho que son pocas las farmacias que tienen potasio en existencias.
– Evidentemente vamos a hacer averiguaciones en todas las farmacias del país. El forense opina que un encargo de potasio sería lo suficientemente llamativo como para no pasar inadvertido, pero el asesino puede haberlo comprado en el extranjero. Ha demostrado de sobra que es muy cuidadoso. Y luego tenemos el evidente problema de los hospitales. Las unidades de cuidados intensivos tienen la sustancia almacenada y hay bastantes unidades de cuidados intensivos en Noruega.
– Pero sabemos algo más -dijo Inger Johanne lentamente-. Sabemos que nuestro asesino no sólo es un hombre inteligente, sino que además tiene conocimiento de un método para asesinar que muy pocos médicos…
Yngvar la interrumpió.
– El forense estaba muy afectado. Debe de tener cerca de sesenta y cinco y dice que nunca en la vida se le había ocurrido esta manera de matar a la gente. Nunca. ¡Y es forense!
Se levantó a medias del sofá y se sacó del bolsillo trasero el esquema con las anotaciones de Sigmund Berli. Estaba roto y no era fácil apoyarlo sobre la mesa.
– Esto hace que nuestro ginecólogo vuelva a tener interés -dijo él con aire meditabundo mientras señalaba el nombre del médico-. Al igual que la enfermera, supongo. Excepto por el hecho de que ella es mujer, cosa que rompe parte del…
– No estamos buscando a una mujer -aseveró Inger Johanne-. Y tampoco creo que se trate de un médico.
Yngvar levantó la vista.
– ¿Qué te hace estar tan segura? -inquirió.
– Estos nuevos datos no pueden hacernos olvidar todo lo que teníamos hasta ahora -dijo ella con decisión-. Seguimos hablando de una persona perturbada. De un psicópata o de una persona con rasgos claramente psicóticos. Creo que estamos buscando a un hombre con un montón de relaciones truncadas a sus espaldas. También sospecho que dejó a medias su educación. Es posible que haya estudiado, pero no creo que estuviera en condiciones de acabar los estudios, con los compromisos y el esfuerzo que eso requiere. Es perfectamente posible que sea inteligente, incluso muy inteligente, y que por tanto sea capaz de aprovechar los conocimientos que posee de un modo imaginativo. En los últimos años se ha abierto todo un mundo de información en la red. Puedes encontrar desde instrucciones para fabricar una bomba hasta clubes de suicidas. No me extrañaría que existiera una página web que describa formas ingeniosas de matar. Por lo demás, nuestro hombre puede ser lo suficientemente inteligente como para que esto se le ocurra a él sólito, basándose sólo en la información disponible en las infinitas páginas de medicina de la red. Está claro que es inteligente, pero no tiene ninguna posibilidad de obtener una licenciatura. ¿Y cuantos años estudian ahora los enfermeros? ¿Cuatro? Opino que es prácticamente imposible que este hombre acabe algo así.
– Pero ¿a qué viene tanto… refinamiento?
– ¿Te refieres al potasio?
– Sí. ¿Por qué usar un método tan… sofisticado? Podría haberlos asfixiado, haberles pegado un tiro, ¡incluso haberlos ahogado en agua!
– Sensación de control -aventuró Inger Johanne-. O de superioridad. Quiere mostrar su superioridad. Recuerda que se trata de un hombre que se considera víctima de una humillación terrible. No la achaca a una persona, o a un suceso concreto, sino a todo un cúmulo de derrotas que exigen venganza. Quitarles la vida a los niños sin que nosotros podamos entender lo que está haciendo es…
– Abuelito -dijo una vocecilla.
A Inger Johanne le asustó no haber oído al niño acercarse. Éste se encontraba en medio del salón, con un oso de peluche bajo el brazo. En la camiseta tenía una mancha de ketchup, pero Yngvar había rechazado la propuesta de ponerle uno de los pijamas viejos de Kristiane. La cintura del pañal del niño había resbalado hasta quedar por debajo del ombligo, y un olor inconfundible hizo que Inger Johanne se levantara y lo acompañara al baño. Por alguna razón esperaba que Yngvar no la acompañara. Amund era inusualmente confiado. Cuando ella lo sentó sobre la tapa del retrete y le quitó el pañal, el niño le dedicó una amplia sonrisa.
– Ingejonne -dijo acariciándole la mejilla.
Yngvar había dejado en el baño un bolso con jabón neutro, tres pañales de repuesto y un chupete.
«Contabas con que el niño durmiera aquí -pensó ella-. Traer el pijama hubiera sido demasiado descarado, pero ¿tres pañales de sobra?»
– El abuelo es un pícaro -murmuró y subió al niño al lavabo.
– No lavar ahora el culete -dijo Amund con decisión y pataleando-. Eso no.
– Claro que sí -repuso Inger Johanne-. Estás lleno de caca. ¡Fuera la caca!
Le dio un cachete con el trapo mojado y el niño se echó a reír.
– Eso no -dijo entre carcajadas dejando que ella le echara el agua templada en la piel.
– Tienes que estar limpio y guapo para poder volver a la cama.
– La ambulancia es blanca -dijo Amund-. No roja.
– Tienes toda la razón, Amund. Las ambulancias son blancas.
El niño se arrebujó en la toalla.
– Ya he dormido mucho -dijo riéndose de nuevo.
– Yo creo que no -replicó Yngvar desde la puerta-. Ven aquí, que el abuelo te va a volver a acostar. Muchas gracias, Inger Johanne.
No hubo manera. Después de media hora Yngvar salió del dormitorio con el niño en brazos.
– Se va a dormir aquí -dijo en tono de disculpa y mirando muy serio al niño, que sonrió y se metió el chupete en la boca-. Lo voy a tumbar en mi regazo.
El pequeño casi desaparecía en los anchos brazos de su abuelo. La punta de la nariz apenas asomaba por encima de la manta. Al cabo de pocos minutos se le cerraron los ojos y el ritmo del chupeteo disminuyó. Yngvar le quitó la manta de la cara. El pelo oscuro parecía casi negro contra la camisa blanca de Yngvar. Las pestañas del niño estaban húmedas y eran tan largas que casi se fundían entre sí.
– Niños -dijo Inger Johanne a media voz, sin despegar la vista de Amund-. No puedo sacarme de la cabeza la idea de que la clave de este caso está en los niños. Al principio… Al principio creía que de lo que se trataba sobre todo era de la infancia del propio asesino. De la pérdida. La nostalgia. Nostalgia vinculada con su propia infancia. Y quizás… -Inspiró profundamente y espiró-. Quizá no iba desencaminada, pero hay algo más. Algo que tiene que ver con los niños, aunque no sean suyos. Da la impresión de que… -Se quedó absorta.
Yngvar no dijo nada. Amund dormía profundamente. Inger Johanne sacudió la cabeza, como para desechar un pensamiento que la rondaba, y dijo:
– ¿Es posible que tenga un hijo al que no le permiten ver?
– Ahora creo que lo estás llevando todo un poco lejos -señaló Yngvar en tono bajo y acomodó la cabeza del niño sobre su brazo-. ¿Qué te lleva a decir algo así?
– Es como si encajara. Con todo. Digamos que se trata de un hombre con cierto atractivo para las mujeres, pero que nunca consigue que se queden con él. Una de estas mujeres se queda embarazada y decide tener el niño. Supongo que la idea de dejar que un hombre así se acerque al niño le parece bastante arriesgada. Ella puede haber…
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